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Las voces, el cuerpo: El canto blanco

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Melisa Machado vuelve a las invocaciones ancestrales en un conjunto de poemas que explora lo femenino y lo universal.

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El año pasado, el Instituto Nacional de Letras abrió la convocatoria a los Fondos Amanda Berenguer, con el objetivo de incentivar la publicación de obras de poesía. Se seleccionaron diez obras, entre las cuales se encuentra El canto blanco, de Melisa Machado, recientemente publicado por Estuario.

Melisa Machado, nacida en Durazno en 1966, es una poeta con gran trayectoria, con varios títulos publicados dentro y fuera de nuestro país. El canto blanco es, por tanto, producto de una voz madura, sólida y sumamente personal.

El libro está dividido en ocho secciones: “Siete vidas”, “El canto blanco”, “El canto negro”, “El canto rojo”, “Cantos al fauno”, “Río de la Plata”, “India”, y “Madre”, cada una de ellas compuesta por poemas numerados y generalmente cortos (excepto “Siete vidas”, que podría clasificarse como prosa poética). El tono, en general, es intimista, una autoexploración no sólo por el yo, sino también por los yoes que lo componen, los otros que se han impregnado en la individualidad, siendo parte de ella.

Esta autoexploración tiene un anclaje muy fuerte en la corporalidad. (“Si me inclino y miro hacia mi ombligo/ puedo ver el vientre que se frunce/ la piel grumosa/ los dedos rígidos/ las plantas de los pies como maderas planas”.) No sólo hay alusiones a distintas partes del cuerpo, sino que la misma palabra “cuerpo” aparece en varios poemas. (“Las flores de la noche haciendo gestos./ El cuerpo como tallo”.) Es a partir de esta autocontemplación, del ser y estar del cuerpo, que esta poética se ramifica y extiende.

El uso de elementos de la naturaleza, muchas veces íntimamente ligados con estas imágenes de la corporalidad, apunta a una visión holística en la que el yo hace parte con el universo. (“El cuerpo en la mesa./ Un fruto hacia los pies./ Un cuarzo en la frente./ Rubíes y granadas./ Ojos de vainilla o de pimienta./ Sed de agua picante”). Pero, por otra parte, varios poemas guardan una eroticidad cuyo fin último sigue siendo la fusión con el todo. (“Su cuerpo: raro odre de miel dura./ Extasiado cabrío que yace boca arriba”. “El hombre me ofrecía placer,/ iba delante de mí/ [...] Yo tragaba el cuerpo de dios y sangraba cada mes./ Engullía el Todo [...]”). En este aspecto, vemos una delimitación clara de lo femenino y lo masculino como fuerzas universales, que encarnan en hombres y mujeres y se funden en el acto amoroso.

Como decíamos, este yo no es sólo individual, no se encuentra aislado. Desde esa voz individual suenan muchas voces. (“Soy todos mis ancestros./ Soy todas las amantes./ Soy todas las esposas./ Soy todas las hermanas./ Soy todas las hijas./ Soy todas las mujeres./ Soy ella./ Ellas./ Todas: / ninguna”). Estas voces, por lo general, se remontan a lo ancestral, especialmente en relación al linaje femenino, lo cual se lleva muy bien con el uso de imágenes muy arquetípicas, y que le dan al libro esa “carga referencial que sitúa la obra entre la profecía y el hechizo” a la que alude Martín Palacio Gamboa en la contratapa. En efecto, hay mucho de un lenguaje oracular, en tanto lo mágico, lo misterioso, cobra un sentido prístino al articularse con la vivencia. Además de que ciertas imágenes, al repetirse (el número siete, incluyendo una clara alusión a los siete chakras en “Siete vidas”, la identificación de gatos y otros felinos como el otro masculino, el mismo uso de los colores en los títulos de las secciones del libro, etcétera), comienzan a generar un código interno en el corpus textual, lo que evoca aún más a un oráculo.

Pero también hay un linaje femenino que no es el sanguíneo, sino literario. En “Siete vidas”, seis poetas mujeres (Juana, Delmira, Marosa, Cristina, Hilda y Clarice, en alusión, respectivamente, a De Ibarbourou, Agustini, Di Giorgio, Peri Rossi, Hilst y Lispector) aparecen convocadas como en un aquelarre, sumando con la autora el cabalístico número 7. Aunque “Siete vidas” parezca un poco despegado estilísticamente del resto del libro (nada más que por ser el único texto en prosa), esta exploración dentro de lo femenino ancestral no es tan distinta a lo que después veremos, por ejemplo, en “Madre”.

Como señalaba Roberto Etchavarren en una reseña de este mismo libro, publicada en la revista web Extramuros, Machado rara vez utiliza encabalgamientos, siendo cada verso autosuficiente. No solamente eso, sino que muchas veces estos versos, por carecer de verbos, no son oraciones. En algunos casos hay poemas que carecen de verbos en su totalidad. En muchas ocasiones se trata de enumeraciones (“la prosperidad de mi lengua/ los animales blancos/ los animales negros/ los líquidos venenosos/ el agua límpida”) que acentúan el clima mágico del libro, funcionando como invocaciones o conjuros.

En todo el corpus textual, estas características funcionan en todas las secciones del poemario, y aunque la prosa poética de “Siete vidas” parezca desmarcarse, hay en ella un resumen del mundo simbólico en el que entraremos con el correr de las páginas.

En definitiva, se trata de un libro que nos ofrece otra perspectiva, acercándonos al pensamiento mítico y mágico, con un estilo a la vez maduro y fresco.

El canto blanco. De Melisa Machado. Montevideo, Estuario, 2022, 108 páginas.

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