La democracia es probablemente el sistema político más relevante de la historia. Sin embargo, entrado el siglo XXI, las democracias enfrentan una serie de “enfermedades” que afectan de manera profunda su estabilidad futura.
Son variadas las voces que vienen alertando sobre el retroceso de la democracia a escala planetaria. Por ejemplo, Manuel Castells antes de la pandemia del coronavirus ya reseñaba un conjunto de aspectos que denunciaban una profunda crisis de la democracia liberal. Entre otros, la prolongación de una crisis económica que genera precariedad laboral y salarios de pobreza, un terrorismo fanático que fractura la convivencia humana y alimenta el miedo cotidiano, y la libertad se restringe en nombre de la seguridad. A esto Castells agrega el impacto de la crisis ambiental –que hace cada vez más inhabitable nuestro único hogar, el planeta–, el aumento exponencial de la violencia contra las mujeres que osaron ser ellas mismas, una galaxia de comunicación dominada por la mentira, que ahora se llama posverdad. A esto se suma una sociedad sin privacidad en la que nos hemos convertido en datos, más una cultura dominada cada vez más por el entretenimiento, construida sobre el estímulo de nuestros bajos instintos y la comercialización de nuestros demonios.1
La lista continúa. La profundización de las desigualdades resultan en un golpe letal para la democracia, ya que compartimos con Pierre Rosanvallon que la democracia es esencialmente una sociedad de iguales.
Para concluir con este muy esquemático análisis de las amenazas a los regímenes democráticos debemos agregar la desconfianza en las instituciones en casi todo el mundo, que deslegitima la representación política. La falta de respuestas al aumento de las desigualdades, la corrupción, el poder cada vez más determinante del dinero en las campañas electorales y la conversión de la política en un “espectáculo” cada vez más superfluo y frívolo terminan de delinear este entorno amenazador de las democracias a nivel planetario.
En los últimos años hemos podido observar el crecimiento de “alternativas” políticas que cada vez menos abrazan el ideal democrático. Una derecha nacionalista y populista, antiglobalización, xenófoba y autoritaria se extiende cada vez con más fuerza en todo el planeta.
Hemos visto en estos últimos meses, y producto de la pandemia del coronavirus, muchos debates sobre qué nos deparará “la nueva normalidad”. En principio, y por las señales que observamos, nada indica que las tendencias antes mencionadas desaparezcan o retrocedan, más bien todo lo contrario.
El capitalismo no necesita de la democracia. Cuando las políticas de ajuste debieron o deben ser impulsadas trasladando los costos a los sectores más vulnerables y mayoritarios de la población, los regímenes autoritarios parecen un mejor traje a la medida del capitalismo. En la década de 1970 observamos cómo las dictaduras militares se extendieron por toda América Latina, en buena medida para terminar de desplegar un programa neoliberal que desarticuló buena parte de los estados de bienestar desarrollados luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial.
El economista serbio Branko Milanovic redobla la apuesta y sostiene que el capitalismo está en su clímax y no en crisis. Define el capitalismo como lo hicieron Karl Marx y Max Weber: la producción se realiza a través de medios de producción privados para obtener un beneficio, la mano de obra la emplea el capital, y la producción está descentralizada. En base a esta definición fundamenta que el capitalismo se ha extendido a todo el mundo. Pero además, el capitalismo ha creado mercados que antes no existían, por medio de las redes sociales. Son nuevos mercados que no sólo permiten mercantilizar nuestro tiempo de ocio, también han afectado a la política creando políticos “emprendedores”.
En su último libro, Capitalismo nada más, Milanovic explica cómo la primera revolución industrial enriqueció a América del Norte y a Europa, pero empobreció a China. Los efectos de la revolución tecnológica, sobre todo a partir de 1989, están desandando los efectos de la primera revolución industrial al permitir que Asia se ponga en línea con Occidente. Finalmente, establece la existencia de dos modelos de capitalismo en la actualidad: un “capitalismo político” (China y Vietnam), que directamente prescinde de la democracia, y un “capitalismo liberal democrático”, que experimenta una profunda crisis de la democracia.
Si, como se puede observar, la calidad de nuestra democracia comienza a ser amenazada, no habría tarea más relevante para los próximos años que la construcción de un gran frente político y social en su defensa.
El impulso y su freno
En Uruguay, si de alguna manera se pudiera sintetizar el norte del proyecto político del Frente Amplio en los últimos 15 años, este fue consolidar una democracia profunda, una democracia de calidad. Con aciertos y, sin duda, con errores, se impulsó un conjunto de políticas públicas que generaron cada vez mayores condiciones de igualdad, requisito indispensable para una democracia de calidad.
Las modificaciones en el sistema tributario, la negociación colectiva con un fuerte respaldo a los sindicatos, que permitió un aumento sostenido de los salarios y de las jubilaciones, la apuesta a desarrollar bienes públicos de calidad, la ampliación de derechos abarcando a colectivos históricamente postergados, entre otras políticas, permitieron que Uruguay creciera de manera sostenida en todos los rankings que miden la democracia a escala planetaria.
Pero a ese impulso le llegó su freno, y a partir del 1º de marzo de este año, una alianza de partidos que van desde el centro a la derecha más radical conducen los destinos de Uruguay por los próximos cinco años. Y lo que se puede observar es que esa agenda progresista que profundizó la democracia en el país comienza a ser desandada.
No es el objetivo de este artículo hacer un análisis exhaustivo de esta afirmación, sino alertar sobre algunos fenómenos que se expanden en nuestra sociedad y representan una profunda amenaza a nuestra democracia.
Un “sentido común” preexistente en nuestra sociedad, profundamente conservador y reaccionario, concretó una fuerte expresión política en el país, y lo más preocupante es que observamos que no sólo se consolida, sino que crece sostenidamente. Dichos sectores son un componente central de la alianza multicolor gobernante en el país, y demuestran cada vez más su capacidad para imponer su agenda.
Planteos de impulsar una ley para amnistiar a violadores de derechos humanos, o los cuestionamientos explícitos a la Justicia que actúa en esta materia; posicionamientos públicos de varios dirigentes del oficialismo relativizando la pandemia que en materia de violencia de género vive nuestro país; modificaciones legislativas expuestas en la ley de urgente consideración que tienden a criminalizar la protesta social y a restringir la libertad de expresión; anuncios de una nueva ley de medios que fortalecería el monopolio de ciertos grupos económicos funcionales al oficialismo; reinstalación de cuadros en los servicios de seguridad del Estado de defensores de la doctrina de seguridad nacional y del rol de la dictadura cívico-militar, etcétera. Todo esto exhibe un panorama muy preocupante sobre la marcha de la democracia en Uruguay.
Pero más preocupante aún resulta observar cómo algunas encuestas demuestran que cada vez más uruguayos están dispuestos a renunciar a su libertad y a la vigencia de ciertas garantías constitucionales en pos de una ilusoria sensación de seguridad.
Si, como se puede observar, la calidad de nuestra democracia comienza a ser amenazada, no habría tarea más relevante para los próximos años que la construcción de un gran frente político y social en su defensa. Esta batalla será política, pero por sobre todo cultural, y debe comenzar ahora. Es más, las próximas elecciones departamentales y municipales deberían ser el escenario para comenzar a dar esta batalla; en el resultado de estas, más allá de los programas departamentales, también se juega la correlación de fuerzas para dar la pelea en temas más generales y trascendentes, en los que se pone en juego el futuro de la democracia en Uruguay.
Marcos Otheguy es dirigente de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.
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Castells, Manuel (2017). Ruptura. La crisis de la democracia liberal. Madrid: Alianza. ↩