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Ramiro Alonso

La “generación del 68”: el compromiso ético con la revolución

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Dínamo | A 50 años del 68.

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En 1968 el mundo estaba en ebullición. Cambios acelerados y la noción de que todo podía cambiar rápidamente sacudían muchas áreas a la vez, desde la economía hasta la cultura (y, en esta, desde la sexualidad hasta el arte). Los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial inventaban diversas maneras de ser jóvenes que, en el marco de una incipiente globalización y pese a importantes diferencias, esbozaban un “nosotros” inédito. Entre la terrible naturalización de la violencia política y las reacciones pacifistas sabemos quién ganó la pulseada: en América Latina, sin ir más lejos, poco después comenzaron largas dictaduras terroristas. Pero en otros terrenos los cambios abrieron camino a nuevas formas de conciencia y de relación con el mundo; a otras maneras, por ejemplo, de ser mujer o de ser izquierdista. Sin embargo, medio siglo después, hasta los más jóvenes de aquellos jóvenes son ya veteranos. ¿Qué podemos aprender, rescatar o rechazar, ahora, de lo que vivieron? Por ahí explorarán las notas de Dínamo en este mes de mayo, que quedó como símbolo del simbólico 68.


Entre 1955 y 1973 Uruguay se despeñaba desde la “Suiza de América” hacia la dictadura militar. En la segunda mitad de los 60, una sensación inédita se apoderaba de los uruguayos y despertaba su indignación: se vivía peor que antes. Apenas diez años antes, muchísimas familias de las amplias capas medias podían aspirar al techo propio, al auto, a la casita en la playa. Pero en ese momento, la desocupación creciente, los salarios congelados y los precios en alza continua barrían la capacidad de ahorro y cancelaban las expectativas de progreso. A modo indicativo, notemos que en 1967 la inflación fue de 136% y al año siguiente alcanzaba a 180%. Los hijos de profesionales, comerciantes, pequeños empresarios, empleados públicos, docentes, bancarios, obreros calificados sentían que las promesas de un futuro mejor se evaporaban para siempre. La proverbial convivencia relativamente armoniosa de los uruguayos, desprovista de sus asideros materiales, se degradaba a ojos vistas; las tensiones sociopolíticas ingresaban en una espiral ascendente, se instalaba un clima de protesta y confrontación endémicas. El entierro de Líber Arce simbolizaría la sepultura del Uruguay liberal.

Los que tenían entre 15 y 25 años en 1968 experimentarían en carne propia la zozobra de ese cambio de época. La infancia de los menores y la adolescencia de los más grandes había tenido lugar bajo las luminarias del último neobatllismo. La adolescencia de aquellos y la juventud de estos transcurriría en un país latinoamericanizado: inseguridad económica, insatisfacción generalizada, incertidumbre, confrontación social y autoritarismo crecientes. Buena parte de los jóvenes de esa franja etaria se sublevó contra “el sistema” y se comprometió en cuerpo y alma con “la revolución”, en cuyo advenimiento creerían con esa fe que mueve montañas. ¿Cómo sucedió tal cosa, y en tan poco tiempo? La intención de responder a esta pregunta guiará esta nota.

Las elecciones de noviembre de 1966 consagraban el retorno del Partido Colorado al gobierno luego de dos períodos blancos consecutivos, pero el viejo espíritu batllista ya no estaba. Los colorados seguirían dando pasos en la senda abierta por los gobiernos nacionalistas precedentes: el abandono del viejo Estado benefactor. Ambos partidos tradicionales hicieron causa común en una reforma de la Constitución que otorgaba más poder al Poder Ejecutivo en desmedro del Legislativo; blancos y colorados clamaban por un Estado que enfrentara firmemente la protesta social en ascenso. La repentina muerte del presidente Óscar Gestido, en diciembre de 1967, puso en el sillón presidencial a su vice, Jorge Pacheco Areco, personaje sin relieve político y portador de un simbólico pasado de boxeador.

