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Ilustración: Luciana Peinado

Combatir al enemigo desde adentro

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Una vez dormí con la enemiga. A veces el amor juega esas malas pasadas. Una mujer de morral y tatuaje, de piercing y pelo rapado, me amaba, estaba dispuesta a dar todo por mí. Éramos novios, aunque nos llamábamos compañeros. Ella era música y me afinó un par de cuerdas; hicimos un lindo dueto por momentos. Creíamos juntos que el gusto artístico, lo que llamamos belleza en el arte, estaba bastante condicionado por un estímulo constante del mercado que produce que, luego de escuchar trescientas cuatro veces una canción, te parezca linda. Estábamos dispuestos a combatir eso: escuchábamos música rara, no tradicional, no hegemónica, creativa. Teníamos otra sensibilidad. Queríamos cambiar el mundo, y estábamos, poco a poco, creando un nuevo mundillo a nuestro alrededor.

Teníamos una barra que coincidía con nosotros en que la delincuencia no se combate con policía sino que se previene con educación; que la causa, que la culpa de casi todos los males es la falta de amor. La gente no sabe amar.

Esa noche me lo dijo. Ya todos los invitados se habían ido. Quedamos solos frente a copas de vino teñidas y papeles con acordes garabateados. Te amo. Yo le dije yo también, y vivimos un idilio breve porque... no sé por qué, yo empecé a dessentir ese amor. Una vez, en Sevilla, una gitana o una mujer que se hacía pasar por gitana me dijo que yo siempre buscaba lo complicado o complicaba lo sencillo. Me pidió plata y salí corriendo (ella me había dicho que me iba a leer las manos gratis); creo que en ese caso no acertó: salir corriendo fue la reacción más sencilla y menos complicada que pude haber tomado ante la lectura de manos cotizada. Pero en otras oportunidades me parece que esa pseudogitana tuvo razón: enrulo habitualmente situaciones lacias.

No tuve el valor para decirle que ya no la amaba, o que, sin ya, no la amaba. Fui evasivo, me puse a hacer mil cosas para no hacer una: amarla. Yoga, inglés, natación. Conocí a gente nueva. Fuera del círculo. Fuera del circulito ese donde todos nos dábamos la razón. Fuera del cerrado grupúsculo en donde todos, con ropas viejas, barbas desprolijas y axilas como esponjas de aluminio, nos repetíamos eslóganes.

Ella era elegante. Llamémosla Amodia. Sus pestañas curvadas, lo delicado de sus labios cuando espetaba cada sentencia. Supe que era de la vereda opuesta por ciertos reclamos que dijo como al pasar, reclamos de buena ciudadana que paga sus impuestos (¡y muy caros!) y no recibe un servicio digno a cambio. Como si el mundo se tratara de servicios y gestión, como si ahí se acabara la competencia de la política, veredas limpias y semáforos funcionando. Porque ella se esforzaba mucho y sus padres se habían sacrificado mucho más —estábamos en una heladería, fue una cita espontánea, pospiscina, en una tarde de calor— para que tuvieran los mismos beneficios que otros que no hicieron nada.

Me iba a llevar la vida entera hacerla cambiar de opinión, pero en ese momento decidí que no quería siquiera empezar esa tarea. ¿Fue por mantener la relación cordial o fue porque me di cuenta de que yo nunca había convencido a nadie que ya no estuviera previamente convencido?

Compré una bermuda de baño nueva, me corté el pelo, presté especial atención a no tener mugre debajo de las uñas. Mi novia observó mi cambio de actitud y de estética con un dejo de desconfianza. Más cuando una mañana puse el agua en el termo tarareando una melodía de moda. Ella apareció en la cocina y me miró con cara de esa música es funcional, y yo traté de replicarle con cara de pero la estoy tarareando irónicamente.

Esa tarde, en la piscina, Amodia me habló de una nueva cervecería que había abierto en su barrio. Dijimos de ir y nos tiramos a hacer más piletas mariposa.

Antes de salir para ahí, me di cuenta de que no tenía un pantalón acorde a ese lugar que suponía distinguido (pituco, cheto, fifí). Pasé por un shopping y me gustó la imagen de mis piernas en un nuevo estuche. También me miré ahí y pensé cómo lo miraría ella, cómo le diría ella a esa parte. ¿Su postura política cambiaría su deseo? ¿Su religión le inhibiría el lenguaje soez?

En la cervecería —que sí era chic— la vi hermosa, como una muñeca de torta. Sorprendentemente, fue ella la que tomó la iniciativa de besarme... y todas las demás iniciativas —pensé en decirle “feminista”, pero supuse que arruinaría la noche—. Al estar dentro de ella, de su cervecería, de su lujosa casa, de su glamour, sentí muchas ganas de ser aceptado en un mundo que no me pertenecía. Me acuerdo de que puso una playlist hecha por ella con música romántica. Demasiado comercial, pero combinaba. Nos besamos, nos unimos, dormitamos... Horas después, se escuchó una canción de Silvio Rodríguez. Yo me quedé callado, aunque creo que me ruboricé. Ella bromeó: ahora empiezan todos los músicos comunistas y empezó a cantarla (sabía la letra mejor que yo). Nos reímos y no dijimos nada más. Al abrazarnos supe que ella también estaba traicionando a su mundo y sintiendo ese placer que se siente al cruzarse de bando. Antes de dormirme sentí que la amaba y que el amor, definitivamente, es algo muy raro.

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