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50 años de Teoría de la justicia | La justicia: el corazón de las sociedades democráticas

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Leído por Andrés Alba
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Hace 50 años, una de las obras más influyentes de la filosofía política contemporánea irrumpía en el mundo académico. En 1971, John Rawls, quien fue profesor en la Universidad de Harvard, publicaba Teoría de la justicia, un libro que iba a estar llamado a protagonizar los debates más intensos de la segunda mitad del siglo XX y a marcar una nueva forma de entender la justicia. En ocasión de este aniversario, un conjunto de docentes de la Universidad de la República publicaremos una serie de notas a lo largo de 2021 con la intención de dar a conocer distintos aspectos de la concepción de justicia social que ha surgido de esa obra. Presentaremos desde los aspectos más generales de la propuesta de Rawls hasta las relaciones que guarda con tradiciones muy significativas para nuestro país, como el republicanismo, al igual que los puntos que han generado mayor controversia y que han constituido el área de discusión de su teoría.

Probablemente la mejor forma de situar la concepción de justicia que presenta John Rawls sea a partir de la idea de dignidad; este concepto, a partir de la Modernidad y muy especialmente a través de las obras de John Locke e Immanuel Kant, atribuye a las personas un valor en sí mismas que no puede ser retaceado por ningún acuerdo fáctico. Esta idea de dignidad constituye el núcleo normativo de las teorías de derechos y especialmente de derechos humanos a las que Rawls ha contribuido en forma singular.

Al respecto, es especialmente ilustrativa la afirmación enfática que se realiza en la primera página de Teoría de la justicia: “Cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ni siquiera el bienestar de la sociedad en conjunto puede atropellar. Es por esta razón por la que la justicia niega que la pérdida de libertad para algunos se vuelva justa por el hecho de que un mayor bien es compartido por otros. No permite que los sacrificios impuestos a unos sean compensados por la mayor cantidad de ventajas disfrutadas por muchos”.1 Esto marca el carácter de su liberalismo deontológico por el que a partir de esta idea de inviolabilidad de la persona se estructuran las instituciones sociales, de tal manera que nada justifica retacear derechos fundamentales por algo que pueda beneficiar a la mayoría. Esto puede ejemplificarse de muchas maneras; las más extremas y claras son las que se focalizan en la vulneración de la integridad de la persona mediante la tortura o prisión por sostener ciertas ideas políticas. Hay también ejemplos menos claros que responden a lo que puede presentarse como un sentido común utilitarista.

El utilitarismo sostiene que todas las cuestiones normativas, las cuestiones de justicia legislativa y las de jurisdicción, deben ser resueltas suponiendo que las instituciones jurídicas componen un sistema cuyo objetivo general es la promoción del bienestar promedio más elevado posible entre los ciudadanos. El sistema jurídico, y en particular los derechos, se justifican porque contribuyen al incremento del bienestar o la riqueza promedio de los miembros de la sociedad. Para esta perspectiva, los derechos son importantes, pero lo son porque promueven un fin que está por encima de ellos, es decir, no son valiosos en sí mismos como se sigue de una propuesta deontológica como la rawlsiana.

Ese sentido común utilitarista, presente en nuestras sociedades, podemos observarlo en algunas situaciones que se han dado en nuestro país. En los veranos de 2002 a 2004, las marchas organizadas por el PIT-CNT que tenían por objetivo manifestarse en Punta del Este fueron bloqueadas por el gobierno, que les impidió llegar a su destino. La razón esgrimida era que tales manifestaciones iban a afectar negativamente la temporada turística y la imagen de Punta del Este. De esta manera, por medio del poder del Estado, se procedió a una restricción de derechos fundamentales como los de reunión, manifestación, libre circulación, y la justificación para ello era que había que mantener el beneficio que el turismo le reportaba al país.

Algo de este tipo es inaceptable para la justicia rawlsiana, porque ninguna ventaja colectiva puede justificar que se retacee un derecho fundamental. Esa idea de inviolabilidad de la persona que presenta Rawls bloquea y desnuda el sentido común utilitarista presente en muchas decisiones que se toman en nuestras sociedades, y le opone una perspectiva centrada en la igual dignidad que vuelve al lenguaje de derechos parte de un nuevo sentido común sobre la justicia social en las sociedades democráticas. A partir de esto, las cuestiones de justicia comenzaron a ser consideradas bajo una luz que era novedosa a principios de los 70 y que poco a poco fue constituyendo el terreno base de las discusiones normativas contemporáneas. Rawls alcanzó tal logro no solamente porque su obra tiene una enorme solidez analítica, sino también porque realizó exitosamente su modesto objetivo de reconstruir las intuiciones compartidas que dan cuenta del sentido de justicia que subyace a las sociedades democráticas.

