Con eslóganes como “pan para hoy y más pan para mañana”, el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP) se dedica desde ya hace algunos años a defender lo que considera uno de los lineamientos estratégicos fundamentales de su propuesta de “Uruguay agrointeligente”: la “intensificación sostenible”.
El 5 de julio, el ministro Enzo Benech y jerarcas del MGAP visitaron la Comisión de Ganadería de la Cámara de Senadores con el objetivo de compartir la visión de su cartera sobre el proyecto que promueve un Plan Nacional de Agroecología.1 A pesar de que la propuesta está en el programa de gobierno del Frente Amplio y descansa en comisión desde agosto de 2016, el ministro y sus directores dedicaron la mayor parte de su comparecencia a dar a conocer las políticas que se implementan, sembrar dudas sobre el proyecto y aclarar al mismo tiempo cuál es su lectura del presente y el futuro del desarrollo productivo del país en este sector.
Hoy estamos frente a un país agroexportador en la mayor parte de los rubros y que en los últimos años ha sufrido un gran cambio tecnológico, quizá a nivel de revolución para la historia agrícola nacional. Sin embargo, este cambio (que más bien ha consistido en la adopción de paquetes tecnológicos) ha alcanzado niveles récord de productividad por unidad de superficie productiva sobre la base de una enorme utilización de insumos.2
Estos sistemas no solamente están teniendo un fuerte (y creciente) impacto ambiental –especialmente sobre las aguas, pero también sobre suelos y biodiversidad– sino que combinan grandes dificultades para generar resultados económicos satisfactorios con una baja flexibilidad de sus esquemas tecnológicos para adaptarse a la coyuntura climática y económica. Como se desprende claramente de la exposición del ministro y sus colegas, la respuesta de la política pública ha apostado por esta “intensificación sostenible” que en definitiva busca algo que a la postre se presenta esquivo: aumento de los niveles de productividad y disminución de los impactos ambientales.
No sólo parece un error pensar que la resolución de problemas económicos y ambientales de nuestros sistemas productivos pueda venir solamente de la mano de un incremento de la productividad en sistemas con una alta dependencia de insumos, sino que la evidencia sencillamente no acompaña. Para muestra, generalmente basta un botón: allí está el arroz con sus productividades récord a nivel internacional y su aparente incapacidad de salirse de los números rojos.
La experiencia de Uruguay, además, no es única. En un estudio interdisciplinario publicado en Nature Sustainability el mes pasado, en el que se analizan casos en América Latina, África y Asia, se afirma que “a pesar de que la intensificación de la agricultura es a menudo considerada la columna vertebral de la seguridad alimentaria y la sostenibilidad agrícola, la realidad es que dicho fenómeno con frecuencia socava condiciones fundamentales para el mantenimiento de la producción estable y a largo plazo de alimento, incluyendo la biodiversidad, la formación de suelo y la regulación hídrica”.
Desafortunadamente, los problemas de adoptar acríticamente este modelo existen y la capacidad de fiscalizarlos se muestra escasa e insuficiente, como dejan entrever las apreciaciones del ex decano de Agronomía (ahora director de Recursos Naturales)3 Fernando García-Préchac, y el crecimiento constante en las denuncias ambientales.4 Para algunos, la necesidad de un cambio es evidente y la noción de que avanzaremos en sustentabilidad sólo “controlando” este modelo y no jugándonos por las alternativas ya no resulta suficiente.
Lo que nos hace falta es que los temas ambientales pasen de tener un lugar accesorio y estético a constituirse en aspecto central, incorporado integralmente en las políticas de desarrollo productivo. Es imperativo desarrollar políticas que den un fuerte impulso y apoyo a los sistemas de producción alternativos. Hace falta pensar el país agropecuario en clave sistémica, con una fuerte centralidad en una genuina (y no solamente declarativa) solidaridad ambiental intergeneracional. Esto implica considerar sistemas orgánicos y agroecológicos. Negar (o minimizar) los impactos ambientales que genera la cantidad de agroquímicos utilizados y sus prácticas asociadas es negar la realidad y, sobre todo, hacerse trampa al solitario.
Para que nuevos sistemas de producción sean capaces de formar parte integral y central del país agrointeligente, hace falta no sólo salirse de una rigidez tecnológica que no sabe pensarse sin la existencia de agroquímicos, sino pensar en llevar a cabo un fuerte impulso de desarrollos científicos y tecnológicos que permitan sustentar un cambio productivo real. La producción de conocimiento para encontrar y probar alternativas más armoniosas con el ambiente depende, antes que nada, de una voluntad política como la que se expresa en el proyecto a consideración de nuestros legisladores.
Por supuesto, una política de Estado no puede estar pensada desde una posición antagónica de lo rural hoy, o tener como punto de partida silogismos categóricos según los cuales los productores que utilizan agroquímicos son los enemigos de la sociedad y de la naturaleza. Es necesario construir acuerdos que partan de entender las realidades socioambientales de las distintas regiones agropecuarias del país y apostar a la creación de una cultura de cuidado de la naturaleza que tenga que ver más con la calidad de vida de las personas. Esto supone trabajar para una agricultura cuyo centro esté en las tecnologías de procesos y la calidad del producto, en vez de apostar por un incremento de la productividad persiguiendo volúmenes que no logran competir con los grandes países agroexportadores.
Mientras el glifosato ha sido incluido en la lista de posibles cancerígenos de la Organización Mundial de la Salud y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación ha definido a la agroecología como estratégica para el desarrollo agrícola futuro, el ministro Benech expresa públicamente que “no es posible producir sin agroquímicos” y la directora de Granja los compara con aspirinas.5
Una política pública de izquierda, antes que nada, debe alentar la esperanza. Podemos, y debemos, mejorar.
Andrés Carvajales es biólogo y Ezequiel Jorge es agrónomo. Ambos integran el sector Casa Grande del Frente Amplio.
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Ver “MGAP presentó reparos a proyecto de agroecología”, en la diaria del 10/07/18. ↩
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Aunque se registra una disminución durante los últimos tres ejercicios agrícolas, la tendencia global muestra un incremento significativo en la importación de agroquímicos en relación a 2005. Disponible en: tinyurl.com/y8kayn7e. ↩
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García-Préchac compartió en su presentación a los senadores cifras sobre la fiscalización de los Planes de Uso y Manejo del Suelo. Si bien la cobertura de la política se presenta como alta, menos de 10% de los planes se han fiscalizado y la tasa de incumplimiento alcanza 40%. ↩
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Ver Río Abierto: “Denuncias ambientales incrementan año a año”, en la diaria del 26/06/18. ↩
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Con posturas y comparaciones de esa naturaleza, a uno no le sorprende encontrarse con climas de opinión como los que comparte Samuel Blixen en su artículo “Sin atajos bucólicos”, el año pasado en el semanario Brecha. Disponible (para suscriptores) en: brecha.com.uy/sin-atajos-bucolicos ↩