Durante décadas, los demócratas fueron el partido que prometía ofrecer un nuevo orden social más progresista, con la reputación de ser el partido del “hombre relegado” y de todos aquellos que esperaban un cambio de situación. El Partido Republicano, por su parte, era el partido del orden, la estabilidad y el conservadurismo, el partido de la “mayoría silenciosa”.
Este año, esos papeles se han invertido más claramente que nunca. Los demócratas, que actúan como el partido del orden, advierten de los efectos desestabilizadores y caóticos de un gobierno republicano. Los republicanos, que actúan como el partido del cambio radical, exigen una modificación de las reglas de juego. Este gran cambio ha ido acompañado de otros dos, que muestran a los demócratas sacando ventaja tanto en apoyo popular como en donantes. Es el gran cambio de papeles de 2024.
El radicalismo económico de los republicanos
Si el Partido Republicano de Donald Trump es ahora el partido del cambio económico “radical”, como advirtió recientemente el Financial Times, su radicalidad no se parece absolutamente en nada al sentido que podría darle a la palabra cualquier izquierdista.
Las reglas de juego que pretende destrozar son, en su mayoría, las que ofrecen algo de dignidad y esperanza a inmigrantes, personas trans, mujeres y otros grupos oprimidos. El cambio que persiguen los republicanos tiene una dirección reaccionaria: sabotear la lentísima transición del país para salir de una economía basada en los combustibles fósiles, acabar con las protecciones de seguridad en el lugar de trabajo y los derechos sindicales, y repartir una nueva ronda de generosos recortes fiscales para los ricos.
Sin embargo, con Trump en ligera pero constante desventaja en las encuestas y desesperado por ganar, y de forma característicamente caótica, su campaña también ha empezado a articular un programa de derechas para los trabajadores. Combinado con el aire radical que acompaña a su campaña, de grandes cambios e incertidumbre, muchos verán en él, errada pero comprensiblemente, una promesa de mejores días por venir.
El programa derechista de Trump para los trabajadores incluye poner fin a los impuestos sobre las propinas (como forma de aumentar los ingresos de los trabajadores que reciben propinas, especialmente en Las Vegas, un campo de batalla clave); limitar las tasas de interés de las tarjetas de crédito al 10% –medio para aliviar el sufrimiento de los millones de estadounidenses para quienes el crédito fácil a menudo puede ser un salvavidas (y una política recogida, a sabiendas o no, de Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez)–; eliminar los impuestos sobre el trabajo en horas extras, lo que aumentaría el salario neto para aquellos que trabajan horas extras; el restablecimiento de altos aranceles a las importaciones extranjeras, despertando las esperanzas de muchos en la América del Rust Belt que sueñan con que los empleos industriales vuelvan a Estados Unidos.
Todo esto, acompañado del ataque a la independencia de la Reserva Federal, a la que Trump culpa en parte de los actuales problemas económicos del país, y una agenda antiinmigrante y a favor de la industria de los combustibles fósiles, promocionada como parte de un plan de empleo para los ciudadanos estadounidenses trabajadores.
Por supuesto, cada punto del programa de Trump para los trabajadores debería ir acompañado del tipo de advertencia que podemos oír en los anuncios de medicamentos con receta. Por ejemplo, la letra chica de “acabar con los impuestos sobre las propinas” debería ser: tendrá poco efecto a menos que también acabe con los impuestos de la seguridad social sobre las propinas, en cuyo caso afectaría los ingresos de jubilación de los trabajadores que reciben propinas. “Limitar los tipos de interés de las tarjetas de crédito”, de igual manera, debería ir acompañado de “Advertencia: puede reducir la disponibilidad de crédito para las familias con bajos ingresos, empujándolas potencialmente a recurrir a prestamistas informales aún más inescrupulosos para obtener fondos de emergencia”.
Para la propuesta de “eliminar los impuestos sobre las horas extraordinarias”, la advertencia debería ser: “Puede hacer que los empresarios reclasifiquen a los trabajadores asalariados como trabajadores por horas para reducir sus obligaciones fiscales, lo que afectaría gravemente los ingresos federales, preparando más recortes del gasto social en favor de los trabajadores en el futuro”. Y para “restablecer los aranceles”, la leyenda “puede causar graves efectos secundarios, como un aumento importante de los precios de los productos esenciales para las familias con rentas más bajas, y puede no recuperar los puestos de trabajo industriales”.
Durante años, los demócratas han prometido hacer más asequible la sanidad y recuperar los empleos bien remunerados. Cada vez menos gente de clase trabajadora les cree. Para estos votantes, un programa novedoso como el de Trump –quizá precisamente porque los expertos y las élites lo denuncian con tanto vigor– podría resultar atractivo.
