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Autorretrato de Augusto Monterroso.

El carnicero que se metió a escritor: centenario de Augusto Monterroso

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En el inicio, una escena de lectura. Al fondo de una carnicería de un barrio obrero de la ciudad de Guatemala, entre cuartos de reses colgados de los ganchos y el vapor helado de la cámara frigorífica, un veinteañero retacón, de incipiente calvicie y lentes de armazón negro, mira de refilón la puerta de entrada, por la que en cualquier momento puede aparecer una clienta o alguno de los propietarios, mientras sostiene entre las manos un sobado ejemplar de La montaña mágica. Es el año 1940 o 1941; faltan casi dos décadas para que aquel carnicero, nacido en Tegucigalpa, capital de Honduras, el 21 de diciembre de 1921, publique su primer libro, aunque sin saberlo ya ha comenzado la escritura y a entrever, por entre la bruma de las extensas jornadas de trabajo y las largas caminatas hacia su casa, que no haber terminado la primaria no es impedimento para trascender un presente rutinario que puede convertirse en un futuro desolador.

Cien años antes del nacimiento de Augusto Monterroso, los diferentes estados centroamericanos se unieron en una federación, a partir de la independencia de España, consumada el 15 de setiembre de 1821. Algún tiempo después, la federación se anexó a México, separándose en 1823 para dividirse posteriormente en cinco repúblicas –El Salvador, Guatemala, Honduras, Costa Rica y Nicaragua–, unidas por el idioma y los colores azul y blanco en sus respectivas banderas. Escenario de permanentes tensiones, revoluciones internas y de la intervención abierta de Estados Unidos, cuyas inversiones en compañías productoras y exportadoras de plátanos les otorgaron a las cinco el mote común de “repúblicas bananeras”, el tránsito permanente entre los países determinó, como contaba el propio Monterroso, que su padre guatemalteco y su madre hondureña se conocieran, se casaran en Tegucigalpa y que él mismo escogiera luego la ciudadanía guatemalteca cuando, con 15 años, dejó atrás para ya no volver la ciudad de nacimiento. Esa tensión geográfica (nacimiento en Honduras, ciudadanía de Guatemala, posterior exilio y prolongada residencia en México) sedimentará la futura obra literaria de Monterroso, dispersándose en pequeños grumos de extrañamiento y dinamitando cualquier sentido de pertenencia. En Los buscadores de oro (1993), su libro más autobiográfico, escribe: “Venir a este mundo al lado de una mata de plátano o a la sombra de una encina puede resultar tan bueno o tan malo como hacerlo en medio de un prado, en la pampa o en la estepa, en una aldea perdida de provincia o en una gran capital. Enfrentar el mosquito anófeles del paludismo en una aislada población del trópico o los bacilos de Koch en Praga puede, es verdad, determinar el curso que seguirá su vida, acortar esta o hacerla insoportable y melancólica, pero no impedirle concebir ideas originales y formularlas en frases brillantes o, para el caso, salvarlo de pensar tonterías y exponerlas en frases torpes. El pequeño mundo que uno encuentra al nacer es el mismo en cualquier parte en que se nazca; sólo se amplía si uno logra irse a tiempo de donde tiene que irse, físicamente, o con la imaginación”.

Obras incompletas

Apelando a la brevedad, engañosa marca de estilo de la literatura de Augusto Monterroso, este párrafo se propone condensar las idas y vueltas del escritor en ciernes, desde sus años como carnicero hasta la publicación del primer libro. Acérrimo opositor al “despotismo no ilustrado” del dictador guatemalteco Jorge Ubico (1931-1944), Monterroso cayó preso cuando el general Federico Ponce Vaides asumió el gobierno tras la renuncia de aquel y mientras se gestaba la Revolución de Octubre. Tras escapar de la prisión, solicitó asilo en la embajada de México. Ese país se convertiría en su segunda (o tercera) y definitiva patria, pues durante el gobierno de Jacobo Arbenz fue designado para un cargo en el consulado local de Guatemala, que ocuparía hasta 1953. Tras un período de residencia en Bolivia y Chile, en 1956 se estableció definitivamente en Ciudad de México.

Augusto Monterroso.

Foto: cortesía Premio FIL

El año 1959 fue clave para la literatura de Augusto Monterroso, por dos razones. En primer término, en diciembre fue editado por la Imprenta Universitaria, de México DF, Obras completas (y otros cuentos), un volumen que compila algunos relatos aparecidos de forma dispersa en medios de prensa en los años previos, integrado por piezas que se convertirían en canónicas del corpus monterrosiano, tales como “Míster Taylor”, “El eclipse”, “El dinosaurio”, “El concierto” y “Primera Dama”. La otra razón para subrayar la importancia del año 1959 es que en los primeros días de enero, en las páginas de la Revista de la Universidad de México, apareció por primera vez la firma del doctor Eduardo Torres, el personaje más desconcertante de la galería de criaturas que pueblan la obra de Monterroso. Este sabio de pueblo chico –concretamente, de San Blas–, a medio camino entre un refinado humorista y un tonto sin remedio, cuajará a pleno en el libro que lo contiene y al mismo tiempo lo desborda: Lo demás es silencio, de 1978.

