El principal cuestionamiento a la constitucionalidad de la ley de urgente consideración (LUC) como tal radica en que el Ejecutivo presentó un proyecto de gran extensión, contenidos e importancia, recurriendo a un procedimiento que restringe de forma muy importante las facultades del Parlamento. Lo que de por sí supone que sólo es legítimo acudir a él en forma excepcional, por motivos justificados y en temas concretos. Se transgrede también la prohibición explícita de limitar su uso a un proyecto a la vez. El justificativo expuesto no era real, se demostró con el trámite relámpago dado a las leyes que limitan el derecho de reunión. Al contar con mayoría parlamentaria, el Ejecutivo no necesitaba acudir al procedimiento urgente para lograr un trámite acelerado de sus proyectos.
Con la decisión adoptada se han coartado, además, derechos fundamentales de los ciudadanos: a la información, opinión y expresión sobre los temas que se tratan en el Parlamento. La LUC es una ley que se pergeñó a espaldas del pueblo.
El 23 de marzo, la Suprema Corte de Justicia (SCJ) rechazó un recurso de inconstitucionalidad contra la LUC presentado por quien, sometido a la justicia penal, cuestionaba alguna de las modificaciones que introdujo la LUC en las leyes de procedimiento. Es llamativo que, además de recurrir las normas específicas que a su entender lo afectaban, el interesado amplió su cuestionamiento al uso por el Ejecutivo del procedimiento de declaratoria de urgente consideración para un proyecto de tal contenido –en términos jurídicos, cuestionó su forma–.
La SCJ entendió en síntesis que el Ejecutivo puede calificar sin restricción proyectos de ley como de urgente consideración, y que hacerlo para uno que contenga medio millar de artículos sobre decenas de temas no constituye un exceso, porque logró encontrar que todos ellos están conectados. Valeria España, en un artículo publicado en la diaria, analizó críticamente en detalle la sentencia.
Como es sabido, las decisiones de la SCJ en materia de inconstitucionalidad tienen alcance sólo para el caso concreto en que se expiden, por lo que todo aquel que se sienta lesionado en su “interés directo, personal y legítimo” podrá accionar nuevamente demandando esa declaratoria. No están agotadas entonces las oportunidades para intentar que la SCJ cambie su equivocada opinión inicial, en especial porque ella fue dada en un caso muy específico y particular. Otra dimensión e importancia adquiriría una demanda en que el tema en juego se centrara en el atropello de las potestades del Parlamento y los derechos de los ciudadanos.
La Constitución posee un régimen restringido de control de la constitucionalidad de las normas que dictan el Ejecutivo y el Legislativo en comparación con una cantidad de países de Europa y del continente. No contamos, como en cantidad de ellos, con un tribunal constitucional especializado, y se encuentran limitadas, como se decía, tanto las posibilidades de recurrir como el alcance de los pronunciamientos.
No es la acción de inconstitucionalidad el último recurso, se podrá acudir a los desarrollos en el campo de los derechos humanos, de amplia recepción en nuestro medio. Los organismos y tribunales internacionales con competencia en el tema seguramente tienen mucho que decir, porque tanto en lo que hace al procedimiento como al contenido se suman los aspectos de la LUC que lesionan los derechos humanos.
La acción de inconstitucionalidad constituye una vía paralela a la del referéndum que se viene tramitando, posee características, procedimientos y efectos distintos de aquella. Sobrarán los que se apuren a vociferar que se pretende acudir a esa vía ante la posibilidad de que finalmente aquel no prospere. Estas líneas no reptarán en ese barro.
El panorama institucional y político en el que la SCJ debería pronunciarse es complejo. La alternancia entre gobiernos neoliberales y progresistas, por así llamarlos, genera importantes tensiones en el sistema de gobierno democrático-republicano debido a las radicales diferencias entre ambos modelos y las urgencias por llevarlos adelante. Tensiones que ponen en crisis el pacto no sólo político, sino económico y social en que se funda. Hoy las sociedades se dividen en mitades, separadas por brechas de odio deliberadamente fomentadas en forma permanente por la derecha como estrategia política. Son tiempos de inestabilidad, cada cambio de gobierno supone la instalación de un proyecto muy opuesto, que intenta borrar lo hecho por el anterior. Se pierde el denominador común en que se sostiene un modelo pensado para la alternancia de partidos sin quiebres de esa magnitud.
Las vicisitudes a las que han sido sometidos tribunales a cargo del control y la defensa de la Constitución en los países de América Latina en este escenario dan cuenta de los problemas que supone lidiar con conflictos de una dimensión para la que no se encuentran preparados, posiblemente no fueron concebidos, y en el fondo no está a su alcance resolver.
Hay razones para afirmar que están en cuestión las concepciones en que se sustenta el Estado de derecho; aquel que se gobierna por reglas de juego que dan garantías de respeto a las minorías, de equilibrio entre los poderes, de protección de los derechos fundamentales, incluidos los que apuntan a cierta igualdad social. El sentido común, los conceptos establecidos, todas las construcciones y teorías que los sostenían pierden sentido y dejan de ser sentidas por el común. La casi total falta de reacción, el silencio de la academia y demás actores del ámbito jurídico, sólo alterado por voces y expresiones aisladas; la ligereza de los argumentos esgrimidos para justificar la LUC, incluyendo los vertidos en la aludida sentencia de la SCJ, se pueden anotar como testimonios de esa decadencia.
Así y todo, las buenas perspectivas de alcanzar el número de firmas, a pesar de las enormes dificultades, están haciendo mella en esa estrategia de silenciamiento y parecen indicar una vez más que las salidas pasan por devolverle la voz al soberano.
