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Ínsulas extrañas

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El mundo, decía Toni Negri, es insoportable. Tiene una relación contradictoria, decía, con las virtudes esenciales del vivir juntos. Y aun así, decía, estas virtudes no se pierden, se conquistan con las prácticas colectivas, son acompañadas por la transformación de la idea de productividad, que no significa producir más mercancías en menos tiempo, ni librar guerras cada vez más devastadoras. Por el contrario, decía Toni Negri —que ha muerto mientras este número de Lento estaba en proceso—, se trata de darles de comer a todos, de modernizar, de ser felices: “El comunismo es una pasión colectiva feliz, ética y política, que combate contra la trinidad de la propiedad, de las fronteras y del capital” (Jacobin, 01/10/2023). Es decir, el comunismo es una isla.

Una isla es lo que queda lejos a la vez que se la habita en la acción y el pensamiento. Es incluso la negación de sí misma, ya que siendo tierra y sosteniendo nuestros pasos con firmeza no es, ni por asomo, tierra firme. Es la pureza, aunque la traición la anide (o viceversa). Es ella sola, pero al mismo tiempo necesita del archipiélago.

En el imaginario esconde una promesa. Por eso este número se abre con un largo viaje a la isla lejana que quizá inspiró a Robert L Stevenson, en Costa Rica, y se cierra con otro más largo todavía, a la cercana isla malaya de todas las ilusiones, en un barrio de Montevideo. En la realidad, la insularidad puede ser también un muro, y así recorre Leonardo Padura el banco más largo del mundo, ese malecón de La Habana, para sentarse de frente o de espaldas al mar, y no es menor la diferencia.

Todas las ínsulas, cuando son de verdad, son extrañas, como lo sabían los poetas de Tacuarembó (por algo Eduardo Milán tituló así una de sus antologías de poetas de lengua española). Al igual que la montevideana Esther de Cáceres o el peruano Emilio Adolfo Westphalen, que también usaron la expresión tomada de San Juan de la Cruz. O el nicaragüense Ernesto Cardenal, que tituló de ese modo uno de los tomos de su autobiografía. Si Cardenal es el poeta de Solentiname, eso nos recuerda que no están en estas páginas de verano todas las islas que podrían estar. No es posible que todas quepan en los límites de una revista. Pero entre las que faltan, la que más falta es Indonesia, ese país que encierra 17.000 islas.

En el afiche de la película The Look of Silence (Joshua Oppenheimer, 2014), aparece un hombre al que se le está realizando una prueba de visión. El aparato óptico le da un aspecto de cyborg que refuerza la extrañeza. No hay vista de lince que pueda llegar tan lejos y ver lo que pasó en Indonesia. El título en español sería La mirada del silencio. En indonesio se la nombró simplemente Senyap (silencio). Al igual que su brillante antecedente, The Act of Killing, de 2012, trata sobre la impunidad que siguió a la masacre cometida contra los comunistas en 1965 y 1966, cuando se mató a un millón de personas. El título en indonesio de esa primera parte también tiene una única palabra: Jagal (carnicero). Indonesia, y quizá por eso falta siempre, es la representación geográfica de ese otro archipiélago que solemos tapar con la espuma rutilante de la distracción, el archipiélago del silencio de los carniceros.

Entonces, nada. He resistido y luchado toda mi vida —decía Toni Negri—, ahora me toca volver a empezar.

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