A la semana de asumir la presidencia, el Bocha Pacheco decretaba la ilegalización de varios grupos de izquierda y la clausura de dos periódicos. En adelante recurriría incesantemente a las Medidas Prontas de Seguridad, una modalidad de Estado de excepción consagrada en el artículo 168 de la flamante Constitución. Esta habilitaba al gobierno a encarcelar a quienquiera que, a su criterio, constituyera una amenaza al “orden público”; podía suspender derechos y garantías individuales, podía censurar a la prensa y prohibir toda información sobre paros o huelgas. Pacheco hizo todo eso y mucho más; desde diciembre de 1967 hasta el golpe de Estado de 1973, el país sólo conocería 101 días sin Medidas Prontas de Seguridad. El régimen contaba con el apoyo expreso de las cámaras empresariales, interesadas en sofocar la protesta sindical en ascenso. La represión a manifestaciones obreras y estudiantiles, la brutalidad policial y el recurso a la tortura se harían rutina. La tradicional institucionalidad uruguaya, orgullo histórico nacional, parecía a punto de colapsar.

La airada y masiva protesta popular contra el gobierno de Pacheco puede entenderse como reacción al hondo malestar económico y social que se colaba puertas adentro de los hogares uruguayos. Tales protestas ya se hacían oír desde las anteriores administraciones blancas, y en los inicios del nuevo gobierno la única novedad era su mayor intensidad. Pero a partir de mayo de 1968 sucede algo inédito: miles de adolescentes toman por asalto las calles montevideanas con inusitado entusiasmo. Significativamente, el motivo inicial –el anuncio de un aumento en el precio del boleto estudiantil– pasará al olvido en semanas. Pronto será cuestión de revolución y de “hombre nuevo”, de socialismo, de erradicación duradera de la injusticia, y también de sesudos debates teóricos basados en textos de Marx, Lenin, Trotski, Mao, el Che Guevara y otros. En los meses siguientes, gran parte de aquellos estudiantes movilizados se incorporará a la militancia encuadrada en grupos con programas de revolución social. De pronto, a ojos de los jóvenes contestatarios, las añejas aspiraciones de justicia y libertad duraderas parecían descolgarse del firmamento utópico para bajar a tierra e inspirar programas de acción inmediatos y –pretendidamente– realistas. La realización de aquellas aspiraciones se les presentaba mucho más próxima de la certidumbre que de la utopía. De allí se desprendía que “la revolución” era tan irremisible como irrenunciable el compromiso con ella.

Hasta ahora hemos aludido a aprietos económicas, a palos y balas policiales, a la reactivación de viejas utopías revolucionarias. Pensamos que tales circunstancias fueron condiciones necesarias aunque no suficientes para engendrar ese estado de exaltación juvenil persistente; el cuadro debe completarse con la confluencia de procesos en curso desde hacía unas cuantas décadas. Pasemos raya de tales procesos.

En 1917, los bolcheviques rusos, con Lenin a la cabeza, habían liderado una revolución que barría con siglos de despotismo zarista. El nuevo Estado obrero y socialista se disponía a terminar, tarde o temprano, con la desigualdad entre clases. Muchos millones de personas en el mundo creerían firmemente, y durante décadas, que se anunciaba una nueva era. El fin de todas las miserias humanas –en la Unión Soviética y en el mundo entero– se aproximaba a pasos de gigante. Cincuenta años más tarde, muchos pensaban que el poder real en Moscú estaba en manos de burócratas, que los crímenes del estalinismo habían ahogado en sangre el sueño socialista, y que las invasiones soviéticas a Hungría en 1956 y a Checoslovaquia en 1968 tenían poco que envidiar a los afanes imperialistas de su rival histórico, Estados Unidos. Pero con una diferencia nada menor: la Unión Soviética respaldaba las luchas anticolonialistas en el Tercer Mundo, daba apoyo político, económico y militar a los argelinos en pie de guerra contra el ocupante francés, a los movimientos de liberación africanos, asiáticos y latinoamericanos, a los vietnamitas contra los imperialistas norteamericanos, a los palestinos contra Israel.

Luego de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se abrirían paso las luchas de liberación en los países africanos colonizados por las potencias europeas desde el siglo anterior. No pocos iban más allá, enarbolando programas de tinte nacionalista y aun socialista, independientes de las grandes potencias. En 1954 Vietnam había expulsado de su territorio al ocupante francés, en 1962 Argelia hacía lo propio, y pocos años más tarde los vietnamitas impondrían una derrota humillante al coloso estadounidense. Así, en aquel mundo bipolar con fuerte presencia del “tercermundismo”, el derrocamiento de las oligarquías locales apoyadas por el “imperialismo norteamericano”, logrando –antes, durante o después– el respaldo del “oso ruso”, era un propósito muy razonable. Y allí estaba Cuba para mostrar que no se trataba de suposiciones afiebradas.

