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Donde cuida capitán no toca marinero

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¿Por qué dudar de la eficiencia que las Fuerzas Armadas (FFAA) podrían brindar en la custodia de plantaciones legales de marihuana? Nadie podría cuidarlas mejor que esa amplia cantidad de gente ociosa y de recursos desparramados por todo el país, con poder de miedo.

Sería una buena oportunidad para que las FFAA demuestren al imaginario colectivo que no son los verdes tiranosaurios que algunos quieren ver. Podrían enseñar su madurez cumpliendo un mandato democrático, protegiendo el cultivo de empresas y cooperativas, siendo eficientes y transparentes custodios. Además, saldrían en la foto del nuevo Uruguay pletórico de derechos. Serían parte de ese experimento innovador al que todo el mundo parece ponerle ojo. Los medios de comunicación se relamerían con esa contradicción de que los soldados cuiden de la hierba. Iconográficamente sería la escenificación de que la guerra contra las drogas perdió el partido. Los relacionistas públicos uniformados lo deberían pensar seriamente.

Las plantas de marihuana tienen un alto valor en la calle. Actualmente 25 gramos de sus flores oscilan entre los 2.000 y los 3.000 pesos y las plantas se roban en todo el país, sobre todo en esta época de precosecha. ¿Habrá una respuesta uniforme de la Policía nacional contra los ladronzuelos de las muy legales seis plantas hembras que ya se pueden cultivar en el hogar uruguayo? He ahí un nuevo conflicto para la seguridad interior.

Para las actuales autoridades el tema de la seguridad es otro: la hipótesis de sabotaje, inspirada en la costumbre belicista de la guerra contra las drogas y, sobre todo, en el potencial daño a los cultivos, organizado por un eventualmente ofuscado competidor (el microtráfico metropolitano organizado). Además, se vislumbra que si las FFAA participaran en el negocio se reducirían sensiblemente los costos en la producción. Y eso es relevante porque el combate gubernamental a la marihuana del narco no será fusil en mano, será más bien una competencia de precio y calidad.

El ministro de Defensa Nacional, Eleuterio Fernández Huidobro, se mostró confiado en que la marihuana se plante en predios de su secretaría de Estado cedidos en comodato a los cultivadores de la nueva caña uruguaya sin azúcar. El jerarca fue el primero en abrir el paraguas después de que el presidente José Mujica dijera la semana pasada, escuetamente y en condicional, al diario chileno La Tercera: “Tratamos de aprovechar lo que tenemos. Se va a cultivar [...] seguramente en un predio de las FFAA. Probablemente habrá productores privados, pero bajo determinadas condiciones”. Según admitió Fernández Huidobro la semana pasada en diálogo con Radio Sarandí, “el riesgo es la coima para el ingreso y la salida” de marihuana y de gente de los cuarteles.

Razones sobran para cuestionarse si militarizar la seguridad de la marihuana es efectivamente lo mejor. Basta con leer las observaciones de la Auditoría Interna de la Nación para conocer al aparato militar cuando maneja los recursos que la sociedad le brinda. Basta con mirar fuera del país para ver qué pasa cuando los militares toman el control de las drogas: aparece la corrupción, aumenta el tráfico ilícito y se pisotean los derechos humanos. Perú, Colombia, México y Afganistán saben de eso. Además, es muy probable que las FFAA no quieran saber de nada con otras drogas que no sean el alcohol, el tabaco y el mate, porque son el último eslabón en la defensa armada contra las drogas del crimen organizado.

Aunque todavía no se sabe exactamente de qué manera y dónde se va a plantar la marihuana, las figuras más representativas del Poder Ejecutivo dan su preferencia a los predios militares, y eso tiene lógica. Es verdad que no debería ser posible sustraer una sola flor de las plantaciones. Además, la seguridad será más barata que si se contratara un aparataje privado y constituirá un efectivo agente disuasivo ante un eventual robo o ante el sabotaje que hipotetizan algunos en la Torre Ejecutiva.

Aunque es posible que la propuesta sea loable y esté inspirada en las mejores intenciones, lo que parece privilegiar es el Estado de control. Ése que engorda con la ola de inseguridad, el que presume de contenerla con el malecón de la violencia pública y también privada. Es el mismo espacio discursivo que siente a la regulación de la marihuana, ahora legal pero aún hermanada con el campo del delito por el imaginario social, como una nueva amenaza contra su seguridad personal y/o moral. También por eso los usuarios, quienes cultiven en gran escala y los clubes sociales estarán registrados. Por eso las plantas que alimenten las farmacias serán clones de cinco variedades de cannabis. Hay una considerable porción de la población que pide mano dura contra el crimen, contra “los menores”, contra los que duermen en la calle y contra quienes están pasados de rosca; también contra las drogas.

Desde ese espacio de sentido, en el que la agenda de seguridad es impuesta por una hegemonía discursiva conservadora, la marihuana debe ser vigilada por militares. Lo demás está por verse.

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