No es fácil ser niño en pandemia, dijo la niña cuando le preguntaron qué pensaba del 2020. Y no. ¿Cómo va a ser fácil cuando sos (una vez más) el último orejón del tarro? El mundo adulto que todo lo domina hace rato que no mira ni a la infancia ni a la adolescencia. Y si las mira, lo hace de reojo, apuntando con dedos índices a los coronnials y a los cuarenteens. La crónica del 2020 añade una página más a la historia de la niñofobia del hombre.

Para ser francos, al principio de la pandemia ‒cuando poco y nada sabíamos de lo que se nos acercaba‒ sí nos fijamos en ellos. Bajo sospecha de que eran supercontagiadores, se bajaron las persianas de las escuelas y liceos, y todos a casa. Las plazas públicas y juegos infantiles quedaron encintados de amarillo como si fueran escenas de crimen. Los niños no pudieron salir ni a la esquina. Fueron echados de algunos centros comerciales si iban de la mano de sus padres. De los abuelos ni hablamos. Hasta se sugirió que los abuelos podrían morir asesinados por algún beso o abrazo de un nieto. Sus vidas pasaron durante meses a ser virtuales (para los que tenían wi-fi y podían costearse aparatos, claro), en silencio, en sus cuartos, hibernando. Sin amigos, sin familia. Fueron épocas deprimentes, de ciudades grises y vacías sin gurises. Aunque parecía que todo esto estaba justificado. Parecía. Fueron de las primeras medidas que se tomaron, pero las últimas en dejarse de lado.

Los meses pasaron y hace rato el mundo sabe que los niños son los menos afectados por el coronavirus, que no son los supercontagiadores que pensábamos que serían, y que los centros educativos cerrados añaden poco y nada al control de los contagios y son de las actividades humanas sociales de menor riesgo para las comunidades donde se encuentran. La balanza de riesgos se inclinaba para el otro lado. Porque lo que sí provoca la drástica disrupción (máxime si es tan prolongada) del sistema educativo es muchísimo daño social, económico y sanitario a generaciones enteras, duradero y con consecuencias para toda la vida. Se enfatiza mucho todo lo relacionado a contagios de covid-19 y se minimiza demasiado todo lo no-covid, como el caso de las escuelas. Nos alarmamos porque en el conteo nocturno hay 30, 100 o 200 casos diarios más, pero en ese contador de internados, muertos y contagiados por covid-19 no se pone al costado en el tablero cuántos miles de niños no fueron a clases ese día. Como en las guerras, donde la mayor parte del desastre no se ve.

La catástrofe educativa no es invento mío. Lo vienen avisando la Organización Mundial de la Salud (OMS), UNESCO y UNICEF hace meses. Esta última acaba de publicar un devastador informe para Latinoamérica que muestra que 97% de los niños aquí no tienen clases normales, que uno de cada tres ni accede a educación a distancia y que tener a la educación en pausa ya está costando billones de dólares a nuestras economías flacas. Tres millones de niños perderán contacto con la educación y 80 millones desarrollarán deficiencias nutricionales y otras tantas enfermedades, como muchas de las prevenibles por vacunas.1 En otro documento, UNICEF plantea que para evitar una generación perdida debido a la covid-19, uno de los primeros obligados pasos es asegurar la educación a todos los niños.2 Para el uruguayo que lea esto será mejor que no escupa para arriba (ver más adelante).

Aunque la balanza de riesgos es demasiado clara y hoy día los daños superan por mucho los beneficios de mantener escuelas cerradas, la adultocracia fijó y sigue fijando otras prioridades. El tema escuelas está de lado; aunque las escuelas abiertas pueden hacer daño a pocos (sí, claro que habrá contagios, brotes e internados en escuelas, porque vale recordar que los niños siguen siendo humanos), su ausencia hace daño a miles de miles, siempre. Tan sólo algunas familias organizadas parecen desesperadas y tocan puertas en todos lados para que alguien haga algo. Pero se topan con muchos oídos sordos que les repiten: “Tienen razón, señoras, señores”, pero hay otras prioridades y ya tienen su protocolo. Parece que el viejo refrán de naufragio, “niños y mujeres primero”, sólo sirve para Hollywood, pero en la vida real, no. Nadie toma el toro por las guampas de este Titanic. A los hechos me remito: reabrieron los shoppings antes que las escuelas. El fútbol profesional antes que el baby fútbol, la escuela del deporte. Y a la inversa, el reflejo de cerrar las actividades juveniles por defecto frente a un mínimo problema está vivito y coleando. Frente a un brote comunitario, como sucedió en Rivera, lo primero que se suspendieron fueron las clases en una ciudad entera, pero los freeshops ni se tocaron. Los alumnos vieron frente a sus ojos a miles de brasileños y uruguayos pasar bagayeando de un lado y otro de la frontera. Cuando se dieron brotes en el básquetbol profesional, lo que hizo la federación nacional fue clausurar hasta nuevo aviso y sin justificarse (los adultócratas no tienen por qué dar explicaciones) todas las actividades de las inferiores. Nene, andá a jugar a tu casa y luego vemos.

