Volví a Uruguay hace poco menos de una semana, después de un corto tiempo en Brasil, país que no está, hasta el momento, entre los “destinos de riesgo” que obligan a mantener aislamiento obligatorio durante catorce días. Al llegar a casa, de madrugada, me encontré con una cartelera improvisada en el espejo del hall de entrada del edificio. Una hoja de papel blanco garabateada en diversos colores chillones, con letras primorosamente gorditas, asteriscos y detalles vistosos en abundancia, invitaba a los vecinos (a les vecines) a presentarse, mediante el recurso de escribir el nombre y el número de apartamento en post-its especialmente dispuestos. Pero como la cosa era menos la presentación que el entretenimiento (“en esta época donde la SOLIDARIDAD y la BUENA ONDA” son tan importantes), la invitación agregaba dos desafíos: que cada uno se dibujara (el juego permitía, generosamente, retratos básicos del tipo “fosforito”) y que dijera qué es lo que le gusta de vivir en el barrio. La encantadora propuesta terminaba con un convite difícil de despreciar, a riesgo de quedar como un sorete: “¿Jugás?”.
Pasé frente al espejo tironeando valija y demás bultos y no me detuve a leer en detalle, pero pensé que era una gran idea que, en días tan extraños como estos, todos tuviéramos una idea de quiénes compartimos el edificio, qué necesita cada uno y cómo podríamos comunicarnos en caso de necesidad. A la mañana siguiente bajé a dejar mi papelito y me decepcionó advertir que la convocatoria no incluía ninguna oferta de ayuda para quien estuviera solo, así como tampoco invitaba a dejar el celular para poder comunicarnos en caso de no poder salir de casa. Aproveché, entonces, para agregar el mío al pésimo autorretrato que acompañaba mi nombre y número de apartamento, e invité al resto a hacer lo mismo. Al otro día bajé y comprobé que, excepto por mis vecinas de arriba, nadie había dejado su teléfono ni se había ofrecido para ayudar. De hecho, nadie había hecho nada más que cumplir con las consignas del juego, como quien quiere ser amable pero tampoco está muy interesado en la cosa. Desde entonces nada cambió: nadie agregó un solo papelito a los que se pegaron el primer día, nadie consideró necesario o pertinente dejar un dato de contacto, nadie ofreció ayuda.
Al estupor sigue la sorpresa cuando entiendo que palabras como “solidaridad” se usan sin considerar en absoluto su significado (...) ¿Qué solidaridad hay en ese intercambio que únicamente nos demanda mostrarnos?
Menos que la decepción por la pasividad de mis vecinos lo que me ha ido ganando es el estupor por la comprobación de que, ante la eventualidad de una crisis (doy por descontado que eso significa “en esta época”), lo primero que se nos ocurre es jugar. Y al estupor sigue la sorpresa cuando entiendo que palabras como “solidaridad” se usan sin considerar en absoluto su significado. Entiendo que dibujarse en un papelito y responder preguntas tontas y superficiales como “qué te gusta del barrio” pueda ser considerado “buena onda”, pero, ¿“solidaridad”? ¿Qué solidaridad hay en ese intercambio que únicamente nos demanda mostrarnos?
La anécdota no tiene nada de interesante pero ilustra un fenómeno que asoma desde hace tiempo y que ahora, con esto del confinamiento y la distancia social, se expone en toda su crudeza: a nada le tememos tanto como al aburrimiento. Las redes sociales explotan, los músicos ofrecen conciertos desde casa, se comparten rutinas de ejercicios y se convoca a aplaudir a los médicos, a cantar en los balcones, a cacerolear a favor o en contra de esto y aquello. Circulan videos de policías que cantan en Mallorca y de moradores que sacan parlantes con música al mango en Pocitos. Hay recetas de brownies y de pan casero que vienen con fotos e incitaciones a aprovechar el tiempo que pasamos adentro. Se propagan más rápido que la peste los piques para sobrellevar el tedio, que es la única amenaza que somos capaces de enunciar. Lo sé porque yo misma los recibo, y no pocas veces los agradezco.
Basta imaginar un apartamentito céntrico sin ventanas a la calle para entender que palabras como _hygge_ o _nesting_ no son para todo el mundo. El confinamiento angustia y la incertidumbre aumenta la presión, y eso, me temo, no es aburrimiento.
Mientras tanto, en un mundo menos afortunado, muchos van al seguro de paro, otros muchos pierden cualquier fuente de ingresos, muchos se amontonan en viviendas que, sin llegar a extremos como los del asentamiento o la pensión, no ofrecen las condiciones mínimas para soportar sin enloquecer un tiempo prolongado. Basta imaginar un apartamentito céntrico sin ventanas a la calle para entender que palabras como hygge o nesting no son para todo el mundo. El confinamiento angustia y la incertidumbre aumenta la presión, y eso, me temo, no es aburrimiento.
En la conferencia de prensa del lunes a la noche, un Lacalle Pou canchero y accesible aseguró a los periodistas que él no está haciendo política sino algo mucho más serio: gobernar. Temo que al presidente le ocurre algo similar a lo de mis vecines cuando nos invitan a jugar: confunde las palabras, que es lo mismo que decir que confunde los conceptos. “Solidaridad” no es hablar superficialmente de uno mismo, y “política” no es inventar chanchullos con miras a obtener rédito electoral. Tampoco “gobernar” es gestionar los recursos y poner la cara en conferencia de prensa.
En medio de esta confusión generalizada vemos cómo crece el miedo. Un miedo cerval, pánico, que en unos es a la infección y en otros al estado de guerra. La expresión de ese miedo, por cierto, encuentra su cauce en las redes. El último, el estrecho y asfixiante patio de juegos que por ahora tenemos abierto.
Lo único que se me ocurre en estas circunstancias es invitar al silencio. Al silencio como refugio y alivio, como condición indispensable para el pensamiento, como ejercicio de superación de la falta de tono que atrofia nuestra inteligencia política. Porque la política, ya se sabe, no crece espontáneamente entre las piedras, y muere cuando dejamos de cultivarla. La política es un invento poderoso que traza la línea entre la pura existencia y la convivencia con el otro. Hagamos política. Fabriquemos algunos espacios de silencio, para poder llegar, por la vía que sea, a encontrarnos. No hay escucha sin silencio. Y sin escucha no hay nada.