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Ilustración: Elreina

El arte de irse

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A partir del trauma colectivo de la Segunda Guerra Mundial, las artes, en particular las artes plásticas, mutaron en formas abstractas; ya no se buscó representar el mundo —el horror era un imposible— sino experimentar hacia formas de lo efímero: el devenir como fragilidad e indeterminación. Se buscó escapar, también, de las tiranías del mercado. Artistas como la brasileña Lygia Clark y las estadounidenses Agnes Martin y Lee Lozano extremaron este movimiento al punto de renunciar al mercado del arte, abriendo caminos nuevos que, paradójicamente, revalorizaron su obra.

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Sé nuevo,
sé nuevo de nuevo.
Gertrude Stein

Entro a un gran espacio donde se inaugura una exhibición. El lugar está perfectamente iluminado, hay unos chicos jóvenes con gorras de colores y pantalones holgados, llevan guantes que dejan ver sus dedos. Conversan mientras toman algo, comentan, sonríen. Sus voces navegan por el espacio y de vez en cuando lo sobresaltan con alguna risa contenida. En el medio del lugar hay una instalación, una estructura frágil hecha con varas de hierro que conecta a una caracola en la que puede escucharse el sonido del mar. Más adelante, una película se proyecta sobre una pared y parece atravesarla mostrando un camino de agua hacia la línea del horizonte. Cerca de mí, en el suelo, hay una piedra que aparenta ser un fósil; sobre su superficie, un paisaje pintado a mano, en pequeños detalles, aparece como un mensaje. Uno de esos chicos que conversan es el que preparó la muestra, su mirada parece estar concentrada y a la vez querer escapar. Se encuentra junto a su trabajo, algunas personas se acercan a los objetos, desvían la mirada hacia el texto que está sobre la pared. Algunos quieren entender aquello que ven y otros no, simplemente siguen caminando y él sonríe.

El artista acompaña su obra y ese acompañamiento no siempre es evidente, la expectativa es inevitable. Qué sucede con el trabajo una vez que se muestra, qué recorrido empieza, cómo es el reverso del afuera. La posibilidad de vender una obra, de que entre en alguna institución, de que alguien significativo la vea o que nada más “algo pase” con lo que se muestra. El arte contemporáneo parece necesitar ideas y contextos que sostengan las obras y orienten la carrera del artista. El artista, en el último tiempo, se integró rápidamente al sistema que se forma alrededor de él y su trabajo. Este dispositivo es profesionalizante y las argumentaciones acompañan el proceso creativo como una piedra firme desde donde avanzar. Se piensa y se crea para adentro y para afuera al mismo tiempo.

Un galerista comenta con otro un porfolio, van pasando las imágenes de distintas pinturas; a uno de ellos le gusta el trabajo que ve, entiende que la obra es buena, sin embargo dice que el problema es que el artista “no hace nada” hace casi diez años. Eso quiere decir que no expone en espacios importantes, no participa en residencias, tiene una especie de bache en su currículum; además es prácticamente inexistente en las redes sociales, no comunica. Me pregunto qué es lo que quiere decir con que no hace nada, si el trabajo claramente está ahí y eso debería ser lo más contundente, pero a la vez entiendo lo que dice y lo asimilo como parte de la lógica de un sistema. Además de producir la obra, el artista tiene que generar movimientos alrededor de él, ser una especie de impulsor de sí mismo aunque sea de la forma más indirecta; quizás esa es la que tiene más gracia, la que parece inevitable o natural. La complejidad a la hora de analizar el valor de una obra es que esta está compuesta de elementos concretos y elementos simbólicos y el accionar inmaterial repercute en el valor material como una tecla que se toca y suena luego en otro lado. Me pregunto, mientras miro al galerista dejar cuidadosamente ese porfolio a un lado sabiendo que probablemente no vuelva a retomarlo, si quizás ese tiempo que él considera perdido, ese obrar por fuera, no puede ser una parte esencial del trabajo, como una médula oculta de la cual se compone. Me pregunto acerca de la voracidad actual por la presencia y la sustancia, que a la vez no permite otras temporalidades o que homogeniza las formas de expresión.

