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Retrato de Baudelaire, por Gustave Courbet

200 años de Charles Baudelaire: El precursor que sigue aguardándonos

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Leído por Abril Mederos.
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1)
Nacido hace hoy exactamente 200 años, Charles Baudelaire no fue incluido por Paul Verlaine en su antología Los poetas malditos (1884/1888) ni por Rubén Darío en Los raros (1896). Esta ausencia no impidió que su nombre quedara exhalando tufo a opio, haschisch, alcohol y flores putrescentes. Muerto a la vida por anticipado a la confecciόn del malditismo y de la rareza como (presuntas) virtudes poéticas, su nombre quedό encarnándolas: ratificar o desmentir estas atribuciones no tiene mucho interés. ¿Quién que es (creador) no es raro? ¿Qué poeta puede reclamarse del benditismo?

Tanto más que estas calcomanías endosadas al nombre de Baudelaire ocultan la asombrosa singularidad de su obra, sólo comparable en el singularísimo siglo XIX francés con la de Gustave Flaubert, también nacido en 1821, también víctima en el mismo año (1857) de denuncias y procesos judiciales, también atento al lenguaje, también objeto del desdén incomprensivo de Jean-Paul Sartre, también intransigentemente radical.

En los juicios por Las flores del mal y por Madame Bovary que padecieron en 1857 Baudelaire y Flaubert, el cargo formulado fue “ultraje a la moral pública y a las buenas costumbres”. Perdurό una diferencia: si Flaubert fue absuelto, Baudelaire fue condenado y la revisión de su caso sólo sucedió casi 100 años después, en 1949 y con el voto en contra de un miembro del tribunal. En algunas ediciones escolares francesas de Les fleurs du mal de los años 60 aunque previas a Mayo del 68, aparece el poema “Au lecteur” con una estrofa sigilosamente faltante, obra de la censura. En mi ejemplar, comprado de segunda o tercera mano tal vez a fines de los años 70, un propietario anterior que firma “Pedro Progreso” escribiό en la portadilla y en español: “Por fin me deshice de este puto libro, panfleto, nido de decadencia”. Hoy, cuando otra corrección y otras buenas costumbres vuelven a preceptuar sobre temas, personajes, enfoques, autorías y traductorías, los pormenores de estos juicios vuelven a ser aleccionadores.

Fuera de diferencias judiciales o anecdόticas (uno recluido en su casa normanda a orillas del Sena; otro en París cambiando de domicilio sin parar, rehuyendo alquileres y adeudos constantes), Flaubert y Baudelaire comparten una contracción al trabajo, una castidad y una subversiόn intransigente que hacen de ellos dos precursores que seguimos teniendo por delante, dos precursores que aún aguardan por nosotros.

2)
Entre los términos recurrentemente asociados a Charles Baudelaire se encuentra “dandy”, con frecuencia entendido como un practicante del lujo elegante en la indumentaria. Para la pose que reclama y proclama “la verdad desnuda”, el dandy es, pues, sinónimo de artificio, frivolidad, malas artes, engaño, cosmética, artimaña, antinaturaleza y falsía.

Ensayista inteligentísimo, Baudelaire pensό el dandismo en tanto que instituciόn situada por fuera de las leyes comunes y provista de leyes propias rigurosas; así, inesperadamente, el sometimiento a su propia ley, comparable a “la regla monástica más rigurosa”, acerca el dandismo “al espiritualismo y al estoicismo”. El dandy pertenece, según Baudelaire, a una estirpe de hombres con el mismo “carácter de oposición y de revuelta” y es “representante de lo mejor que hay en el orgullo humano, de esa necesidad, poco frecuente entre los hombres contemporáneos, de combatir y de destruir la trivialidad”.

Así expuesta, la ley común combatida y destruida por el dandy es la trivialidad, ley de escaso o nulo espiritualismo; para desligarse de su rectorado, el dandy lleva adelante la revuelta. O, mejor dicho, vive en revuelta, porque para dar ese combate “el dandy debe aspirar a ser sublime sin interrupción, debe vivir y dormir ante un espejo”. Por un derrotero tan imprevisible como convincente, Baudelaire atribuye la máxima espiritualidad heroica a quien se separa de la ley común –la ley de la trivialidad– y aspira a lo sublime. De este modo, lo que puede entenderse como una imagen toscamente narcisista –vivir ante un espejo– adquiere un sentido ético, y no sólo por la obligación a lo sublime a la que se somete el dandy, sino porque esa obligación implica una ascesis, una gimnasia, un cuidado constante de sí, una vigilancia constante de uno ante uno.

