Esta pandemia hace rato dejó de ser una pandemia. El devenir de los acontecimientos se pareció mucho a un Titanic, cuya punta del iceberg fue la covid-19. En setiembre pasado, Richard Horton ‒editor jefe de The Lancet‒ alertó que el enfoque biologicista exclusivo de la covid-19 era demasiado estrecho de miras, y recordó el concepto de sindemia acuñado por el antropólogo Merill Singer en los 90. La conjunción de factores sanitarios, económicos y sociales hicieron de 2020 un año de enorme complejidad, en el que la mirada sólo centrada en manejar el virus puede que sea uno de nuestros peores errores. Si se quiere trabajar en mejorar el desastre que tenemos entre manos y mitigar los daños asociados al virus (y a la respuesta social a este) hay que asumir que la pandemia es mucho más que un virus. La covid-19 es una sindemia y como tal, el enfoque debe ser multidimensional y por ende amplio, aceptando que no hay recetas únicas ni infalibles y asumiendo que, para un fenómeno tan complejo, las soluciones sencillas son, además de irreales, contraproducentes. Pero es muy difícil hacerlo en el ambiente actual.
2020 fue quizás el comienzo de una crisis civilizatoria que será confirmada o no por el paso del tiempo y cuyo formato final es incierto. La pandemia no fue ningún cisne negro; el propio Nassim Taleb ‒creador de la teoría de lo altamente improbable‒ así lo asevera. Para prever la pandemia sólo hacía falta echar mano a un libro de historia y confirmar que las pestes acompañan y acompañarán al hombre desde siempre. Aunque nos parezca que la nuestra fue la peor pandemia (el sesgo propio del que la vive), lo único incierto era saber qué virus la ocasionaría o la fecha precisa en que todo ocurriría. Lo que sí parece mostrarnos la covid-19 es la fragilidad del mundo en el que vivíamos.
Hace unos meses relataba que mientras contábamos los muertos sucedían cosas. De a poco nos fuimos (mal) acostumbrando a cosas que no están buenas: al terror al otro, al señalamiento (y ensañamiento) ubicuos, a los aporreos con censura a todo nivel y a la abolición del disenso en la búsqueda de soluciones. La prohibición de la duda, el miedo paralizante y la exigencia de respuestas rápidas a una ciencia (que es evolutiva y como tal imperfecta) dejará mella, y costará juntar las partes que quedaron sueltas para así proyectarnos. Parecemos vivir un tiempo teñido de binarios, sin tonos, en blancos y negros, en buenos y malos, cuando en realidad la vida son puros grises. Lo más seguro es que la verdad en esta pandemia la encontremos en los puntos medios, lejos de los extremos cooptados por los negacionistas a un lado y los apocalípticos del otro. Es más difícil no estar en los extremos en esta historia, pero demos una chance a buscar por allí y evitemos caer en las garras de los autoritarismos que olfatearon terreno fértil en lo vivido.
La sindemia es un gran experimento social en el que entramos todos sin pedirlo. Plataformas como las redes sociales (y las corporaciones que las crearon) no dejaron de alimentar esta polarización en la que andamos metidos todos como cobayos. ¿Será también el sencillo e inevitable miedo del hombre del siglo XXI y su enfrentamiento a la muerte a la que el virus nos expone lo que nos hace actuar así? Parece que en cuanto pase el temblor, todos nos debemos una franca reflexión social sobre cómo estamos abordando el tema de la muerte en nuestras sociedades. A fin de cuentas, por un buen tiempo lo más seguro es que sigamos siendo mortales.
Los olvidados
Si pasamos raya a un año de pandemia y miramos atrás, debemos percatarnos de que la covid-19 es una catástrofe cuya evacuación fue inversa: los más débiles quedaron para atrás. En esta historia los niños nadan sin bote en el mar de nuestras incertidumbres. Dentro de la maraña sindémica, los niños fueron el grupo etario cuyos derechos fueron tirados al tacho.