El conservadurismo económico de los demócratas
Kamala Harris, por su parte, ha intentado ser a la vez la candidata de la estabilidad –la anti Trump que gobernará con sensatez y paciencia– al mismo tiempo que la candidata del cambio. Es una línea difícil de caminar. La solución a este reto en la que parece haberse instalado su campaña se plasma en su principal eslogan: “No vamos a volver atrás”.
La referencia a no volver al primer mandato de Trump es clara, pero también es cuando menos ambivalente sobre cómo podría ser el futuro. “No vamos a volver atrás” no es un “cambio en el que podamos creer”, como rezaba el eslogan de Obama. De hecho, tiene una inquietante resonancia con el eslogan (semi)secreto de la candidatura de Joe Biden para 2020: “Nada cambiará realmente”. No es de extrañar, pues, que mientras Harris hace todo lo posible por tranquilizar a Wall Street sobre su intención de gobernar a la derecha del presidente en funciones, se haya ganado el apoyo de republicanos conservadores como Dick Cheney.
Lo que resulta especialmente enloquecedor es que, cuando Harris ha hecho concesiones a la necesidad de hacer campaña con una mayor plataforma de “cambio” para los trabajadores, ha sido subiéndose al carro de Trump en lugar de defender agresivamente el programa genuinamente progresista presentado por Bernie Sanders en la Convención Nacional Demócrata de este verano. El plan de Trump para abolir los impuestos sobre las propinas se convirtió también en el plan de Harris. El compromiso republicano de defender el fracking para salvar puestos de trabajo en Pensilvania se convirtió también en el compromiso de Harris (a pesar del hecho de que no más de 20.000 personas en Pensilvania están empleadas, directa o indirectamente, en la industria, y los habitantes de ese estado se están volviendo cada vez más en contra de la práctica). Lo más preocupante es que la agenda de Trump de tomar medidas enérgicas contra la inmigración para reducir la competencia laboral se ha convertido también en la agenda de Harris.
A pesar de todo esto, la táctica de Harris parece estar funcionando, al menos hasta cierto punto. La profunda insatisfacción con la economía, combinada con la posición de Trump como candidato del cambio radical en cuestiones económicas, puede estar manteniendo la elección excesivamente reñida. Pero es Harris quien lleva la delantera (aunque por poco) en las estimaciones más recientes de los resultados del Colegio Electoral y en los mercados de apuestas, y es Harris quien, dejando a un lado las cuestiones económicas y observando los sentimientos generales de la gente sobre la carrera, es vista más como la candidata del “cambio”.
Cambio de papel, cambio de suerte
Durante los 40 años transcurridos entre 1968 y 2008, hubo al menos tres hechos claros en la política estadounidense: en primer lugar, los republicanos eran los grandes favoritos en las elecciones presidenciales (el Partido Republicano ganó siete de cada diez elecciones en esos años, dos de ellas por goleada). En segundo lugar, los republicanos eran el partido de los conservadores, que se enfrentaban a la historia gritando “basta”. Y en tercer lugar, los demócratas eran los menos favorecidos en la recaudación de fondos, siendo superados en gastos de campaña por los republicanos, a veces por márgenes bastante significativos.
Ambos papeles y fortunas han cambiado. Desde 2008 los demócratas han ganado tres de las cuatro elecciones presidenciales, y el voto popular en las cuatro. Los candidatos presidenciales demócratas, no los republicanos, tuvieron una ventaja significativa en recaudación (en 2008, 2012, 2016, 2020, y de nuevo este año); en 2016, Trump dependió más de pequeños donantes que Biden. Y los demócratas son ahora el partido que lucha por conservar y arreglar lo que existe, frente a un Partido Republicano que promete cambios de raíz.
Si lo que Trump está vendiendo este año es suficiente para asegurarle la Casa Blanca, se deberá en parte a que suficientes votantes enfadados del centro lo ven como el candidato que podría reescribir las reglas de la economía a su favor. Y todas las advertencias de las élites sobre lo peligroso que es y sobre lo radicales que son los cambios que promete sólo pueden servir para aumentar la confianza de mucha gente en que los cumplirá.
Por otra parte, Trump podría darse cuenta muy pronto –y la campaña de Harris debe estar contando con ello– de la verdad que a menudo ha atormentado a los partidos radicales: el salto a lo desconocido da miedo. Con demasiada frecuencia, el partido del orden tiene ventaja. Para algunos (especialmente los ideológicamente comprometidos), el cambio drástico puede ser un riesgo que merezca la pena correr. Pero para muchos, “lo primero es la seguridad” es la respuesta natural cuando se habla de transiciones hacia territorios desconocidos. Y en 2024 eso puede ser una buena noticia para los demócratas, el nuevo partido de los conservadores.
Este artículo se publicó en Jacobin con traducción de Florencia Oroz.