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Ilustración: Ramiro Alonso

Cuando la transgresión se vuelve reaccionaria

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Ya se ha convertido en algo usual: el debate político baja cada día un poco más de nivel. Y, en ocasiones, ese descenso puede llegar a producir y recrear temores. En la última semana, las redes sociales iberoamericanas estallaron ante un video sobre el debate en Cadena SER de los candidatos electorales a presidir la Comunidad de Madrid. En el registro se ve a Pablo Iglesias retirándose de un debate radial, luego de que la candidata del partido de extrema derecha Vox, Rocío Monasterio, se burlase de las amenazas sufridas por el líder de Podemos (un sobre con cuatro balas, para él y su familia, enviadas a la Guardia Civil) y se negara a condenar el hecho. Monasterio, que representa a un partido que combina neoliberalismo económico y tardofranquismo cultural, tampoco hizo referencia alguna a las amenazas que sufrió el ministro del Interior, el socialista Fernando Grande-Marlaska. Su actitud mereció la reprobación inmediata de los otros candidatos progresistas presentes en el debate: Ángel Gabilondo y Mónica García. El Partido Popular, que lleva como candidata a la actual presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, utilizó su cuenta de Twitter para dar su posición: “Iglesias, cierra al salir”, decía el tuit ante la retirada del candidato de Podemos del debate, replicando las palabras de Monasterio. El mensaje que desde el partido que presume de “centroderecha” avalaba a Monasterio fue borrado poco más tarde.

En pocas horas comenzaron a aparecer cuentas en Twitter que repetían el mismo mensaje de Monasterio y de la extrema derecha: “Llevo votando a la izquierda desde que tengo 18 años, pero tras ver el debate de hoy votaré a Vox” o “Rocío Monasterio ha sido la única que le ha echado cojones a dejarle las cosas claras a Pablo Iglesias” fueron algunos de ellos. Buena parte de esas cuentas llevaban la palabra “Falange” en el nombre de usuario.

Este tipo de situaciones no son privativas de España, pero tienen a Vox como un vocero fundamental. En América Latina, algunas derechas han encontrado en el partido de la extrema derecha española un espejo en el que mirarse a la hora de dar debates públicos. La Carta de Madrid, un documento redactado por iniciativa del líder de Vox, Santiago Abascal, en octubre de 2020, pretende elevar la voz frente a lo que ellos denominan “los comunistas” de la “Iberosfera”. Se trata, por supuesto, de un comunismo imaginario que sirve de excusa para el desarrollo de una política de extrema derecha que, progresivamente, va corriendo el eje del debate público. Entre los firmantes de la carta se encuentran Giorgia Meloni, presidenta del partido de extrema derecha Fratelli d’Italia, y Roger Noriega, quien fuera embajador de Estados Unidos ante la Organización de Estados Americanos (OEA) durante la presidencia de George W Bush. Pero a ellos los acompañan una buena cantidad de políticos latinoamericanos. Entre ellos, se destacan Arturo Murillo –ministro de Gobierno de Bolivia durante la presidencia de Jeanine Áñez–, José́ Antonio Kast –presidente del pinochetista Partido Republicano de Chile–, Eduardo Bolsonaro –diputado federal por el estado de San Pablo e hijo del presidente brasileño Jair Bolsonaro– y Waldo Wolff –diputado argentino de Propuesta Republicana (Pro), el partido del expresidente Mauricio Macri–, entre muchos otros. También aparecen firmas como las del “ultraliberal” José Luis Espert y su excompañero de fórmula, el periodista Luis Rosales, y el libertario Javier Milei.

¿El medio es el mensaje?

