Me despierto y escucho que ayer murieron 71 personas por covid-19. Parece que por día mueren 90 personas por otras causas. Estamos llegando a duplicar las muertes diarias. Estos datos se van transformando en parte de un nuevo sentido común que no parece conmovernos. Parece haberse instalado una idea de que no hay mucho que hacer. Afortunadamente, las encuestas muestran que de a poco la gente parece convencerse de que es necesario tomar medidas, pero aún no es suficiente. Frente a la evidencia de la realidad de los contagios, el gobierno habla desde una dogmática idea de libertad que no guarda relación con estrategias mucho más restrictivas que varios de los países con fuertes tradiciones liberales y políticas neoliberales, como Chile y Gran Bretaña, han ensayado. El gobierno y cierto sentido común imperante parecen asumir que no se puede hacer mucho más que lo que haga la sociedad. Desde este insólito punto de vista el Estado ha perdido su tradicional rol. En esta visión, hacer otra cosa sería ir en contra de la libertad.
En los últimos meses, la palabra “libertad” parece haber adquirido un nuevo estatus. En charlas con familia y amigos, y en la distancia de las redes sociales, varios advierten acerca de los riesgos para nuestra libertad de una manera que no había escuchado en mucho tiempo. Supuestamente esto tiene que ver con las restricciones de las estrategias sanitarias. Aunque se trata de una pandemia global que ocurre en el contexto de un inmenso desarrollo científico y que seguramente podamos resolver en años, y no en décadas como ocurrió en siglos anteriores, las estrategias iniciales de distanciamiento no son muy diferentes a aquellas que fueron practicadas cinco o seis siglos atrás cuando el término “cuarentena” fue acuñado. Un fenómeno natural, no muy diferente a otros, impuso restricciones. Pero en estos tiempos las restricciones son conceptualizadas por algunos como un ataque irracional a la libertad. Parece que antes éramos totalmente libres, y ahora no.
Viejas y nuevas clases medias
Es cierto que el impacto de las prácticas de distanciamiento es enorme. Afecta las bases materiales de nuestra vida y las maneras que sentimos y habitamos en este mundo. Más allá de que los gobiernos propongan medidas restrictivas o no, el impacto recorre al conjunto de las sociedades y las economías. Algunos estudios han insistido en que una de las consecuencias sociales de la pandemia es el riesgo de caída en la pobreza de las frágiles clases medias emergentes en América Latina.
El término “clase media” es elusivo: enfatiza más el nivel de ingreso que las características ocupacionales. Pero es cierto que, como señaló recientemente el sociólogo Goran Therborn, este ha sido el lenguaje prominente para pensar las relaciones sociales en el siglo XXI frente a la idea de “clase trabajadora” que primó en el siglo XX. Muchos trabajadores, más o menos independientes, se imaginan como clases medias que disfrutan de mayor libertad y autonomía frente a la clase trabajadora tradicional. Las posibilidades tecnológicas de flexibilidad y tercerización, y el desarrollo del área de servicios en el capitalismo posindustrial, han fortalecido estas identidades en los sectores de trabajadores hasta llegar al absurdo de que un chofer de Uber pueda ser considerado un emprendedor y no un trabajador de una empresa. Para este imaginario de clases medias la libertad es un bien preciado.
Los uruguayos tenemos un largo vínculo con la idea de clase media. Desde el Montevideo imaginado como una gran oficina en los primeros libros de Mario Benedetti hasta la idea del emprendedurismo que comenzó a tomar fuerza en la década de 1990 y se desarrolló en este siglo se ha consolidado la idea de que Uruguay es un país de clases medias. Pero mientras aquellas clases medias de oficinistas, mayoritariamente públicos, se sentían parte de las clases trabajadoras, estas identidades vinculadas al trabajo autónomo se distancian del movimiento sindical, se ven como independientes y creen que su éxito es el resultado de sus méritos, por lo que cuestionan las formas de solidaridad desarrolladas desde el Estado: todos sus logros son el resultado del esfuerzo individual que libremente desarrollaron. A diferencia del liberalismo político de las clases medias de mediados del siglo XX, que eran dependientes de lo público y particularmente de lo estatal, estos nuevos sectores influenciados por el liberalismo económico piensan en un sentido contrario: que el Estado parece ser el principal problema y no puede contribuir a ninguna solución. En este momento tan particular, estos sectores se ven amenazados y no pueden pensar salidas colectivas articuladas desde el Estado. En su imaginario no hay mucho más que salidas individuales.
Algunos de estos asuntos tal vez ayuden a explicar por qué ciertas ideas dogmáticas de libertad no nos permiten ver y actuar frente a la realidad que está ocurriendo.