Si hace algunas décadas, como una suerte de profecía, podía decirse que el mercado iba a captarlo todo, hoy parece una ingenuidad pensar que pueda ser de otra manera. Hoy nadie puede saberse fuera del mercado, ese límite parece haberse escindido. Sin embargo, la idea de decir que no persiste en la frustración frente a un terreno de libertad que finalmente está condicionado; es no querer obedecer una lógica o no poder responder una demanda de producción que está constantemente pidiendo más. ¿Establecer un límite, no correr al ritmo del mercado es posible? ¿Qué implicancias tiene?

Perder la forma

Durante el siglo XX, en la posguerra, muchos artistas de distintas partes del mundo reaccionaron a las atrocidades de la época descreyendo del sistema y buscando nuevas dimensiones para sus trabajos en las cuales lo esencial parecía ser el trabajo en sí y no su recepción. La apuesta parecía clara: imponer las condiciones propias y dejar de estar supeditados a ellas, encontrar una verdadera libertad. Esto era por el clima político del momento, se preparaba el terreno para una revolución espiritual en la cual se buscaban formas nuevas para decir y escapar a un sistema, para cuestionarlo y de esa manera cuestionar a la sociedad. Lo paradójico de esto es que, si bien parecería que salirse de la maquinaria del mercado nos deja afuera de la ganancia, el valor de la obra de arte parece nutrirse de eso. Existe una tensión latente en la dialéctica entre el valor estético y el económico: la intención declarada de un artista de “abandonar” el mercado del arte mediante la adopción de técnicas artísticas específicas menos asimilables en los medios institucionales tradicionales puede interactuar, quizás paradójicamente, con el valor económico de la obra de ese artista.

En su libro Art Production Beyond the Art Market?, Ursula Pasero y Karen van den Berg analizan el concepto de desmaterialización. La desmaterialización, observan las autoras, tenía originalmente el objetivo de liberar a los artistas del mercado y fomentar el trabajo que no podía asimilarse fácilmente en los marcos institucionales tradicionales. Ese objetivo, sin embargo, no contaba con una alternativa más poderosa. Si antes, siguiendo el modelo heredado del Renacimiento, era la creación artesanal de una obra de arte lo que complacía al mecenas, en el mercado actual del arte contemporáneo, en el que la obra de arte está despojada de su autoridad, el cliente compra lo que podría denominarse “una experiencia”. La compra puede muy bien tener poco que ver con el objeto en sí y el cliente está dispuesto a comprar simplemente un nombre o una idea que se sitúan como sustitutos de la obra en sí. Por poner un ejemplo más o menos reciente: el Salvator Mundi, cuya atribución a Leonardo da Vinci sigue siendo fuente de considerable debate académico, fue vendido por Christie's (Nueva York) en noviembre de 2017 por 450 millones de dólares por su propietario, que lo había comprado recientemente, a su vez, por 127,5 millones de dólares. Se dice que el cuadro cuelga actualmente en el yate de un príncipe heredero de Arabia Saudita —algo improbable, dados los procesos judiciales a los que han dado lugar las distintas ventas del cuadro—.

La desmaterialización de la obra de arte, unida a su pérdida de autoridad, hace que aparezca en escena un abanico más amplio de actores en el mercado. Esos actores son capaces de controlar el significado mercantil de la obra desmaterializada. Las instituciones son el ejemplo paradigmático de esto. De hecho, lejos de conducir a un alejamiento del poder institucional, la desmaterialización no hace sino confirmar la capacidad de las instituciones para consolidar su posición en el mercado del arte. Al mismo tiempo, este fenómeno de diversidad de actores tiene un efecto de retroalimentación en lo que respecta a las obras creadas por el artista y, de hecho, al propio papel del artista. Se espera de los artistas que busquen el reconocimiento simbólico de partes externas (residencias, premios) y que participen en la promoción de su propia obra con una serie de actores (arquitectos, diseño, turismo, gobierno), pero la única forma de obtener reconocimiento es desarrollar una historia que destaque frente al “mundo de narrativas diversas y fragmentarias”, en palabras de Néstor García Canclini. Esa historia, a su vez, sustituye a la autoridad de la obra de arte individual. Si los artistas no pueden controlar cómo fluirá su obra en el mercado del arte, sí pueden intentar dar forma a la relación que desean establecer con los agentes del mercado del arte. Algunos elegirán el camino del abandono, pero ese camino es ambivalente.