La negativa explícita a discutir sobre el contenido de la ley por parte de los legisladores de la mayoría gobernante, y a reconocer que la pandemia constituye un impedimento para la tarea de recolección de firmas, así como la decisión general de prescindir del diálogo político, pilar del sistema democrático, demuestran que, más allá de formalidades y discursos, los que nos gobiernan no creen mucho en las instituciones democráticas y que su proyecto tiene pocos escrúpulos para desconocerlas.
Urge la convocatoria a un movimiento de actores del campo jurídico, político y social, dirigido a demandar la inconstitucionalidad de la LUC ante la SCJ.
La Constitución no deja lugar a la duda: ha asignado a la SCJ la responsabilidad de defenderla, le ha atribuido una jerarquía institucional de primer orden, en tanto cabeza del otro poder del Estado, con el encargo del resguardo de la cúspide de la legalidad.
La actitud que adopte la SCJ ante nuevos accionamientos que cuestionen la constitucionalidad de la LUC mostrará hasta dónde en ella permanecen vigentes las concepciones en que se funda nuestro régimen constitucional, su grado de coincidencia con la forma en que el gobierno lo manipula y cómo concibe su rol de defensa de la Constitución. En qué circunstancias es su deber contraponerse a las decisiones de los otros dos poderes y hasta dónde está dispuesta a contradecirlos. Sin perjuicio de respetar el rumbo político que ellos adopten y sin desconocer que se encuentran legitimados por las mayorías surgidas de las elecciones; aun cuando no posea ese aval ciudadano, el máximo tribunal no puede claudicar en su responsabilidad de ser quien controla que quienes manejan el poder se muevan dentro de las reglas de juego básicas que nos definen como un Estado de derecho. Hacer que quienes ejercen el poder del Estado lo hagan sin excesos, dentro del marco jurídico institucional que rige el país, ese es nada menos el rol que a la SCJ le toca cumplir.
En resumen, el desafío del máximo tribunal del país va más allá de demostrar y salvaguardar su independencia: debe mostrar hasta dónde está dispuesto a defender los principios consagrados en la Constitución.
Los tribunales superiores y los poderes judiciales son en general más conservadores que la media de la sociedad, tanto en lo que hace a su resistencia al cambio como en lo ideológico. En Uruguay a esto se suma la falta de independencia económica de nuestro Poder Judicial. Aunque parezca paradójico, la fidelidad con esa tradición conservadora pasa hoy por que la SCJ impida que las bases de la institucionalidad sean cuestionadas al extremo que lo ha hecho la LUC. ¿Alcanzará su tradición conservadora para dar cuenta de esta posconstitucionalidad?
Sin duda, la decisión de la SCJ no tendrá, por cierto, la capacidad para cambiar el sentido de corrientes de volumen histórico, de transformaciones de fondo e irreversibles que ya se están consumando a nivel mundial. Sin embargo, el pronunciamiento del máximo tribunal de justicia del país sobre un tema crucial para la institucionalidad democrática, más allá de sus repercusiones inmediatas, puede marcar un hito en el proceso de transición por el que se desplaza el modelo de democracia vigente, incidir en su ritmo de cambio. Y tal vez sea capaz de llamar la atención a una parte importante de la sociedad sobre su estado, su vigencia efectiva y el grado de descomposición al que está sometido.
No cabe duda de que esa primera sentencia constituye un antecedente con probabilidades de ser seguido en los casos siguientes, como ocurre con frecuencia; pero también es posible que la SCJ cambie de opinión, puesto que no se encuentra obligada por sus pronunciamientos anteriores, y así lo ha hecho en varios asuntos de gran relevancia e impacto en la sociedad. Se podrá alegar que la posición que adopte la SCJ ante una acción así planteada se mantendrá mientras no cambien sus integrantes, o si no se produce un cambio de importancia en la situación actual. Pues bien, eso es justamente lo que urge, la convocatoria a un movimiento de actores del campo jurídico, político y social, dirigido a demandar la inconstitucionalidad de la LUC ante la SCJ, que sea capaz de despertar el estado el letargo y silencio en que se ha pronunciado y provocar una situación de alerta generalizada.
Un llamado a todos aquellos que acuerden en la importancia de la defensa del Estado de derecho a que adviertan la gravedad de las amenazas a las que está siendo sometido, de las que la LUC es una muestra patente.
No se trata de planear un juicio exitoso, sino de una convocatoria a la defensa del Estado de derecho y la democracia.
En el panorama descrito, el planteamiento de una acción de inconstitucionalidad contra la LUC adquiere significación si abre la puerta a un recorrido más ambicioso y a mayor plazo. En primer lugar, para reconocer que no se puede postergar el análisis crítico del modelo institucional que nos rige y discutir sobre sus perspectivas. Luego, para comenzar a concebir las transformaciones necesarias para que responda a las demandas de un futuro que la misma LUC muestra que ya se hace presente. Es posible que haya llegado el momento de transitar hacia la concepción de un proyecto de país futuro basado en una institucionalidad que asegure mayores derechos y una más amplia participación democrática. Tarea necesaria y obligadamente colectiva de la que el “hombre de la calle” –y la mujer– deberá también ser partícipe, porque sin duda tendrá mucho para decir si logramos tener el valor de escuchar lo que nos hable.
En conclusión, lo urgente es ponerle freno a un gobierno destructivo del Estado de derecho, de la democracia y de la convivencia social. La legitimidad ganada en las elecciones no habilita a pasarle por arriba a la institucionalidad ni a desconocer a la mitad del país. Aunque se pretenda hacer caudal de algún anuncio de campaña, vago y tribunero, para intentar sostener la legitimidad de la LUC, no fue ese el contenido de mandato popular ni de las promesas con que lo alcanzó.
José Antonio Villamil es abogado y fue integrante de la Subcomisión de Reforma Constitucional del Frente Amplio.