El ejemplo de Uruguay es paradigmático, pues es el país que hasta ahora mejor controló la pandemia de todas las Américas. El mejor de la clase americana (si descontamos a Nicaragua, que nunca cerró escuelas) tampoco esquivó los estragos de la adultocracia. A pesar de reabrir las escuelas (aplausos) en forma voluntaria y escalonada entre junio y julio, los pasos fueron tan tibios que llegamos a diciembre de 2020 y, próximo a finalizar cursos (misma fecha que todos los años, como si en este no hubiera pasado nada), aún hay miles de chiquilines sin poder asistir a clases todos los días ni todo el horario. Te toca el jueves y el viernes, pero no el lunes ni el martes, o a la inversa, o medio horario, etcétera. Hay tantas variantes de medios horarios como escuelas y liceos. La mayoría de los niños en esa situación, claro está, son quienes más necesitan ir a los centros educativos: los pobres. Las escuelas y liceos privados en su mayoría funcionan casi de forma normal hace meses. La adultocracia tampoco tiene datos precisos de esto. Parece que no le interesa saber cuántos niños dejaron por siempre su educación. Prefiere saber el “R” de contagios, el % de positivos, en qué color de covid-19 está el país, y así. Es más, algunas autoridades sanitarias sugirieron que el fin de cursos podrá dar tranquilidad y ayudar a controlar mejor los brotes, contraviniendo la evidencia disponible. Tuvieron y tienen prioridad en el debate y en la prensa los casos de los casos del contacto del contacto, y si la selección nacional de fobal puede seguir en las Eliminatorias para el Mundial, si podemos tener un corso de carnaval, si podremos volver a ir a Europa de paseo o ir a comprar camisas a Buenos Aires que parece que está barato.

El derecho a educarse es el derecho que más derechos genera, y la importancia de la educación de los niños la saben todas las familias de todas las clases sociales. Las escuelas cerradas son motor de la inequidad. Los que ya menos tienen son los más afectados. No hay que ser muy genio para darse cuenta de que esto aumentará la brecha entre ricos y pobres, una vez más. Costará muchísimo levantar puentes para equiparar los resultados de la educación pública y la privada. El drenaje de familias que harán lo imposible para llevar a sus hijos a privados si no hay señales claras de cambio es indudable. Y ahí perdemos todos. Una vez más. Porque a nadie le sirve eso.

La adultocracia idealizó el #quedateencasa, como si las casas para los niños fueran el cielo. Falso. La mayoría de los abusos a la niñez ocurren en casa y suceden en las familias. Es allí donde los matan a palos, donde los abusan y donde se exponen al cáncer de la violencia de sus madres y padres. Sí, señor, señora, eso sucede a la vuelta de la esquina y en todos los barrios. Para cientos y miles de niños, ir a la escuela es un respiro de la violencia en la que viven. Violencia doméstica que ya sabemos que se disparó con miles de desempleados más y gente atosigada por la incertidumbre de la sindemia (virus más debacle social) que ya vivimos y todo la que nos queda por delante.

Las escuelas son un casi no-tema en los discursos. O peor, un tema molesto con el que “ya hicimos todo lo que pudimos” para las autoridades. Un tema tan grave es tibio para la adultocracia de todas las carpas.