El camino de Lygia Clark

Lygia Clark (Belo Horizonte, 1920-1988) fue una artista brasileña vinculada principalmente al movimiento artístico neoconcreto de Brasil. Trabajando en diferentes medios, como la pintura, la escultura y las instalaciones, desarrolló una trayectoria profesional singular y muy personal que le otorgó una posición única entre los artistas sudamericanos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. A lo largo de su vida, la obra de Clark no sólo fue innovadora, sino que también contribuyó en gran medida al desarrollo de la arteterapia y la performance.

La obra de Clark puede dividirse, por comodidad, en distintos períodos, comenzando por su trabajo experimental sobre la abstracción geométrica y pasando posteriormente a formas más plásticas, antes de llegar a una etapa más radical en la que afirma haber abandonado el arte —“El abandono del arte” fue, de hecho, el nombre de su exposición retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 2014— para dedicarse a trabajos relacionados con la psicología y la interacción entre objetos y seres humanos en el contexto de la terapia y la curación.

Desde los primeros trabajos de Clark, la idea de la materialidad de la obra de arte se sitúa en primer plano. Esto queda claro en obras tempranas como Rompiendo el marco. Composición nº 5 (1954; óleo y oleorresina sobre lienzo y madera). La interrogación de Clark sobre la materialidad es aún más llamativa en “Bichos” (1960). “Bichos” es una serie de esculturas que Clark designa como criaturas o animalitos. Los “bichos” están hechos de piezas metálicas articuladas, algunas circulares, otras geométricas y otras esculpidas a mano. Estas estructuras inestables pueden adoptar diferentes formas —tantas, de hecho, que la artista no podía responder con certeza cuántas—. Hay un enfoque revelador de la obra de arte en esta actitud: la artista ya no controla la obra, sino que esta puede revelarle sorpresas incluso a sí misma, tiene vida propia (de forma oscura). Siguiendo con el ejemplo anterior, los “bichos” no tienen anverso ni reverso, tampoco una forma ideal, y desafían persistentemente al espectador en su capacidad de manipularlos. Estas esculturas están relacionadas con el trabajo previo de Clark con la pintura y la forma geométrica (por ejemplo, la serie “Rompiendo el marco”), pero ahora incorporan un nuevo elemento que se desarrollará más adelante en su carrera: la colaboración y la interacción con el público. Los “bichos” están pensados para ser manipulados por el espectador (esto ya no es posible con los originales por motivos relacionados con la restauración, pero las exposiciones pueden contar con imitaciones de la obra original), con lo que surge la idea de la integración del espectador a la obra, así como un cuestionamiento de la idea de lo apropiado o lo correcto a la hora de exponer una escultura o de si existe una única manera de exponer una escultura. La obra puede exponerse de muchas maneras y, en este sentido, se rompe la frontera entre el artista y el público. El objeto artístico está en permanente transición y puede adquirir cierta cualidad viva al no permanecer nunca de una manera determinada. Tanto el arte como el artista se emancipan, en cierto sentido.

Caminhando (1963) es una propuesta: tomar un trozo de papel, retorcerlo y pegarlo para producir una cinta de Moebius, luego cortarlo por la mitad sin llegar al borde, de modo que no se separe, y después seguir cortando por los lados hacia la derecha o hacia la izquierda, hasta que la línea sea tan fina que no se pueda cortar más. Esta propuesta, a primera vista extremadamente simple, contiene, sin embargo, ideas claras y coherentes que la artista ha mantenido en relación con su obra en particular y con el arte en general. La obra de arte no se presenta como algo acabado que tenga que ser interpretado por el espectador, sino que propone una experiencia —o, mejor dicho, es la experiencia—. Clark se distancia del papel del artista como centro y generador de la práctica artística y permite debidamente que el espectador esté en el centro de esta experiencia; al mismo tiempo, rechaza tanto la idea de la obra de arte como objeto como la idea del artista como persona (o personaje) que debe imponerse al espectador y entenderse sólo a través del prisma de ciertos elementos de la cultura o la educación. Con esta obra hay una democratización del arte, y también una declaración sobre el mercado del arte contemporáneo.