A esto puede agregarse que Teoría de la justicia, con el paso del tiempo, ha sido crecientemente valorada en su potencial transformador y emancipatorio, que hace que la radicalidad que asume el pensamiento liberal rawlsiano lleve a cuestionar la concentración de la propiedad de los medios de producción, ya que lo más importante para una democracia liberal es que los ciudadanos ejerzan su condición de libres e iguales. Algo tan básico como esto, si es ejercido en forma consistente y llevado hasta sus últimas consecuencias, no puede admitir que algunos puedan tener mayor influencia que otros en el proceso político. Imaginémonos simplemente las diferencias de poder, a la hora de influir en los procesos de toma decisiones, entre un ciudadano medio y quien posee un emprendimiento agropecuario multimillonario, o el dueño de una cadena de hoteles, o de una industria estratégica para el país. Para Rawls, como ya lo vimos en el caso del utilitarismo, antes que la contribución que puedan hacer a la vida económica y social, tiene prioridad la condición de igual ciudadanía, y para garantizarla, la propiedad debería ser dispersada. Es por esta razón que rechaza, como sistemas institucionales incompatibles con su concepción de justicia, al libre mercado, al estado de bienestar y al socialismo centralmente planificado. En los tres casos el argumento es el mismo: la condición de ciudadanos libres e iguales es socavada.

La idea de libertad que está en juego en el liberalismo rawlsiano es diferente de la que puede encontrarse en algunas versiones o interpretaciones del liberalismo. En especial para esta concepción, la libertad del ciudadano es radicalmente diferenciada de la de los agentes del mercado; la libertad que nos otorgamos unos a otros para participar en la vida política no puede nunca ser equiparada a la de un mercader. La libertad que Rawls defiende es una libertad republicana, una libertad que, al otorgarle al individuo la condición de ciudadano, lo libera del dominio y la servidumbre, y es por eso que para su ejercicio pleno es necesario asegurar un mínimo social que garantice efectivamente la condición de libres e iguales.

A esta altura parece evidente que el liberalismo político de John Rawls es bastante diferente de la forma en que el liberalismo es entendido en la discusión pública uruguaya, que tiende a entender a esta corriente como neoliberalismo o libertarismo. El liberalismo rawlsiano es un liberalismo igualitario en el que los ciudadanos no son asimilados a consumidores, y esto es así porque se les atribuye no solamente la capacidad para perseguir su propia ventaja, que es lo que los hace racionales, sino también la capacidad de acordar con otros lo que es mutuamente ventajoso, y eso los hace razonables. Estas dos características atribuibles a un ciudadano son lo que les posibilita acordar principios de justicia que regularán las instituciones y que tendrán por meta garantizar la condición de libres e iguales. En consecuencia, además de libertades fundamentales, las instituciones sociales deben asegurar oportunidades de acceso a los cargos públicos, al igual que ingreso suficiente para poder llevar adelante un plan vital, mediado por las relaciones que establecemos con otros en la vida pública.

Probablemente lo más interesante de esta concepción para la sociedad uruguaya sea la cercanía que tiene con algunos momentos de nuestra historia política que han pasado a constituir la forma que tenemos de autocomprendernos. En ese sentido es fascinante la convergencia entre el argumento de Rawls de la dispersión de la propiedad y los procesos de creación de empresas públicas en los sectores estratégicos de la economía de nuestro país. Esto último podría interpretarse en clave rawlsiana, diciendo que ningún particular puede influir en los procesos políticos a partir del poder que les otorgaría el control de sectores económicos tan relevantes como las telecomunicaciones, la energía o el suministro de agua potable, entre otros. Otro de los aspectos que pautan la cercanía de la justicia rawlsiana con la tradición democrática uruguaya es la atribución del rasgo de la razonabilidad a los ciudadanos, es decir, la capacidad de acordar con otros cargas y beneficios resultantes de la cooperación social. Si bien este rasgo se echa en falta en muchas circunstancias, puede afirmarse que, cuando es preciso, es posible llegar a acuerdos y difícilmente sectores sociales o partidarios tomarán de rehén al país para sacar rédito político. Por último, y en conexión con esto último, es posible conectar la tradición republicana a la que Rawls circunscribe su liberalismo con la mejor historia política de nuestro país.

A lo largo de los próximos meses estaremos presentando los puntos aquí indicados con la intención de brindar a los lectores de la diaria elementos que les permitan evaluar la relevancia de la concepción rawlsiana de la justicia para nuestra sociedad. Para ello, veremos cuáles principios de justicia se proponen para regular las instituciones y cómo se llega a ellos, cuál idea de libertad está en juego, qué sistemas institucionales son compatibles con esta versión de justicia, si es posible una interpretación socialista de este liberalismo, qué lugar juega la familia en la justicia o cómo se inserta la justicia rawlsiana en la tradición del pensamiento republicano. En todos estos casos, la intención será dotar de elementos teóricos y normativos a la discusión pública de nuestra sociedad.

Gustavo Pereira es profesor titular de Ética y Filosofía Política en la Udelar, y coordinador de la Cátedra Unesco-Udelar de Derechos Humanos.


  1. John Rawls, Teoría de la justicia, México, Fondo de Cultura Económica, p. 17. 

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