Hace rato sabemos que los niños (y sus actividades sociales que los definen como niños) no son ni tan afectados por el virus SARS-CoV-2 ni responsables principales de los brotes epidémicos y las “olas” subsiguientes de contagios en los lugares más castigados. Ni siquiera los adultos que comparten la vida (padres, tíos, abuelos) y/o trabajan con ellos, como los maestros, son población de riesgo para desarrollar una enfermedad grave. Sin embargo, la infancia sigue sin estar en la agenda de prioridades sociales para salir del barro de la covid-19, y los daños a toda una generación de coronnials y cuarenteens se siguen acumulando. Quedarán para otro artículo el impacto atroz de las cuarentenas, los encierros hogareños obligatorios con la idealización del “quedate en casa”, las plazas con juegos infantiles encintados bajo amenaza, la proscripción de deportes y paseos públicos y las acusaciones a niños y jóvenes como asesinos de abuelos. Hoy insistiré en el elemento más disruptivo y masivo (a mi entender y el de muchos) que caracteriza mejor este abandono infantil por el mundo: el cierre prolongado de las escuelas.
Cuesta creer que sigan siendo necesarios artículos como este pidiendo a gritos una urgente reacción. Duele, pero somos aún testigos de que en el siglo XXI los niños siguen siendo vistos como amenaza. O peor, como un no-tema. El silencio es uno de los peores enemigos del cierre escolar. En las noticias nocturnas, los contadores de muertos y casos de covid-19 no tienen espacio para contar los miles y millones de niños que han perdido (o mejor dicho, les han sido robados) días de escuela.
Con colegas pediatras de Europa, África, Asia y Latinoamérica hace meses estamos estudiando la situación educativa, asombrándonos con lo que nos topamos: una catástrofe. En una de nuestras publicaciones más recientes, analizamos en todo el globo cuál fue el patrón de cierre escolar desde el inicio de la pandemia hasta noviembre de 2020. Para resumir los hallazgos: a la decisión unánime global de cerrarlas en marzo 2020 le siguió una reapertura caótica, fragmentada, desorganizada e incompleta entre regiones e incluso dentro de los países. Muchos ni siquiera reabrieron, aunque fuera de forma parcial.
Lo que vivimos en las tres Américas es dramático. Al rojo vivo pintamos el mapamundi con los datos que obtuvimos y explica la coincidencia con el llamado urgente de Unicef, Unesco y demás organizaciones para reabrir escuelas y dar educación presencial para revertir la catástrofe. Ni siquiera Uruguay ‒el primer país de la región que reabrió escuelas en forma progresiva‒ logró abrir sus escuelas como antes de la pandemia. La reapertura nunca fue completa para todos los niños, a pesar de que en todo el año Uruguay fue el país con mejores índices de control de la pandemia y nunca tuvo colapso asistencial ni riesgo inminente de desarrollarlo. Ir dos o tres veces a la semana no es presencialidad completa para un niño. En muchas regiones se “infla” el término reapertura.
La educación no puede seguir en pausa en 2021, dejando a 97% de los niños latinoamericanos sin su educación habitual y a casi 140 millones sin educación presencial. Y por ahí dejo los números que nadie parece mirar.
La ciencia y las escuelas
La apertura o cierre (cómo y cuándo) abrir escuelas no es una pregunta que deba responder la ciencia. La ciencia (o mejor dicho, las diferentes ciencias) pueden analizar e informar sobre los riesgos vinculados al cierre o apertura (con errores diversos y una incertidumbre con márgenes medibles), pero la decisión final queda en las sociedades que ponen sus valores, y la mirada de adónde se quiere ir en la toma de tal decisión. Qué priorizar o no en una sociedad no es un asunto científico. No se le puede ni debe pedir a la ciencia una decisión que es política y que debe definir qué sociedad queremos ser, qué riesgos asumir y qué riesgos no. La ciencia es una herramienta (una de las más maravillosas creadas por el hombre), pero son las sociedades las que la utilizan para construir o destruir.