La adultocracia no reconoce partidos. Pasa horizontal a todo el espectro. Ni los gobiernos ni la oposición se pelean por estos temas. Siguieron con patente de corso espectáculos políticos multitudinarios y ahí están los líderes sacándose selfies con sus hinchas. Cachete con cachete. Las escuelas son un casi no-tema en los discursos. O peor, un tema molesto con el que “ya hicimos todo lo que pudimos” para las autoridades. Un tema tan grave es tibio para la adultocracia de todas las carpas. Un ministerio pasa la pelota al otro y los sindicatos… pelota al piso. Primero los derechos de los maestros. Esto lo dice con dolor y masticando fuerte un hijo de maestros. Los adultos nos cuidamos primero entre nosotros. Quizás lo peor de la adultocracia es el silencio de todos estos actores y que nadie toma la bandera de las escuelas, que es de todos y para todos. Se esconden todos, alguno más y otros menos, detrás de protocolos que exigen a los niños dejar de ser niños y a los jóvenes dejar de ser jóvenes. ¡Claro, pero si los protocolos los hicieron los adultos! Las autoridades les tiran la pelota a las escuelas, las escuelas tratan de dominarla como pueden y con lo que tienen (que no es mucho), y algunas ni tanto. Después, cada uno interpreta los protocolos como quiere y poco y nada se regula. Parece el manchado. Las directivas rígidas y sin control son caldo de cultivo para la desidia. Y si falta su hijo, padre, no pasa nada, lo entendemos. A pesar de esa incoherencia, los niños son mucho más cumplidores de protocolos que los adultos. Miren nomás donde se descalabra la cosa: ¡en el mundo adulto! Los brotes importantes casi nunca vienen de los centros educativos. Pero no importa que los niños, adolescentes, docentes y familias hayan hecho los deberes. Vemos en 2021 y felices fiestas.

Hoy en Uruguay, con el aumento de casos, los jóvenes parecen ser los responsables de todo. Se señaló incluso a jóvenes como “matabuelos”. Y se ningunea el hecho de que la mayoría de los jóvenes pasaron un año con sus actividades clausuradas, que se prohibió a los niños jugar y a ellos ser jóvenes. ¿Qué diría de esta actitud discriminatoria José Pedro Varela, que hizo su reforma educativa con veintipico de años? ¿O José de San Martín, que comenzó su carrera militar con 11? ¿Y Einstein, qué presentó la relatividad con 26? Acusaciones injustas hechas por adultócratas que parecen desconocer que la mayoría de los jóvenes en Uruguay no tienen un mango, viven con sus padres porque no tienen otra y la plata justa al mes. Los grandes brotes en Uruguay y las imprudencias se dieron sin muchos jóvenes en la vuelta. Los que debieron ser más prudentes y ser ejemplo no estuvieron a la altura. Adultos todos, claro.

Nelson Mandela dijo: “La educación es la herramienta más poderosa que puedes utilizar para cambiar el mundo”. Luis Morquio (pediatra uruguayo y padre de la pediatría latinoamericana) en 1927 hizo una tabla que enumeraba los diez derechos del niño. El segundo y tercero estaban vinculados a la educación. La educación es eso, un derecho.

Este año en que la ciencia fue llamada a actuar se le pidió mucho más de lo que puede y debe dar. La ciencia no puede ni debe decidir cuándo reabrir una escuela. Esa decisión es un puzle en el que la ciencia (que es una herramienta imperfecta) debe tener su rol, pero también, y sobre todo, las decisiones finales deben basarse en los valores que la sociedad desea priorizar y defender. Los riesgos que se quieren asumir y cuáles derechos poner delante. Miremos a las potencias de Europa (Inglaterra, Francia, Alemania), qué hicieron con las escuelas y liceos: decidieron dejarlas abiertas, todas, todos los días, a pesar de vivir una ola de contagios mayor que la primera vez. Todos encerrados nuevamente, salvo los niños que deben ir a la escuela. Porque como sociedades utilizaron la ciencia (las escuelas no son un problema mayor) y aplicaron valores (la educación es vital para nosotros y no podemos volver a cerrarlas) en la decisión.

Cuando se decidió cerrar escuelas, en marzo, fue por una causa sanitaria. Lo que se consensua hoy en el mundo, tras la interpretación de la evidencia médica, es que esa fue una medida que hoy no está justificada. Lo que queda entonces son derechos vulnerados y la educación en pausa ‒o a media máquina, como en Uruguay‒, son derechos atropellados de los niños de hoy y combustible para la pérdida de más derechos en el futuro. Los adultócratas parece que no pueden (o ni quieren) entender que los niños y adolescentes necesitan la escuela y el liceo. Si la adultocracia sigue gobernando, debemos saber que la adultocracia es cíclica: los niños serán los adultócratas del mañana. Esta adultocracia debería llamarse adultadura y ser derrocada.

Sebastián González-Dambrauskas es médico pediatra.