Ciertos filósofos de la Antigüedad opinaban que las palabras no encerraban la esencia de las cosas que nombraban. Argumentaban, por ejemplo, que nada tiene de particular una silla para ser designada necesariamente con esa palabra y no con otra cualquiera. Ocurre que los significados de las palabras son producto de una convención y de la costumbre y no de determinación alguna. Jorge Luis Borges fingía, sin embargo, que “En las letras de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo”, en un ejercicio de fina inteligencia e ironía.
Pensemos ahora en el significado del término “libertad”. Hoy parece natural y propio del pensamiento neoliberal. El gobierno ha colocado a la libertad como pieza fundamental de su discurso, sirviéndose de su reputación para fundamentar en distintos momentos cuestiones tan variopintas como el cuidado de la salud personal, la habilitación a los padres para decidir discrecionalmente si sus hijos concurrirán a la escuela durante la pandemia y hasta para permitir a los conductores llevar alguna copita de vino en el cuerpo.
Hay un sentido muy preciso en ese uso repetitivo en pequeñas dosis cotidianas, como en cuentagotas, que revela muy claramente una concepción ideológica particular y obstinada.
El sentido de la libertad de que habla el gobierno multicolor procede de una tradición del pensamiento político que valora únicamente el cumplimiento de aspectos procesales para juzgar si somos efectivamente libres y autónomos. La idea reposa en la suma de dos componentes fundamentales: a) la consigna de que se es libre cuando es viable elegir por uno mismo lo que mejor se considere para satisfacer el propio interés; y b) se es libre en tanto se consagre la protección del individuo frente a la interferencia de todo poder externo.
Se trata de un celoso recelo hacia toda regulación o intervención ajena respecto de la esfera de la autonomía y la voluntad individual, de la ausencia de todo impedimento o constricción en el actuar. Este último rasgo, que algunos llaman “libertad negativa”, cuando se combina con el mecanismo de mercado termina por maridar el credo perfecto de todo liberal: la libertad sólo es tal si el individuo cuenta con suficiente espacio para actuar privadamente, y el Estado y sus regulaciones normativas son una amenaza a todo este modelo abstracto.
Para Friedrich Hayek, uno de los profetas de este modo de ver la libertad, sólo importa que los individuos sean “libres para hacer algo” sin que tenga relevancia alguna si efectivamente hacen uso de esa posibilidad de hacer. Esta aseveración es vital para entender las consecuencias de estos encares, ya que implica desentenderse de si las personas tienen efectivamente alguna capacidad de hacer, o sea, si la libertad puede finalmente redundar en un hacer concreto o si basta con que permanezca como una mera posibilidad. Así por ejemplo, para este autor no resulta un privilegio la propiedad privada aun cuando reconozca que “sólo algunos puedan lograr adquirirla”. La abstracción prevalece sobre la realidad. El Estado debe ser “imparcial”, entiendo por tal aquel que no interviene en favor de la igualdad sustantiva de las personas.
El paso siguiente es la declinación hacia la desregulación de los mercados (incluido el laboral), que representa para estas orientaciones liberales un crecimiento de la libertad de hacer de los sujetos, puesto que suprime restricciones normativas. La limitación de la duración del trabajo, la fijación de salarios mínimos y los regímenes solidarios de seguridad social serán vistos como rémoras del pasado, como ataduras de las que hay que sacudirse por constituir intromisiones externas al individuo que obstaculizan la inversión y entorpecen la iniciativa. Estas derivaciones lógicas del concepto de libertad que maneja el gobierno se encuentran todavía en potencia, sin desplegarse del todo, quizá en busca de mejor oportunidad de manifestarse, aunque hay espíritus muy inquietos en sectores económicos y sociales que le exigen retornar a esa prédica propia de los años 90 del siglo pasado.
Hayek lo dice mejor que nadie cuando expresa que “si deseamos crear nuevas oportunidades abiertas a todos, ofrecer opciones que la gente pueda usar como quiera, los resultados precisos no pueden ser previstos [...] y por consiguiente no pueden conocerse de antemano sus efectos sobre cada fin o cada individuo en particular”.
El problema está en que todos tienen “derecho” al goce de la libertad, pero la mayor parte de las personas muy probablemente no esté en condiciones materiales de ejercerla según sus preferencias. Todos pueden ser propietarios, pero la propiedad está extremadamente concentrada. Algunos críticos, como Amartya Sen, entienden que esa noción de libertad no tiene “aceptabilidad ética” por no traducirse en oportunidades para que las personas alcancen objetivos y desarrollen capacidades de hacer cosas de acuerdo con sus valores y modos de vida.
