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Desde Buenos Aires: El derecho a vivir en paz

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En Buenos Aires muere gente en la calle. La violencia de las fuerzas de seguridad y la desidia estatal asesinan. En las últimas semanas hay muertes que interrogan y nos recuerdan que habitamos una exclusión que produce tragedias que no cesan.

Una persona muere por hipotermia en las veredas porteñas. Se sabe, la causa no es el frío sino la pobreza, la marginalidad y la impunidad de un Estado ausente, lo que produce que en las calles de la ciudad quede gente tirada y sin vida. Al poco tiempo otra persona muere por un brutal ataque policial. El hombre estaba ebrio e iba caminando por una bicisenda. El aparente delito parece haber sido mostrar un cuchillo. Al recibir la patada mortal en el pecho, la víctima tenía sus manos en la espalda, sin producir amenaza posible. Se sabe, la causa de la muerte no son unas copas de más o la mala suerte del golpe mortal de la cabeza sobre el asfalto. La bestialidad policial produjo un nuevo asesinato. En esos mismos días un señor mayor, que sufre una enfermedad senil, se lleva de un supermercado dos chocolates, un aceite y un queso sin pagar. La seguridad del lugar lo termina asesinando a golpes por lo que considera un robo. Un queso, un aceite y dos chocolates no son la causa de la muerte. Se sabe, la complicidad estatal con fuerzas de seguridad privadas da vía libre a todo tipo de canalladas.

¿Cuándo se llega al límite de lo permitido? ¿Todas las vidas valen lo mismo? ¿O hay vidas que valen más? ¿La vida de los pobres vale menos? ¿La de los viejos? ¿La de los linyeras? ¿La de los enfermos?

Se puede decir que nuestra sociedad defiende la vida, que le duelen las injusticias y una cantidad de verdades ciertas y relativas a la vez. Muchas veces sólo afirmaciones políticamente correctas. Lo cierto es que estos hechos suceden y se repiten. Muchos y muchas se acostumbran y lo naturalizan. Y hay quienes hasta pueden llegar a fundamentar su existencia. Convivimos con estos modos de la muerte. Está a la vista. Nada es oculto. Negar su existencia es necedad. Y andar por el mundo distraído no aliviana responsabilidades colectivas.

En Argentina, el Estado incumple la ley todos los días. Este acto no es patrimonio macrista, sino una de las principales deudas de la democracia posdictadura. Pero la tragedia actual es que el gobierno utiliza la violación del estado de derecho cómo una política pública. Y entonces, las muertes por distintos modos de la violencia estatal se naturalizan y asumen como algo propio de la cotidianidad en la que vive la sociedad.

Un artilugio perverso se repite: las víctimas son las principales responsables. Podemos reconocer distintos modos de aplicación de esta política pública. Santiago Maldonado es responsable de ejercer su derecho a la protesta y por eso estuvo desaparecido por más de dos meses, luego de una represión de Gendarmería en tierras mapuches. Rafael Nahuel no es asesinado por un tiro en el glúteo al escapar de la represión de Prefectura, defendiendo su comunidad en Bariloche, sino que muere por interferir un operativo de seguridad. El niño de 12 años Facundo Ferreira no es fusilado de un balazo en la espalda por la policía de Tucumán, sino por estar en una moto bajo aparente estado de sospecha.

Desde diciembre de 2015 se triplicaron los casos denominados gatillo fácil. Desde esa fecha las distintas fuerzas de seguridad sienten el aval gubernamental para resolver contiendas a su antojo, disparar por la espalda o mirar al costado en casos de linchamiento. En su mayoría, pobres con uniformes que asesinan a otros pobres. El neoliberalismo no sólo es una política económica de exclusión para las mayorías, sino también un modo violento de organizar la sociedad.

Es interesante recordar que cuando Mauricio Macri ganó la jefatura porteña, en 2007, creó la UCEP, cuyas siglas significaban “Unidad de Control del Espacio Público”. Funcionaba como un grupo parapolicial que se dedicaba a amenazar y apalear a la gente en situación de calle. Sin metáforas. Era un grupo de tareas que limpiaba la vía pública de linyeras y familias que ahí vivían. La cantidad de denuncias y algunos escándalos hicieron que el gobierno clausurara esta unidad, pero indudablemente en su ADN continúa el desprecio por la vida de los otros y las otras. Otros y otras que –vaya casualidad– siempre son pobres, militantes, indígenas, mujeres, trabajadorxs, feministas o migrantes.

Los habitantes de la ciudad o quienes transitan cotidianamente sus calles son testigos de esta forma de la organización social. La paradoja o la hipocresía es que sucede en una sociedad en la que una parte muy importante se sigue autopercibiendo civilizada, culta y respetuosa de las diferencias. En muchos casos, además, alega diferencias con respecto a provincias denominadas “feudales” y “atrasadas”. Civilización y barbarie, entonces, no es un mito, sino una dicotomía presente que actúa como modo de representación social.

Cada escena violenta de las fuerzas de seguridad o cada acto de justicia por mano propia interpela a los movimientos populares y progresistas en lo más íntimo de sus convicciones. Una tragedia fundamental se presenta. ¿Cómo hacer para construir relaciones humanas bajo otros paradigmas, sin echar sólo culpas al capitalismo como reservorio de todos los males que justifican nuestros límites o incapacidades? ¿Es posible?

No es fácil mirarse al espejo de la vergüenza. Los muertos de estas semanas no son los mismos muertos que aquellos que pertenecen a organizaciones. Lo sabemos. Es difícil aceptarlo, pero hay que decirlo. Todos y todas tenemos algunos nombres presentes. Pero difícilmente recordemos los nombres Sergio Zacariaz, Vicente Ferrer o Jorge Gómez. Hay muertos sin nombre ni rostro. Sus historias se pierden. La mayoría de la sociedad prefiere no conocerlas, ignorarlas u olvidarlas.

La muerte existe, se presenta casi cotidiana y se propicia desde gobiernos violentos y de odio como el de Macri y gran parte de la derecha continental. Pero algo debemos tener claro: estos hechos anidan en la sociedad. Es probable que un gobierno progresista impida este tipo de violaciones o las condene de forma tal que las fuerzas de seguridad se cuiden en su accionar. Lo que no se puede ignorar es que están ahí, latentes, dispuestas a salir apenas se cumplan las condiciones. Esa es la cuestión de fondo que no debemos obviar ni mirar al costado. Se sabe, es más fácil ganar una elección que cambiar este modo de acción. Pero ambas cosas hoy son imprescindibles. Es una pura necesidad humana y política. No podemos definirnos como sociedad democrática mientras estos hechos sucedan y el Estado siga incumpliendo leyes básicas. Es una necesidad indispensable que estos actos puedan frenarse. Nuestras sociedades no pueden seguir viviendo en un nivel de violencia y desprecio a la vida que da vergüenza y profundiza tragedias sociales. Es una obligación ineludible de cualquier gobierno que se identifique con una perspectiva popular, progresista y democrática.

Mariano Molina es periodista argentino.

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