En 1965 Clark va a dejar de producir obras de arte. La cinta de Moebius, con la apertura de innumerables (por no decir infinitos) caminos posibles, es una buena metáfora de este momento de apertura a nuevos caminos y transiciones en su obra. La ruptura o el punto de inflexión que siguió a Caminhando se expresa claramente en una de las cartas de Clark a su amigo y colega Hélio Oiticica, un artista brasileño que fue fuente crucial para la propia comprensión de Clark de los procesos que informaban su arte. Escribe en 1968: “Desde Caminhando, el objeto ha perdido para mí su significado, y si sigo utilizándolo es para que se convierta en un mediador de la participación”.

A partir de 1965, Clark se sumergió en la investigación sobre prácticas terapéuticas y psicoanálisis. En 1972 fue invitada por la Universidad Sorbona de París para impartir un curso sobre comunicación gestual. Durante su estancia en la universidad encontró grupos de estudiantes y jóvenes que colaborarían con sus prácticas y experimentos. En esta etapa, su obra experimentó un viaje de la materialidad a la inmaterialidad, de la objetualidad a la experiencia. Tras varios años en los que se alejó completamente de la esfera artística, su regreso se caracterizó por un enfoque diferente, que va a situarse sobre todo en el contexto de la curación.

El objeto está ahora al servicio de la práctica terapéutica, ya no en el contexto de grupos, sino en una relación paciente-artista; para ella ahora era importante tener una relación directa con el individuo y observar cómo diferentes personas pueden reaccionar de manera distinta a sus prácticas. “Objetos relacionales” (1980) era una serie de objetos que Clark había creado en su etapa previa como artista, pero que ahora utilizaba para trabajar con el paciente. Sacos llenos de arena, redes, pequeñas bolas de plástico y telas fueron utilizados por Clark sobre el cuerpo del paciente para devolverlo a lo que ella llamaría un estado preverbal. El énfasis de esta práctica está en la percepción sensorial del paciente en su cuerpo para despertar “la memoria del cuerpo”; los objetos se desplazan de la alusión visual y funcionan sobre todo a través del aspecto sensorial del tacto. La obra de arte se desplaza del lugar de ser contemplada —el lugar que históricamente había disfrutado o que se le había atribuido en y por la historia del arte— y funciona ahora en su potencial de experiencia con el paciente. Los límites entre arte y vida se difuminan. No hay rastro de la obra de arte, sólo la experiencia, que es decididamente subjetiva. El efecto institucional fue inmediato: durante mucho tiempo fue difícil clasificar la obra tardía de Clark dentro de los paradigmas clásicos o encontrarle un lugar en galerías e instituciones.

La psicoanalista brasileña Suely Rolnik, que se ha especializado en la obra de Clark, observa que el arte contemporáneo ha llevado aún más lejos un movimiento iniciado por el arte moderno: no representar el mundo a partir de una forma trascendente, sino disfrazar su devenir en la propia inmanencia de los materiales (¿El arte cura?, Suely Rolnik, Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, 2006). El artista contemporáneo explora nuevos materiales para su obra e inventa un método apropiado para cada trabajo. Lo que cambia en el arte contemporáneo, según Rolnik, es que, al trabajar con materiales diferentes e intervenir directamente en el mundo, es evidente que el arte pasa a plantear preguntas y a problematizar el mundo (en lugar de limitarse a representarlo). Además, la obra abandona el espacio del museo y la galería, que es —según Rolnik— una especie de escaparate, un mediador neutral que separa espacios de existencia en los que el arte se exhibe como una especie de objetivización de la estética. Comparado con esto, el trabajo que Clark promulgaría en su Copacabana —el lugar de su vida cotidiana, donde trabaja con estudiantes y pacientes en relación directa— conlleva un sentido por el que el espacio del arte deja de ser un espacio neutral, separado. El arte, ahora, está en la vida.