Entonces, en este caso, lo trivial sería entender que Baudelaire dice que hay que estar mirándose todo el tiempo en el espejo, sin prestar atención al mundo y sus dramas. Menos trivial sería comprender que Baudelaire mira su mundo –el París de Louis-Napoléon– y ve el imperio del dinero, del progreso (“ese farol oscuro”), del número, del cálculo, de la especulación, de la utilidad material. Esto es lo que se encuentra en cada esquina –y esto es lo que quiere decir “trivial”: en cada cruce de vías–, y contra esto Baudelaire propone su ascesis sin tregua, ante el espejo, para elevarse desasido del cálculo de la utilidad material. La indumentaria elegante simboliza un combate que es una vigilancia de sí, un trabajo de uno con uno, por fuera de la ley común que sólo deja sumido en la trivialidad.

El portentoso Gustave Courbet, que cuando la revolución de febrero de 1848 acompaña a Baudelaire en la fundación del efímero periódico Le Salut Public, dejό dos retratos del poeta en los que tal vez sea posible identificar esa práctica ascética de desasimiento de la trivialidad y de aspiración a lo sublime. Uno es un pequeño όleo (53 cm por 61 cm), pintado en 1849; muestra a Baudelaire en su habitación, sentado en un ángulo de su mesa de trabajo, ensimismado en la lectura de un libro voluminoso, con papel y pluma al alcance de la mano. Solos, en un espacio despojado e íntimo, Courbet reunió al poeta, la lectura y la escritura. El otro es un όleo enorme (361 cm por 598 cm), pintado en 1855 y titulado L’atelier du peintre; aquí Courbet reunió al pintor y su modelo pero también a posibles compradores, curiosos, niños, perros y amigos, que pueblan su taller y prestan atención a la obra en la que el pintor trabaja (¡un paisaje!). En un extremo de la pintura, sentado sobre una mesa y nuevamente ensimismado en la lectura de un libro, se reconoce a Baudelaire. Apartado del mundo en el bullicio del taller de Courbet o en la intimidad de su habitación, Baudelaire sin interrupción se mide y se mira en el espejo del libro ajeno.

3)
Entre los términos con menor frecuencia asociados a Baudelaire, se encuentra “crítica”. Baudelaire prosiguió la tradición inaugurada por Diderot en el siglo XVIII, reseñando pintura, en particular, los salones anuales. Sin duda, se trataba de escribir para la prensa y ganar algo de dinero gracias a esas exposiciones; sin ningunísima duda, la pintura trajo luz al poeta Baudelaire, tanta luz que en su poema “Los faros”, salvo el escultor Puget, todos los nombrados son pintores: Rubens, Leonardo da Vinci, Rembrandt, Miguel Ángel, Watteau, Goya, Delacroix.

También, Baudelaire ejerció la crítica literaria y, entre muchas otras, ahora cabría recordar la que publicό sobre Madame Bovary y que le valió una carta de agradecimiento de Flaubert, en la que este se declara admirado de la comprensión de Baudelaire: “Usted entró en los arcanos de la obra como si mis sesos fueran los suyos”. La mirada de Baudelaire sobre la novela flaubertiana es iluminadora aún hoy, ya que puede leer la narración prescindiendo del afán clasificador (“realista”, “estilizada”, “arte por el arte”, etcétera), al ceñirse a lo que Flaubert hace al contar lo que cuenta, así como puede prescindir de la burda psicología para llegar al personaje de Emma Bovary. Igualmente luminosa es su caracterización del Segundo Imperio: “una sociedad absolutamente desgastada –peor que desgastada– embrutecida y golosa, que sólo se horroriza con la ficción y sólo ama la posesión”.