El tiempo de las redes sociales también es el de las empresas transnacionales de tecnología que operan por encima de los límites de su residencia fiscal. Pero, aunque parezca que estas empresas, cuyo ánimo de lucro resulta evidente, operan bajo criterios y decisiones homogéneas, la contradicción forma parte de su propio panorama. El Mark Zuckerberg que acusó a China de espionaje cuando el arco político estadounidense ingresó en una guerra abierta contra el Partido Comunista Chino fue el mismo empresario de Silicon Valley que años antes había aceptado toda la censura impuesta a internet por el gobierno asiático. Al problema de la supranacionalidad –que tanto preocupó a los académicos ligados a la ecología de los medios en la década pasada– se le suma un aditamento: las empresas tecnológicas pueden ser transnacionales, pero eso no las conduce a una renuncia ideológica. La idea de “transversalidad política” en las redes se difumina al observar la forma en que las tecnológicas juegan cartas políticas de manera explícita. Cuando Twitter decidió censurar las expresiones de odio de Trump, Parler se abrió como el foro 2.0 dispuesto a refugiar a la alt-right global. Redes hay. Y para todos los gustos.

Los planteos de las derechas reaccionarias parecen haber encontrado hoy nichos específicos en las redes. Pero, lógicamente, preceden a ellas. Y la discusión sobre las plataformas de difusión de estas derechas, también. El caso británico es ilustrativo al respecto. Cuando a comienzos de la década de 1980 la revolución conservadora de Margaret Thatcher tomó impulso, diversos grupos neofascistas que contaban ya con décadas de existencia comenzaron a fortalecerse. Desde la arena cultural, Screwdriver se convirtió en la banda sonora de los supremacistas blancos británicos. Fundada en la década de 1970 por Ian Stuart Donaldson, comenzó cultivando la estética clásica punk pero pronto los chupines pasaron a ser Levi’s, las remeras se volvieron negras y las esvásticas se hicieron inconfundibles. Resultó una respuesta efectiva a Rock Against Racism, un movimiento surgido en 1976 frente a discursos de odio como el famoso “River of blood”, del parlamentario conservador Enoch Powell.

Cuando la transición del grupo a una estética y unas letras completamente neonazis se formalizó, su sello discográfico los discontinuó. Pero su suerte no empeoró. Por el contrario, aquel fue el momento en que su sonido cargado de odio se hizo más audible. Sus grabaciones comenzaron a ser financiadas por medio del National Front, el partido neofascista surgido en 1967 y cuyo nacimiento coincidía con la caída de la imagen de Winston Churchill como prenda de unidad nacional. El fundador del nuevo mundo libre comenzaba a ser cuestionado por revisionistas como David Irving, por sus batallas perdidas durante la Segunda Guerra Mundial. Surgía una añoranza por un imperio caído en la posguerra que fue reemplazado por un Commonwealth permeable al multiculturalismo. Esto también se plasmó en las letras de Screwdriver.

Resulta necesario desarmar discursos, analizar sus falsas transgresiones y evidenciar que aquello que se presenta como “incorrecto” puede no ser más que una posición reaccionaria.

Si bien el contexto le permitió un éxito considerable a la banda, la respuesta del activismo antifascista no se hizo esperar, y comenzó a acuñarse un término que volvió a estar de moda en los últimos tiempos: de-platfom. Un concepto que implica evitar que los discursos de odio tengan una plataforma donde ser exhibidos. Así fue como la banda de Donaldson fue acompañada a cada rincón de las islas británicas por manifestantes, hasta que nadie quiso promover sus espectáculos. Donaldson murió en un accidente automovilístico en 1992, pero su legado siguió viviendo: Blood and honour es un festival de rock clandestino con promoción del Frente Nacional que se festeja anualmente en Inglaterra, Europa del Este y Estados Unidos. La pelea entre los grupos de acción antifascistas y los seguidores de Donaldson se renueva año a año.

La izquierda identitaria y la identidad de la derecha

En el último tiempo, se volvieron frecuentes las reacciones de corte conservador ante el activismo que enfrenta los discursos xenófobos o racistas. En un reciente artículo publicado en la revista argentina Seúl, el periodista residente en Francia Alejo Schapire afirma, supuestamente desde el progresismo, que la izquierda está traicionando los valores occidentales. Según su concepción, esta experimenta una suerte de claudicación frente al oscurantismo musulmán, al tomar como único objetivo conformar minorías identitarias. El resultado de este proceso implicaría un problema para la izquierda. Según el planteo de Schapire, bajo estos parámetros sólo podría representar a élites entusiastas de movimientos como el Me Too y el Black Lives Matter, mientras que al proletariado blanco, empobrecido y culpable a los ojos de la izquierda de sus privilegios étnicos sólo le quedaría la alternativa de votar por Donald Trump o Marine Le Pen.