La libertad contra la pandemia
Es entre esos sectores que un conjunto de personas asociadas a experiencias previas de oposición al gobierno del Frente Amplio (fundamentalmente la oposición a la segunda planta de UPM y el movimiento contra la bancarización obligatoria) se encontraron en una corriente que se mostró escéptica a la pandemia. Sospechó de las vacunas y planteó que toda esta situación, de una manera u otra, era una gran excusa para establecer una dictadura global que disciplinaba nuestros cuerpos. Las interpretaciones van desde posturas críticas al discurso científico hasta las peores y más delirantes versiones conspirativas. Estas visiones se han expresado en su visión más sofisticada en un nuevo medio de prensa digital llamado Extramuros, dirigido por Aldo Mazzucchelli, y en diferentes expresiones en las redes que han culminado en las recientes marchas lideradas por el pintoresco Gustavo Salle.
Inicialmente se intentó relativizar con argumentos críticos los discursos sanitarios, pero cuando la realidad pareció complicar esas estrategias de banalización algunos enfatizaron la “dimensión dictatorial” del tiempo que vivimos. Entre ellos, algunos reivindican una suerte de actitud heroica asociada a gestos como no vacunarse o no usar barbijo. Incluso en un contexto de no obligatoriedad de la vacuna, algunos han planteado el problema en una forma dilemática en la que aceptar la vacuna es resignar el último momento de la libertad frente a una supuesta dictadura global.
Varios de los que usan este tipo de argumentos en un tono radical definen este momento como único. Parecen no reparar en todos los momentos de su vida en que su cuerpo ha sido sometido a diversas formas de control, disciplinamiento o intervención. Además, se resisten a discutir los argumentos de la solidaridad inmunológica, dejando de lado el hecho de que toda campaña de vacunación tiene una dimensión colectiva, además de individual.
Es cierto que no todos son tan radicales. Existen personas con posturas afines pero que asumen una conducta más pragmática ante estos temas y se adaptan a las nuevas circunstancias. Entre otras cosas, porque el acceso a ciertos bienes y servicios como la posibilidad de viajar resultan condicionados por estas restricciones.
La sensibilidad de estos grupos no ha podido conectar con otros dramas mucho más serios que afectan la libertad y la vida de muchos en esta pandemia. En estas expresiones de crítica no hay mayores menciones al impacto social de aumento de la indigencia y la pobreza, ni señalamientos acerca de los descensos salariales y la creciente inestabilidad que la pandemia impone en el área privada de la economía, o acerca del incremento de la desigualdad entre el sistema público y privado de educación secundaria y primaria. Tampoco expresan solidaridad con las denuncias de las organizaciones feministas acerca del crecimiento de la violencia doméstica debido al contexto de encierro, o del incremento de la violencia policial en zonas populares. Para ellos, la defensa de la libertad en este contexto simplemente se limita a las restricciones sanitarias impuestas por el Estado. La tragedia de tener que usar un tapaboca o darse una vacuna les parece mucho más grave que el drama que padecen múltiples sectores populares, cuya libertad está extremadamente limitada por la imposibilidad de tener recursos para su sobrevivencia en este contexto.
La estrategia tuvo poco que ver con la “libertad responsable” y más con una mirada selectiva acerca de en qué lugares se reduciría la movilidad y en cuáles no. Fue el gobierno, no los ciudadanos, el que definió qué áreas sacrificar.
En esta lectura, que recuerda al liberalismo ramplón de la burguesía del siglo XIX, el Estado es un enemigo y nunca puede ser una fuerza que contribuya a viabilizar ciertas libertades. La falta de libertad que es denunciada sólo se limita a su experiencia individual y no se puede pensar la libertad en diálogo con las relaciones que implican vivir en sociedad. Su libertad fundamentalmente parece ser la libertad de contagiar, sin mayor evaluación de la consecuencia que genera en el resto de los miembros de la sociedad.
La libertad responsable
Otra forma de conceptualizar la libertad que también está cerca de la sensibilidad de estas nuevas clases medias fue la propuesta desarrollada por el presidente de la República acerca de la “libertad responsable”, que en sus momentos de éxito pretendió llevar al estatus de doctrina.
En la visión del presidente, las principales medidas para detener a la pandemia tenían que ver con la conducta individual. Los individuos libremente reducirían al máximo sus contactos, y la consigna “quedate en casa” fue la primera expresión de esa política. Impedir la expansión de la pandemia dependía de la responsabilidad individual y el Estado no debía hacer nada que coartara la libertad de estos individuos. Se partía de una idea de homogeneidad social que no condecía con la realidad, porque los individuos no somos iguales y quedarnos en casa no es lo mismo para todos nosotros. Las casas son diferentes. La posibilidad de hacer teletrabajo y teleestudio también. En síntesis, algunos podemos quedarnos en casa, pero otros no.