La adhesión concitada en esos años entre miles de jóvenes por propuestas de rebelión armada inspiradas en la peripecia cubana, en Uruguay como en el resto del continente, fue enorme. Desde el primer día de 1959, aquel pequeño país típicamente latinoamericano, pobre y dependiente, situado a escasos 20 minutos de vuelo de la costa estadounidense, dominado por un régimen corrupto y sangriento, pasaba a ser controlado por un puñado de guerrilleros decididos. Tocaba su fin una de las dictaduras más longevas y crueles de la región. Pronto, los “barbudos” proclamarían el inicio de un camino hacia el socialismo; su líder indiscutido, Fidel Castro, se declararía marxista leninista, y los revolucionarios cubanos brindarían su apoyo doctrinario, político y aun logístico a la rebelión armada en el continente americano, con el propósito evidente de repetir la hazaña. Si una guerra de guerrillas rápida y eficaz había asegurado el triunfo en Cuba, ¿por qué no intentarlo en otras partes? ¿Por qué seguir apostando a elecciones enmarcadas en sistemas institucionales débiles, por qué desgastarse en Parlamentos estériles y corruptos? ¿Acaso el ejemplo de Ernesto Che Guevara, a pesar de su derrota en la selva boliviana en octubre de 1967, no señalaba un camino que podía y debía recorrerse? ¿Cuántos eran los que, a lo largo y a lo ancho de América, empuñaban las armas para luchar por la liberación nacional y social, para crear “dos, tres, muchos Vietnam”, tal como lo había predicado y practicado el Che?

Queda así esbozado el escenario mundial en el que se desplegó ese inusual protagonismo de adolescentes y jóvenes en las protestas masivas contra el gobierno por decreto. Volvamos a la aldea montevideana para considerar otra circunstancia local que debió operar como detonante de la explosión. Desde la década de 1940 la educación funcionaba como “ascensor social” para numerosas familias de capas medias y de trabajadores industriales. Pero en los años que preceden al estallido de 1968, las posibilidades de movilidad ascendente se estrechaban con rapidez. Y para empeorar las cosas, la población liceal había crecido sin parar. Entre 1941 y 1959 se multiplicaba por cuatro, y mientras que en 1960 los liceales no llegaban a 60.000, 12 años más tarde ya eran más de 146.000. Caería en descrédito el relato adulto sobre las posibilidades de futuro, muchos sentirían que no bastaba con la indignación ante la injusticia y las desigualdades sociales: había que hacer algo, y pronto. El compromiso aquí y ahora se convertiría en santo y seña de un número creciente de jóvenes.

Su infancia había transcurrido en hogares sin penurias económicas, y pocos años más tarde sufrirían los efectos de una drástica reducción de ingresos y su correlativa pérdida de calidad de vida. A diferencia de lo ocurrido en otras partes del mundo en 1968, la explosión estudiantil uruguaya no se vistió de conflicto generacional. La indignación de esos jóvenes se dirigía contra el “sistema” que también se había burlado de sus progenitores. Los hijos hicieron causa común con los padres: “Se derrumbaba el país de tus abuelos, a tus padres alguien les tomaba el pelo”, escribe con agudeza Leo Maslíah, él mismo montevideano coprotagonista de aquella sublevación adolescente.1 Esos jóvenes rebeldes dispuestos a ocupar roles de adulto se tomaron muy en serio la transformación del mundo aquí y ahora; llamaban al compromiso revolucionario, debatían sobre estrategias políticas y vías de acceso al poder, sobre la organización de las masas, sobre el derrocamiento del “orden burgués”.

Buena parte de la “generación del 68” creyó en la revolución, se jugó el pellejo sin medir riesgos, transformó entusiasmo en militancia sostenida; unos cuantos perdieron la vida, muchos sufrieron brutales torturas, años de prisión y exilio. Creían en la victoria de sus proyectos revolucionarios, pero sabían también que podía pasarles lo que les pasó. Medio siglo más tarde, ¿cómo recordarlos? ¿Fueron rebeldes desquiciados, héroes inalcanzables, tontos manipulables? Tal vez nada de eso sino, simplemente, hijos de su tiempo.

François Graña es doctor en Sociología.


  1. “Golondrinas”, Leo Maslíah (1984). 

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