La ciencia puede afirmar (con mucha certidumbre) que usar vehículos motorizados va a matar a millones de personas anualmente en el mundo, que el alcohol y el tabaco en venta libre y la comida chatarra matarán a otros tantos millones más, y que los contagios por influenza y VRS seguirán matando a niños y a adultos cada año, y que los contagios suceden en casi cualquier lado (también en las escuelas). Incluso puede proponer que circuncidar varones disminuiría la tasa de infecciones urinarias infantiles (de hecho, lo hace). Pero no imagino hoy una sociedad moderna que quiera privarse de viajar sin motores, prohibir los McDonald’s por insalubres, aprobar una nueva ley seca o prohibir cigarrillos y penar a las colectividades religiosas que siguen circuncidando a sus niños. Tampoco cerrábamos cada año las escuelas cuando las epidemias invernales llenaban los hospitales con niños enfermos.
La vida es una asunción y elección inevitable de riesgos diaria, y con la covid-19 no es diferente, aunque el temor infundido durante un año de forma intensiva magnifique la realidad y nos impida ver los riesgos asociados, por ejemplo, a la no presencialidad escolar. Si nos pusiéramos a pensar cada mañana en la cantidad de riesgos que asumimos al levantarnos de la cama, volveríamos a taparnos con las sábanas y no saldríamos más del cuarto.
Aunque sabemos que las escuelas abiertas no son una amenaza en el marco de la covid-19 (la evidencia es bastante contundente), obviamos analizar la amenaza de sus cierres prolongados.
La amenaza
Aunque sabemos que las escuelas abiertas no son una amenaza en el marco de la covid-19 (la evidencia es bastante contundente), obviamos analizar la amenaza de sus cierres prolongados. En la balanza, por mucho margen, el peligro mayor es no abrir. Cerrar escuelas es cerrar vidas. Para un escolar, el riesgo de morir por covid-19, según algunas estimaciones, puede ser de uno en un millón, mientras que el riesgo de morir por suicidio es diez veces mayor. La crisis de salud mental infantil es real y descripta en muchas latitudes; la expulsión de niños al mercado laboral, a la guerra, la desnutrición (y malnutrición por sedentarismo y obesidad), la falta de vacunación y aumento de enfermedades prevenibles por vacunas son también reales. La virtualidad no puede sustituir nunca la presencialidad. Los niños necesitan niños, no una pantalla de Zoom que ya ocasionó en China una epidemia de miopes escolares, la miopía de la cuarentena. Paremos de decir que la virtualidad es un buen sustituto, y menos sin datos científicos que lo demuestren. Y si lo hacemos, lo mínimo sería asegurarles a todos los niños acceso, cuestión que no sucede para uno de cada tres. El deterioro de la salud de las familias con niños es ostensible. Por lejos, el cierre escolar afectó a las mujeres más que a los hombres, pues el “quedate en casa” termina siendo un castigo para millones de madres que dejan trabajos y abandonan sus vidas profesionales. La equidad de género retrocede lo que avanzó en los años previos.
Las escuelas son las vacunas que (casi) nadie reclama. Una vacuna que teníamos y que la covid-19 hizo casi desaparecer, y que protege de la ignorancia, de las inequidades y asegura que los que menos tienen puedan superarse y conquistar los derechos que la cuna no les dio. Así vamos un año y sin miras de mejorar en lo que vamos de 2021. Las escuelas siguen bajo sospecha, a pesar de que la transmisión es menor que en comunidades. ¿Los niños enferman? Sí. Aunque el riesgo de enfermar gravemente o morir es mínimo. ¿Contagian? También, pero transmiten menos a los adultos de lo que nosotros a ellos. ¿Entonces?