Además de haber escrito regularmente crítica sobre escritores y plásticos y ocasionalmente sobre músicos (Wagner), Baudelaire teorizó sobre esta: “Para ser justa, es decir para que tenga su razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir hecha desde un punto de vista exclusivo, pero un punto de vista que abra más horizontes”. La serie de adjetivos parece incoherente –justa y parcial, exclusiva y aperturista–; sin embargo, creo, es posible conciliar esas dobles exigencias: lo justo no es el imparcial justo medio, sino que lo justo supone tomar partido (por lo justo/verdadero/hermoso, etcétera); la apertura de horizontes no obedece a la multiplicación de los puntos de vista, sino a la perseverancia en un exclusivo punto de vista. Elegido el exclusivo punto de vista –por ejemplo, la belleza de la obra–, el horizonte se abrirá a una cantidad de géneros, épocas, formas, estilos, temas, léxicos, sintaxis, orígenes, materias, etcétera, destituyendo cualquier jerarquía previa.

La crítica como práctica política disensual rige también la teorización deslumbrante que realiza Baudelaire de su época; es conocida su manera de captar la modernidad, es conocido el impacto que la intransigente agudeza baudelairiana produjo en Walter Benjamin, llevándolo a asociar a Baudelaire con Auguste Blanqui, el conspirador persistente, el insurrecto constante, “el Encerrado”, apodo ganado por los añares que viviό encarcelado.

Anotaciones de Charles Baudelaire en la portada de la primera edición de Las flores del mal.

4)
Tampoco es frecuente asociar el término “igualdad” a Baudelaire, cuya afiliación al dandismo y a su obligación de distinción de la ley común parece vedar cualquier vecindad con la igualdad. Sin embargo, en la poesía de Baudelaire hay un “jacobinismo lingüístico” que supera el de Victor Hugo, anota Benjamin al comentar la coexistencia, lado a lado como si fueran iguales, de léxico extremadamente culto y de términos recién llegados al idioma, “neologismos desprovistos de pátina poética y que atraen la mirada por su brillo novísimo” . Se trata de palabras como por ejemplo “ómnibus”, “vialidad” o “wagon”, que provenientes del inglés o tomadas del latín nombran objetos urbanos, de la nueva urbe que la especulación inmobiliaria está poniendo patas para arriba. Alcanzaría con atenerse al nombre de la primera sección de Las flores del mal, “Spleen et idéal”, en el que se enlazan un término fundador del pensamiento griego (ιδεα) y un término médico del inglés, que busca nombrar la enfermedad del siglo (spleen).

También, alcanzaría con recorrer el índice de Las flores del mal para ver cómo lado a lado se ubican “la bendición”, “la musa enferma”, “la belleza”, “la carroña”, “el vino del asesino”, “el gato”, “un viaje a Citera”, “la pipa”, “el recogimiento”, “el sol”, “a una mujer que pasa”, “el alma del vino”, etcétera, estableciendo así un nuevo orden en el que ya no hay temas elevados ni temas bajos, ni objetos elevados ni objetos bajos, ni vocablos elevados ni vocablos bajos. Tampoco hay formas bajas y formas elevadas, por lo que la poesía puede adoptar la forma de la prosa –El spleen de París. Pequeños poemas en prosa–, despojada de verso y rima, y no obstante sostenida por el ritmo. A algo de todo esto se refiere, creo yo, Benjamin cuando cita a Paul Claudel, para quien Baudelaire es “una extraordinaria mezcla del estilo de Racine y del estilo periodístico de su tiempo”.

Y quizá sea en el poema “El sol” en donde Baudelaire más nítidamente realiza la igualdad al establecer la equivalencia entre “el sol”, “el poeta” y “el trapero/hurgador”, los tres transitando por el suburbio, transformando lo que encuentran, produciendo algo nuevo.

Por cierto, esta igualdad hecha acto poético está reñidísima con el imperio del número o de las mayorías; es una igualdad en acto que abomina de su delegación electoral. En los textos últimos, escritos en Bélgica poco antes del ataque que lo derrumba y lo conduce a la afasia y a la muerte, Baudelaire piensa con ferocidad el imperio de lo contable.

En Uruguay, Juan Carlos Onetti reservό para la intimidad de sus agendas y anotό con su puño y letra el Baudelaire etéreo y aéreo de “El extranjero”, que odia el oro como otros odian a Dios, y que sobre todo ama “las nubes, las nubes que pasan... allá... allá... ¡las maravillosas nubes!”.

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