El discurso de la “libertad responsable” también llegó a ser popular en sectores medios que no comulgaban con el gobierno pero que se veían a sí mismos como portadores de una conducta virtuosa y criticaban desde sus ventanas, en un tono moralizante, a aquellos que no cumplían con la sugerencia de encierro sin preguntarse por qué esa gente que veían pasar por la calle estaría allí.
De todos modos, en su planteo el presidente también incorporó a aquellos que no podían estar en casa. ¡Hasta eso fue conceptualizado como libertad! En una memorable y aplaudida conferencia de prensa en marzo de este año, el presidente dijo que él no era quién para prohibirle al “laburante” el hecho de salir a buscar cómo hacerse el pan. El Estado hasta daba la libertad para que los trabajadores fueran a trabajar y libremente se contagiaran en condiciones que podían ampliar la epidemia.
Lo cierto es que aunque el eslogan de la libertad responsable fue relativamente exitoso en el discurso público, no tuvo tanto que ver con la política concreta del gobierno. Si Uruguay pudo contener la epidemia fue porque se prohibieron ciertas actividades (culturales, recreativas, deportivas, sanitarias) en ciertos momentos, porque otras tuvieron razonables presiones por parte del Estado para ser reducidas y porque se sacrificó la educación pública. También fue exitosa porque durante parte de 2020 la reducción de la movilidad social se sostuvo gracias a determinados instrumentos de protección social de aquel Estado que en 2019 era denunciado por sus límites a la libertad económica. Los altos niveles de formalización laboral, cuestionados meses antes por su rigidez, posibilitaron a trabajadores de varias actividades afectadas a recibir algún tipo de seguro de paro. La tímida ampliación de recursos para los sectores más pobres se viabilizó gracias a los mecanismos establecidos por el Ministerio de Desarrollo Social en la década anterior.
Pero también los preciados derechos liberales tradicionales sufrieron restricciones. Nada menos que el derecho de reunión fue suspendido, en un debate parlamentario en el que se proponían otros mecanismos para evitar el problema de las aglomeraciones. La estrategia concreta tuvo poco que ver con la “libertad responsable” y más con una mirada selectiva acerca de en qué lugares se reduciría la movilidad y en cuáles no. Fue el gobierno, no los ciudadanos, el que definió qué áreas sacrificar y cuáles no.
En las últimas semanas, el discurso de la libertad responsable ya no parece tan persuasivo y enfrenta su última frontera. Mientras los científicos plantean en forma discreta que es necesario reducir ciertas actividades económicas, el presidente Luis Lacalle Pou plantea, con un discurso principista, que se niega a poner más restricciones. Nuevamente, la libertad se transforma en un dogma. No se trata de un principio que mejore la vida de la gente, se trata de un axioma absoluto que hay que mantener incluso a riesgo de perjudicar sanitariamente a la población. Los equilibrios entre la economía y la salud no han sido fáciles para ningún gobernante, pero cuando el asunto se plantea en términos absolutos y la libertad se plantea como alternativa a la racionalidad científica, el asunto es aún más complicado.
Realidad y dogma
Aunque con miradas muy diferentes sobre el fenómeno de la pandemia, estos dos enfoques terminan compartiendo cierta visión común acerca de la libertad. En unos se trata de una defensa del individuo frente al Estado y el bien común, y en otros consiste en la defensa del interés del privado frente al interés común. Para ambos, la defensa de la libertad se transforma en una idea absoluta, un dogma que niega la realidad de las dimensiones de la epidemia e interpone al individuo frente a la sociedad. Además, sugiere la ingenua idea de creer que el individuo se puede salvar condenando a la sociedad.
En los primeros meses de la pandemia, varios analistas en diferentes partes del mundo señalaron que la catástrofe interpelaría los sentidos comunes neoliberales y que se volvería a poner el problema de la solidaridad social y el Estado de bienestar en el centro, tal como había ocurrido en situaciones excepcionales de otro tipo en la primera mitad del siglo XX. Otros señalaban que las epidemias han tenido un carácter igualador en la historia debido a que su solución requería el desarrollo de mecanismos colectivos. Sin embargo, en Uruguay y en otras regiones del continente americano la pandemia pareció ser la oportunidad para fortalecer ciertas ideas dogmáticas acerca de la libertad que ya tenían precedentes históricos (Guerra Fría, neoliberalismo).
Sabemos que cuando el dogma interpela a la realidad, esta, tarde o temprano, triunfa. El problema es cuántos muertos habrá que esperar para que políticas realistas apoyadas por sectores importantes de la sociedad uruguaya prosperen. Un necesario debate acerca de lo que entendemos por libertad tal vez sería una buena política sanitaria.
Aldo Marchesi es historiador y docente en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación y la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.