Para los niños el virus nuevo no es un problema más relevante que los virus que los enferman todos los inviernos (incluso comparado a la gripe y al VRS, los enferma menos). También queda claro que cerrando escuelas se suma poco y nada en el control de la pandemia (ya sabemos que sólo reflejan la circulación comunitaria y que no son tampoco motores de esta). Pero al ser un elemento vital en el desarrollo humano, es su cierre prolongado el que trae las peores consecuencias para toda la sociedad. La ciencia tiene un consenso de que si se comienzan a cerrar actividades por el colapso (o su riesgo inminente) sanitario, las escuelas deben ser lo último en cerrarse y lo primero en abrirse. Y vale bien enfatizar lo de “último”, no sea que otra vez desde bares abiertos veamos bajar las persianas de las escuelas.
Cerrar escuelas es cerrar mil caminos para que millones de vidas crezcan y logren su potencial. Cerrar es discriminar, cortar alas, sumergir a los más sumergidos todavía más hondo. Cerrar es quitar derechos a los niños, contraviniendo en forma flagrante las convenciones internacionales firmadas por todos los países miembros de la Organización de las Naciones Unidas. El derecho a la educación sigue siendo violado cada día sin escuelas. Un derecho que sabemos genera un sinfín de otros derechos. El efecto dominó desencadenado por escuelas cerradas supera por mucho los riesgos de la apertura. El sector público es, con mucha diferencia, el más golpeado, y el drenaje hacia el sector privado ya comenzó. Esto será combustible para mayores inequidades sociales, lo cual dejará peor a nuestras sociedades cuando toque la próxima pandemia.
2021 es el año de las vacunas covid-19 para adultos. Los niños no la recibirán, al no ser población de riesgo, y los estudios recién están comenzando. La vacunación domina el debate público actual y la situación pinta para seguir dando que hablar y debatir con todo el candor durante lo que resta del año. Y mientras un vergonzoso y flagrante apartheid de vacunas se desarrolla (la vacunación masiva a la fecha en países pobres es futurología; los países ricos muestran el brazo mientras el resto mira la sonrisa con la ñata pegada contra el vidrio), la vacunación escolar que los niños precisan sigue faltando por millones de dosis.
Krinein
En mi país, Uruguay, están por comenzar los cursos y el gobierno fue claro en que quiere ir por el camino de la presencialidad. Señales muy valiosas desde la sociedad civil apoyan esta medida, como la de la Universidad de la República dando sus edificios, el fútbol infantil y cooperativas de vivienda dando sus salones para ampliar las aulas que se precisen. Sí, se puede. Y hay que seguir luchando hasta que todos los niños vayan todos los días, y los que dejaron las escuelas, regresen. ¿La humanidad pudo desarrollar decenas de distintas vacunas eficaces para un virus totalmente nuevo en tiempo récord y no podemos devolverles a nuestros hijos su lugar para estudiar? Tenemos conocimiento científico como para reducir aún más el riesgo de contagios en este escenario con medidas básicas (máscaras, distancia, lavado de manos). Pero hay que aceptar que riesgo cero no hay, ni hubo, ni habrá nunca. Ni para la covid-19 ni para todas las enfermedades aparte de la covid-19 que quedaron en el olvido. Pedirle más y más cosas a las escuelas en ese sentido lo único que logra es mantenerlas cerradas. Es injusto, acientífico e inconducente, y perpetuará la violación de los derechos de los niños.
Toda crisis es una oportunidad. La palabra crisis deriva del antiguo griego krinein, cuyo significado sería tomar una decisión, un juicio. Necesitamos una ola de contagios latinoamericana de escuelas abiertas y priorizar a la infancia de una vez. No puedo resumir mejor que mi colega Vinay Prasad la situación: “Cuando hay pandemias, no hay ganadores. Abrir escuelas significa que perdemos menos. A veces, perder menos es lo mejor que podemos hacer”.
Sebastián González-Dambrauskas es médico pediatra.