Aunque no se trata de un personaje tan popular como para incendiar los programas de la tarde con debates, juicios sumarios y votación de la audiencia, Michel Foucault (1926-1984) es una indiscutida figura de referencia entre los colectivos que solemos englobar como “de la diversidad” así como entre las agrupaciones que han hecho de cárceles y manicomios sus objetivos políticos. Y, por supuesto, un intelectual ineludible en ámbitos académicos, tanto sea para continuar sus líneas de trabajo como para discutirlas. Por eso, la anécdota que su compatriota Guy Sorman decidió contar durante una entrevista de promoción de su último libro –delicadamente titulado Mi diccionario de mierda– publicada el 28 de marzo por The Sunday Times puso nerviosos a unos cuantos y dejó de boca abierta a varias almas bellas que nunca en la vida habrían esperado una conducta tan escandalosa de un señor tan interesante. Según dijo Sorman que dice en su libro, en 1969, durante unas vacaciones de Semana Santa, visitó a Foucault en el pueblo costero de Sidi Bou Said, próximo a la ciudad de Túnez, y tuvo ocasión de ver cómo el filósofo era perseguido por varios niños que le pedían dinero y con los que acordaba encontrarse más tarde, en el lugar de siempre. El lugar era el cementerio del pueblo y, según Sorman, Foucault tenía sexo con los niños “sobre las lápidas”.
En aquel momento, a pesar de haber pensado que aquello no estaba del todo bien, Sorman optó por no decir nada. O eso dice ahora. Si lo de los niños es cierto o no, por el momento no lo sabemos, pero es perfectamente verosímil: nadie es, por naturaleza, incapaz de cometer un acto aberrante, del mismo modo que nadie es culpable de haberlo cometido simplemente porque no es incapaz de hacerlo. Por otra parte, las ventajas que da el poder (para el caso, el poder de un señor metropolitano en un pequeño país de África que hasta hacía poco más de diez años era una colonia francesa; el de un hombre adulto y en posesión de dinero frente a unos niños llenos de necesidades; el de un individuo físicamente fuerte frente a otros más frágiles, etcétera) suelen ser aprovechadas, especialmente cuando las condiciones culturales las han normalizado hasta la invisibilidad. Digamos, entonces, que Foucault puede ser culpable de haber sometido sexualmente a niños pobres del Magreb, aprovechando su situación de privilegio. O no.
Podríamos desacreditar este relato recordando que Sorman es un defensor ferviente de las bondades del capitalismo, que ha dedicado varios libros a recomendar la reducción del Estado a favor de la iniciativa privada y que suele pontificar contra las tendencias de izquierda, pero ni seríamos justos con Sorman, cuyas posiciones políticas no tienen por qué inhabilitarlo para dar testimonio de nada, ni con Foucault, que difícilmente querría ser incluido en forma aproblemática en la categoría “pensadores de izquierda”.
Recordemos que ya, ahora mismo, la práctica del abuso disfrazada de saludable compra de servicios está instalada en un país tan sensato y bien educado como el nuestro.
¿Y entonces? Lo primero que se me ocurre es que la cuestión de la conducta personal de Foucault puede ser interesantísima para las personas que encuentran interesantes las conductas personales, y puede ser un elemento más en la consideración del cuadro general de su modo de leer cosas tan dispares como el poder, la historicidad, la verdad de los enunciados, las tecnologías del yo, el lugar del intelectual en el campo político y tantas otras. Lo segundo que se me ocurre es que en este escándalo todo el mundo parece pasar por alto un asunto: hay niños y niñas que corren detrás de adultos adinerados o poderosos para poder conseguir pequeñas, mínimas recompensas. Lo hacían los niños magrebíes en los años que recuerda Sorman, lo hacen incontables niños y niñas en Tailandia, ese país hermoso como el Paraíso en el que se calcula que el turismo sexual engrosa entre 2% y 10% el producto interno bruto (las cifras no son claras por razones obvias) y lo hacen niños y niñas en cualquier lugar del mundo, porque lo único que se necesita para que haya explotación sexual infantil es que haya niños desprotegidos y adultos que tengan algo que ofrecerles.
En estos días estamos afrontando el comienzo de una crisis que no hará más que empeorar (no lo digo por alarmista: el que quiera revisar las cifras de aumento de la pobreza, del desempleo, de pérdida de poder adquisitivo de salarios y jubilaciones, de deterioro del sistema de protección social en todos sus aspectos, puede buscar información y la encontrará), y cualquiera sabe que los más frágiles son los primeros en sufrir en tiempos así. Muchos tenemos todavía en la memoria la imagen de bandas de niños metidos dentro de los contenedores de basura, no siempre buscando comida: muchas veces jugando, porque si la basura se puede comer, también se puede jugar con ella, dormir en ella. Los límites que una sociedad instala para separar lo sucio de lo limpio, lo sano de lo enfermo, son muy precarios en tiempos de hambre.
Esperemos que antes de que la cruzada de la moral tenga que observar que algunos adultos se aprovechan de los niños en esa forma que hemos dado en llamar explotación sexual se enciendan también las alarmas para denunciar las condiciones de posibilidad de una violencia criminógena y promiscua que empieza mucho antes de que el sexo entre a escena. Y recordemos que ya, ahora mismo, la práctica del abuso disfrazada de saludable compra de servicios está instalada en un país tan sensato y bien educado como el nuestro, y que se la defiende como si efectivamente la magia pagana de los intercambios comerciales fuera un suelo brindado por la naturaleza para que puedan yacer, entregados al goce, los más aptos.