Al desierto

Agnes Martin fue una artista estadounidense bastante conocida que perteneció al grupo de los minimalistas abstractos de Nueva York en la década del 60. A pesar de ello (o debido a ello), decidió empaquetar su estudio, regalar sus materiales y mudarse al desierto; así lo cuenta el escritor estadounidense Martin Herbert en su ensayo dentro del libro Tell Them I Said No (Sternberg Press, 2016). Ella decía que estaba cansada del egoísmo del mundo del arte: “Me fui de Nueva York porque cada día sentía que quería morir, y eso estaba relacionado con la pintura. Tardé varios años en descubrir que la causa era un sentido de la responsabilidad demasiado desarrollado”. O, de nuevo, esta vez en palabras de Olivia Laing: “Aprender a soportar el vacío era su propia especialidad, su tarea asignada”. Sus años en Nuevo México estuvieron marcados por un profundo retraimiento de las cosas mundanas, una vida de renuncia y restricción que a menudo suena masoquista, aunque ella insistiera en que la intención era espiritual, “una guerra continua contra el pecado del orgullo”, al decir de Laing. Sin embargo, abandonó el desierto y a partir de 1972 “volvió a la pintura”. De hecho, continuó trabajando hasta los 92 años. Al final de su vida, y una vez transcurrido su período de reclusión, su obra se había convertido en uno de los pilares de una gran variedad de instituciones culturales, y algunas de sus piezas alcanzan precios significativos de millones de dólares.

Lee Lozano

Lee Lozano también fue una artista estadounidense. Dedicó sus energías artísticas a resistirse a la fetichización de su obra, a su transformación en una mercancía más para consumo de la industria cultural. Para ello, privilegió la “efimerización”. En Untitled (General Strike Piece), iniciada en 1969, se desvinculó del mercado del arte. Llevó al extremo la lógica del rechazo a la fetichización, convirtiendo (como argumenta Sarah Lehrer-Graiwer) su propia vida en una obra de arte, pero que no puede exhibirse ni anunciarse como espectáculo: Dropout Piece. Esa “obra”, en palabras de Lehrer-Graiwer, “es el nombre que Lozano dio a su transformación de insider a outsider, su declaración de marginalidad voluntaria. Nombró su posición ante el mundo, o más bien ante el mundo del arte, como una designación de alteridad y negación, rechazo y deserción crítica”. La fusión que esperaba entre el arte y la vida hacía que su práctica fuera demasiado difícil de manejar y abierta como para ser contenida dentro del mundo del arte, incluso cuando el campo estaba siendo ampliado hasta casi romperlo por artistas de ideas afines a su alrededor.

De alguna manera estos pueden ser ejemplos de cómo el valor de la obra de arte es imposible de calificar. Como ya se ha dicho, el deseo de resistirse a la integración en la lógica del mercado no es exclusivo de un solo artista. Responde a dinámicas más fundamentales que están en juego tanto en la necesidad humana de creatividad autónoma como en la presión constante que ejerce el mercado capitalista del arte para recuperar los frutos de tales intentos de autonomía. Y los costes de poner en práctica ese deseo —como demostró durante el período de Nuevo México Martin o en el período posterior a la huelga general Lozano— pueden ser muy elevados.

Sin embargo, tanto en el caso de Martin como en el de Lozano, al igual que en el de Clark, su obra ha sido recuperada, “racionalizada” en el discurso crítico y, por tanto, fijada (o, por utilizar otra palabra de la Escuela de Fráncfort, cosificada, convertida en una cosa). En los últimos tiempos, sus obras han alcanzado sumas considerables en las subastas, y parte de la “narrativa” que acompaña esas ventas es precisamente la justificación que los artistas utilizaron para resistirse al mercado del arte: a saber, lo efímero, la fragilidad, la indeterminación. En otras palabras, con el paso del tiempo, los valores estrictamente estéticos de la obra de arte se transforman en sustitutos del valor económico, tal y como se refleja en la casa de subastas. Si Lozano transformó su vida en una obra de arte para escapar del mundo del arte, es esa transformación la que ahora subraya la integración de las obras de la artista en el mercado como una contradicción inevitable, una recompensa allí donde no la hay.

Laura Petrecca (Buenos Aires, 1985) estudió cine y tiene una maestría en arte contemporáneo. Publicó varios libros de poesía, escribe sobre arte y trabaja con artistas. Edita la revista de ensayos mixta.

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