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Mañana en el Sena cerca de Giverny, de Claude Monet, 1897

El aire fresco es violeta*

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El título no viene de un alegato feminista, ni de un discurso de artistas de los colores comprometidas con nuestro tiempo.

Lo encontré en el libro que un hijo regala a un padre que vive explorando los colores tratando de encontrar su paleta, y me resultó por lo menos apasionante.

Allí estaba lo que fue históricamente permitido en los usos de los colores y las infaltables transgresiones sin las que no habría creación superadora. Pero quiero detenerme en cómo un color se abre paso contra el poder establecido, y en cómo no hay avances sin el cuestionamiento en los hechos a las lógicas hegemónicas dominantes.

El relato de Kassia St Clair en Las vidas secretas del color (2016) nos cuenta cómo en 1874 se crea un grupo de artistas que pretende organizar su propia exposición y lo hace desafiando a la entonces Academia de Bellas Artes, que les acababa de rechazar sus trabajos, de cara a lo que la autora describe como el entonces prestigioso salón anual que se celebraba.

Para mi sorpresa, los cuestionados de entonces y fundadores de ese grupo eran los impresionistas Edgar Degas, Claude Monet, Paul Cezanne, Camille Pisarro y otros. Si bien el relato nos habla de que fueron muchas las críticas hacia ellos, la más recurrente era cuestionar la utilización por parte del nuevo colectivo fundamentalmente de un color en particular, el violeta.

Fueron tratados de locos, de enfermos que padecían una enfermedad que bautizaron como “violettomania”. Algunos intentaban explicar el fenómeno por el hecho de que los impresionistas pasaban mucho tiempo al aire libre, y reflexionaban sobre cómo esto podía ser un efecto negativo del disfrute de los soleados y amarillos paisajes.

La preferencia por el violeta se interpretaba entonces de varias maneras: una, que las sombras nunca eran grises y que tenían color; la otra, por los colores complementarios.

Como el color complementario del sol amarillo era el violeta, tenía sentido que la sombra fuera violeta; en poco tiempo, nos dice la autora cómo la sombra trascendió ese lugar o función de origen restringida. Hasta aquí parte del relato de Kassia St Clair, que recomiendo.

Este 8 de marzo en pandemia nos encuentra con la creatividad desatada de manera descentralizada, haciendo pensar en todos los barrios que se traen estos balcones, estas intervenciones en las plazas.

No pude evitar un paralelismo con el movimiento feminista y las disputas de sentido desde sus orígenes, las brujas cuestionando ayer el saber instituido, lo convencional; no llegando hoy a resolver el paro desde el sindicalismo, no hace mucho impidiendo la postulación de una mujer a un espacio político con la rigidez de los argumentos reglamentarios, cerrando el paso a la vida que viene como puede, llena de matices, y que es preciso colocarse otros lentes para ver el mundo de otra manera, tal vez menos estructurada, más libre, y con las nietas que están y se vienen como protagonistas.

Este 8 de marzo en pandemia nos encuentra con la creatividad desatada de manera descentralizada, haciendo pensar en todos los barrios que se traen estos balcones, estas intervenciones en las plazas, motivando una mística de la participación diversa, con otros modos de estar en las calles cada grupo, colectivo o persona con su propio mensaje, su consigna, su bandera impugnadora de las formas viejas.

En 1881, hace 150 años, Édouard Manet anunció a sus amigos que por fin había descubierto el verdadero color de la atmósfera. “Es violeta”, dijo. “El aire fresco es violeta. Dentro de tres años, todo el mundo trabajará en violeta”.1 Cuando llenemos el país de violeta con nuestras luchas, que venga cargado de aire fresco.

Carmen Beramendi es militante feminista. (*) Manet, 1881, en _Las vidas secretas del color, de Kassia St Clair (2016)._


  1. Las vidas secretas del color

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