Una de las grandes movidas de la literatura de Augusto Monterroso fue la de desconcertar permanentemente la operativa de los cartógrafos de las letras, ese ejército renovado de etiquetadores de libros y glosadores de estilos en compartimentos estancos. Diez años pasaron desde la publicación de Obras completas hasta la aparición del siguiente libro, La oveja negra y demás fábulas, un particular bestiario con el que Monterroso se propuso, según contó en una entrevista con Margarita García Flores, compilada en el libro Viaje al centro de la fábula (1981), “combatir el aburrimiento e irritar a los lectores, principio este último irrenunciable”. Con la estructura clásica que se le adjudica a Esopo, Monterroso compuso una serie de fábulas con la argamasa de la hilaridad y la perturbación, reflejadas en títulos como “El mono que quiso ser escritor satírico”, “La jirafa que comprendió de pronto que todo es relativo”, “El espejo que no dormía bien” y “Las dos colas, o el filósofo ecléctico”.

Movimiento perpetuo, publicado en 1972, condensa algunos de los elementos estilísticos de los dos primeros libros, al tiempo que prepara el terreno para la novela Lo demás es silencio. Compuesto por breves piezas ensayísticas, aforísticas, en ocasiones simples moscas posadas sobre la hoja en blanco, el primer párrafo da la clave del aspecto inaprensible de la propia escritura: “La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo”.

Más arriba antepuse la palabra “novela” a Lo demás es silencio, empleando una categorización de la que Monterroso sería el primero en mofarse, pues apenas la sombra de la estructura secuencial del libro puede ensamblarse con la idea primigenia de lo novelístico. El libro reúne una serie de testimonios sobre el doctor Eduardo Torres a cargo de algunos allegados, varios artículos con su firma (incluyendo “Una nueva edición del Quijote”, el primer texto aparecido en la Revista de la Universidad de México), un par de “colaboraciones espontáneas” y una serie de aforismos, entre los que puede hallarse un subrayado de la percepción –“Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista”– y una refutación de Heráclito –“Cuando el río es lento y se cuenta con una buena bicicleta o caballo sí es posible bañarse dos (y hasta tres, de acuerdo con las necesidades higiénicas de cada quién) veces en el mismo río”–.

Opiniones contundentes

Junto a los textos de ficción, integran la obra de Augusto Monterroso un conjunto de libros heteróclitos, que incorporan pequeños ensayos, reflexiones, refutaciones u observaciones al pasar, en un arco que se inicia con el ya mencionado Viaje al centro de la fábula, una reunión de nueve entrevistas que el escritor publicó a sus 60 años, y se cierra con Literatura y vida, el volumen póstumo aparecido en el mismo año de su muerte, ocurrida el 7 de febrero de 2003 en Ciudad de México.

La letra E, publicado en 1987, presentado como los “fragmentos de un diario”, reúne entradas de los años 1983, 1984 y 1985, que a diferencia de las formas ensayísticas que se encuentran en La vaca (1998) y Literatura y vida, se exhiben tras haber atravesado un interesante proceso de mutación, desde lo casual a lo programático. Escritas muchas de ellas en el reverso de programas de teatro o boletos de trenes, comenzaron a sistematizarse bajo la forma de diario en las páginas de un periódico y alcanzaron la cristalización definitiva entre el lomo y las tapas de un libro. La letra E puede leerse en sintonía o continuidad con Los buscadores de oro, el libro autobiográfico que Monterroso publicó unos años más tarde, en el que repasa su infancia, los vínculos familiares, las primeras lecturas y su adolescencia en Honduras, concluyendo con su partida de Tegucigalpa para “no volver jamás”.

A diferencia de la mirada escrutadora hacia aquel pasado ya lejano, en La letra E, un Monterroso que ya ha pasado los 60 años reflexiona y divaga sobre el mundo que lo rodea, sin nunca cortar amarras con el joven lector que fue y el bisoño escritor que comenzó a formarse de manera algo accidentada y de tardía publicación en libro. Por el momento en que apareció, cuando el núcleo duro de la obra del autor ya estaba conformado, y por su cercanía confesional, La letra E invita a ser leído como la más acabada puesta en práctica del movimiento perpetuo que le diera nombre al libro que publicara quince años antes.

En las páginas de La letra E se encuentra el Augusto Monterroso crítico, que despliega ante el lector las herramientas analíticas de un lector privilegiado, a través de una serie de opiniones contundentes (destroza en un par de párrafos, con cierta justicia, el Curso sobre El Quijote, de Vladimir Nabokov, expresando que “durante la lectura, que por momentos se me va volviendo repugnante, me propongo rebatirlo, demolerlo, hacerlo confesar su ignorancia y dejarlo vencido por siempre e incapacitado para cometer nuevos entuertos; pero pronto me doy cuenta también de que, precisamente, esa empresa sería una tontería”), y también del aforista desencantado, alejado de los fuegos fatuos del negocio literario (“El verdadero escritor no deja nunca de escribir; cuando deja de hacerlo dice que lo pospone. En estas posposiciones puede pasársele la vida”).

Coda

En el final, otra escena de lectura. En un salón escolar mal ventilado de una barriada de Tegucigalpa, bajo la atenta mirada de un profesor con afilado rostro de pájaro, un niño de siete años pasa las páginas de las Lecturas para colegios, compilado por el educador costarricense Moisés Vincenzi. Desfilan entre sus pequeños dedos páginas con fábulas, viñetas y relatos breves, hasta que de pronto algo le llama la atención. Se trata de una oración en medio del “Elogio del maíz”, del ensayista ecuatoriano Juan Montalvo: “Si líquido, vino de Burdeos; si sólido, carne de faisán”. Algo difícil de precisar late entre los intersticios de esas diez palabras, llenando al infante de asombro y de cierta perturbación. Ochenta y un años de vida y varios libros publicados tal vez no le alcancen para terminar de aprehenderlo.

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