Este tipo de análisis manifiesta dos problemas evidentes. El primero es el de la heterogeneidad racial de la clase trabajadora –de Estados Unidos y de Francia, pero también de otros países– tanto en el ámbito urbano como rural. Esta idea, tan útil para dar una explicación rápida sobre el éxito de Trump, parece traernos una imagen estática de Estados Unidos. Se presenta, en definitiva, un país que ya no es. Un país conformado por trabajadores blancos que ya no se ven representados por la izquierda clásica (algo ilógico, además, porque Estados Unidos ha carecido de esa llamada “izquierda clásica” y lo que ha tenido, en contrapartida, ha sido un liberalismo socialmente progresista).

El segundo problema que se evidencia en el análisis de Schapire, se corresponde al orden de lo fáctico. Si bien al comienzo pareció haber cierto consenso en que la clase baja blanca había corrido a las urnas a votar a Trump, el análisis de los datos numéricos –tal como lo demuestran especialistas como Cas Mudde– no parece respaldar esa conclusión. Pero Schapire no se detiene allí. Considera que Francia cometió el error de importar la traducción que la academia estadounidense hizo de su propia izquierda, otrora laica y anticapitalista. Sostiene que en Francia, como en Estados Unidos, ya no se busca la “liberación del proletariado”, sino la reivindicación de identidades difusas. Es en ese punto donde el autor nos propone la trampa más interesante. Es cierto que las ideas de los liberals estadounidenses nos resultan extrañas y que conceptos como «apropiación cultural» y woke culture (algo así como un despertar de conciencia frente a la discriminación diaria) parecen tener poco que ver con las relaciones materiales de dominación. Pero ¿es eso el progresismo vigente? ¿La política clásica, mediada y estamental se maneja en esos términos? No parece suceder así. Confundir la incorporación de temas en la agenda política tradicional con la transformación de la política tradicional “en” esa agenda constituye su error. El propio Barack Obama llamó a no confundir woke en redes sociales con activismo, o lo que nosotros llamaríamos militancia. Tampoco parece importarle al autor de la nota qué entendemos por “laicismo”. No se preocupa por historizar la conflictiva historia del laicismo en Francia y sus diferencias con la de Estados Unidos: aglutina las categorías y las presenta como absolutas. Al leerlo uno se pregunta: ¿realmente la preocupación de un Estado secular consiste en obligarle a no utilizar velo a una mujer musulmana en una universidad pública o meter cerdo en menúes escolares?

Las reacciones frente al multiculturalismo parecen necesitar de un peligro inminente que tal vez nunca llegue. Así como la Carta de Madrid llama a ponerse de pie frente a un comunismo imaginario, otros discursos de la nueva derecha radicalizada necesitan construir sus propios mitos. En Argentina, Patricia Bullrich, exministra de Seguridad y ahora líder del Pro, lo intentó con una supuesta guerrilla mapuche en la Patagonia. Su idea ayudó a fomentar una imagen de mujer que pone orden en la Patagonia, región que aún carga en el imaginario con la idea de territorio con características indómitas. En Chile, la extrema derecha representada por José Antonio Kast combatió la reforma constitucional sosteniendo que una nueva Carta Magna sería la “Constitución de los saqueos”, en alusión a las movilizaciones de la ciudadanía chilena de 2019.

No hay necesidad de que nos simpaticen todos aquellos que se enfrentan a las posiciones de las derechas radicales. No es necesario coincidir con las posiciones políticas de Pablo Iglesias, por mencionar un caso, para alertar sobre el crecimiento de la extrema derecha, el renovado “falangismo”, el negacionismo y la utilización del miedo para amedrentar a los votantes. Lo que sí resulta necesario es desarmar discursos, analizar sus falsas transgresiones y evidenciar que aquello que se presenta como “incorrecto” puede no ser más que una posición reaccionaria.

Bruno Reichert es periodista argentino. Esta columna fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.

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