Más poder que libertad en la LUC
Al solapar esta idea de libertad sobre las relaciones de trabajo queda en evidencia, más que en ningún otro caso, la indisimulable inequidad que provoca esta noción parcial de libertad.
Toda la construcción de la protección social del trabajo descansa en la verificación de la radical desigualdad existente en el llamado “contrato” laboral, negocio por el cual una persona libremente compromete su energía de trabajo sin coacción alguna (salvo naturalmente la que procede de la necesidad imperiosa que tiene de obtener un ingreso) en favor de un empleador que dispone de los medios para imponer sus condiciones en esa relación irreductiblemente asimétrica.
La noción que sustenta la LUC trasluce el miedo a la libertad real que padece el neoliberalismo ante las capacidades que las personas que trabajan pueden desplegar por el ejercicio de la libertad sindical.
Garantizar que esa necesidad material y dependencia laboral (tanto da si se trata de un obrero manual o de un chofer de una aplicación de transporte) convivan con márgenes razonables de libertad de la persona sólo se realiza si la facultad de hacer del empleador en la relación de trabajo se encuentra limitada por la legislación laboral y la acción sindical.
Visto desde el neoliberalismo, la acción sindical y la ley protectora del trabajo son cortapisas externas que constriñen la libertad de las partes. Pero en una relación desigual, la libertad de una de las partes (el trabajador) se alcanza precisamente mediante la restricción de la libertad de hacer de la otra parte. No hay otra alquimia que resuelva esa cuestión binaria de búsqueda de la libertad que a través de la limitación del poder.
La ley de urgente consideración (LUC) no contiene muchos dispositivos sobre relaciones laborales, es cierto, pero los plasmados son significativos porque varían sustantivamente estos delicados equilibrios entre la libertad de unos y de otros.
En el artículo 392 equipara el derecho de huelga con la libertad de trabajar del no huelguista y privilegia el ingreso del empresario al establecimiento durante el conflicto.
La huelga ha sido un extraordinario instrumento para ganar espacios de libertad por los trabajadores dependientes, que descubrieron en la acción colectiva una herramienta de respuesta a los arbitrios del empleador, ampliando sus capacidades de alcanzar sus propósitos en términos de calidad de vida laboral, personal y familiar.
Pero la LUC coloca al derecho de huelga en el mismo plano que la libertad de trabajar de quien se encuentra subordinado al poder del empleador, rebajando así su intensidad y efecto.
¿Para qué se hace una huelga? La finalidad esencial reside en su potencial para generar una presión en el empleador mediante una exacerbación legítima del conflicto no con afán atrabiliario, sino con la pretensión de solucionarlo y por esa vía, defender derechos conculcados o alcanzar una negociación para contribuir al progreso social y económico del trabajador y su familia.
El ejercicio de la libertad como producto de una acción colectiva y potente en favor del interés objetivo de los trabajadores se repliega ante la emergencia en la LUC de una libertad falaz del no huelguista, cuya consecuencia no es otra cosa que la consolidación de relaciones de trabajo desiguales, amputando la única vía hacia la real autonomía de la voluntad.
Este desenfoque de la libertad en la relación de trabajo también puede apreciarse en el artículo 215, que modifica la ley de inclusión financiera, entregando a la “libertad” de las partes la elección del medio de pago, ya sea en efectivo o por acreditación en cuentas de instituciones de intermediación financiera o en instrumentos de dinero electrónico.
Obvio es decir que, de manera general, los trabajadores no podrán resistir –menos aún en tiempo de penuria del empleo, como el presente– que prime la imposición del empleador, anclado en esta oportunidad que se le reconoce de actuar sin intrusión externa y recobrar su poder (“el poder de uno implica la falta de libertad del otro”, enseña Norberto Bobbio) en esta zona del contrato de trabajo.
En síntesis, la LUC debilita el derecho de huelga y suprime reglas jurídicas que aseguraban la percepción íntegra del salario, una alta cirugía que conduce a ampliar la esfera de poder del empleador en detrimento de la libertad del trabajador dependiente. Por eso la noción que sustenta la LUC trasluce el miedo a la libertad real que padece el neoliberalismo ante las capacidades que las personas que trabajan pueden desplegar en las relaciones económicas y sociales por el ejercicio de la libertad sindical, que supera la “libertad de hacer” por la “libertad para” alcanzar otros derechos.
Doña Soledad sufrió en carne propia este concepto abstracto de los neoliberales, porque su pobreza no le permitió estudiar, pese a que “quiso querer pero no pudo poder”, según canta Zitarrosa, quien entre el dolor y el enojo se pregunta “qué es lo que quieren decir con eso de la libertad”.
Hugo Barretto Ghione es catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.