La propia etimología latina de la palabra, que se cree asociada con un instrumento de tortura, el tripalium, nos habla del trabajo como castigo. Así lo entendieron los apuntadores del dios judeocristiano (“ganarás el pan con el sudor de tu frente”, Génesis 3:19) y también los padres del lunfardo, que usan la voz yugo tanto para el trabajo como para la tiranía.
No es necesario ir a los libros para explicarlo. Basta extender el brazo en la mañana para buscar el botón de “postergar cinco minutos” en la pantalla del teléfono cuando suena el despertador. La energía necesaria para ese gesto parece gastar toda la que se había acumulado durante el descanso nocturno.
Sin embargo, la espalda se sobrepone y se calza las tres estacas del tripalio para comenzar la jornada con el auxilio, a veces, de cierto estado de enajenación que los antiguos egipcios conocían como piloto automático y que es la única prueba del uso de tecnología alienígena en la construcción de las pirámides. Porque es necesario creer en algo para continuar moviendo esos bloques de granito, tantos milenios después, con la única ayuda de una taza de café y tres o cuatro mentiras.
La esclavitud fue seguida por otras relaciones de producción que construyeron sus propios discursos para intentar evitar lo que debería ser inevitable: que las grandes mayorías se dieran cuenta de que no tenían nada que perder más que sus cadenas y se sacudieran la etimología de los hombros.
El tiempo siguió pasando y el Moro, un alemán de pocas pulgas, aliado con un compatriota que no sólo renegó de la fortuna paterna sino que la usó para forjar ideas poco recomendadas por las cámaras patronales, empezaron a desarticular el mecanismo. Para eso desnudaron el miedo que los dueños de las pirámides habían inventado para que la plebe de taparrabos siguiera cumpliendo su papel en la construcción de la riqueza ajena. “¿Azuzan un fantasma?”, se preguntaron Carlos Marx y Federico Engels. “Pues ese fantasma recorrerá Europa cambiando el mundo de fase y hundiendo al imperio burgués”, se respondieron en una cervecería de Londres.
De ese modo, los parias del mundo encontraron su melodía y algunos nuevos problemas —porque supieron tirarse algún tiro en el pie— y les pusieron los pelos de punta a los faraones del mundo entero. Sudorosos y mal vestidos, llenos de malas costumbres y de piojos, habían comprendido por fin que el trabajo, ese castigo o esa bendición con que los curas hacían gárgaras alternativamente, tenía adentro muchas más cosas que el vacío. En particular había una, llamada plusvalía, que parecía explicar por qué unos tanto y otros nada. Entender eso les permitió bajarle de un hachazo la nariz a la esfinge y hacer incluso su imperfecta pirámide alternativa.
Los sumos sacerdotes valoraron que no alcanzaba con enviar los mamelucos contra los de ídem y se inventaron armas más sofisticadas para domar a los indómitos. La historia es larga, pero tiene sus derivaciones médicas. A la trabazón de los esplenios generada por el yugo se le sumó la tendinitis que provoca el látigo que el mismo paria fustiga, ahora, contra su propia espalda. También sufre de contracturas maxilares al intentar pronunciar la palabra mágica que, le han dicho, lo aliviaría un poco: emprendedurismo.