Opinión Ingresá
Opinión

Cabildo Abierto: la receta de la reacción populista

8 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

“Que se vayan todos, que no quede ni uno solo” se escucha en las principales avenidas porteñas. Es diciembre de 2001 y Buenos Aires es un hervidero. El motivo: la terrible crisis económica. Sin embargo, el “que se vayan todos” quedó en eso, en una consigna. Los sucesivos gobiernos continuaron mostrando a los mismos actores, y la situación no se modificó en lo sustancial. No fue ni la primera ni la última vez que se ha intentado demonizar a los actores políticos y a la política: muchos alemanes lo hicieron en los años 30. En ese caso el cambio fue, lamentablemente, sustancial, y es posible que muchos estadounidenses tuvieran sensaciones parecidas el día que votaron a Trump, o a Bolsonaro en Brasil. La demonización de la política la erosiona, y así a la democracia. Argentina tiene una larga tradición de practicar la democracia al límite; al fin y al cabo, el peronismo se transformó en una forma de ejercitar la democracia que algunos llaman autoritaria, otros popular y otros hegemónica.

La demonización de la política viene adjunta a la de los políticos, los partidos y los sistemas de partidos, que son la base de la democracia. Desde la orilla oriental vemos con cierto desconcierto esta realidad, tal vez por aquello de “como el Uruguay no hay”, por la idea de que la democracia uruguaya –y su sistema de partidos– es estable. A modo de ejemplo véanse las dos últimas crisis que ha debido afrontar el sistema político: mientras Argentina se incendiaba a fines de 2001, Uruguay afrontó la tormenta con mediana madurez política por parte de casi todos los actores. El sistema político uruguayo se recuperó de la crisis gracias a una política de negociación y consenso que no solamente incluyó a los partidos, sino también a los sindicatos y a las patronales. Dos décadas después, una nueva crisis testea al sistema, y si bien los escándalos acaparan las pantallas, estos no provienen de la realidad uruguaya: mientras el mundo observaba escandalizado el asalto al Capitolio, o cómo ardía Colombia, en Uruguay la estabilidad política seguía su curso. Ahora bien, ¿esto significa que somos esencialmente democráticos?

Las democracias son construcciones históricas, se cimentan en el día a día. Responder afirmativamente a la pregunta sería respaldar el esencialismo democrático sanguinettista, que es la construcción de un emprendedor de la memoria y actor político más que de un analista responsable.

De conspiraciones y otros condimentos

La presentación de Cabildo Abierto (CA) en la escena política uruguaya se dio desde el discurso autoperceptivo de partido outsider, algo que los populismos de derecha suelen hacer, más allá de que se transformen –o sean– en integrantes estables del sistema. Como afirma Federico Finchelstein, el populismo necesita democracia y existe en esta.

Durante la discusión parlamentaria del programa Oportunidad Laboral, el diputado cabildante Eduardo Lust realizó una reflexión: la vergüenza que debería hacernos sentir que haya pobreza en Uruguay. No haremos consideraciones sobre las apreciaciones que realiza sobre las instituciones del Estado, sino sobre lo que él afirma que prueban: la persistencia de la pobreza. Para Lust el rol asistencial del Estado desnuda una realidad: el fracaso de los gobiernos anteriores para solucionar el problema de la pobreza en Uruguay. Una inquietud que nos debería interpelar a todos, como sociedad. Pero a Lust le dispara otra pregunta: ¿por qué el fracaso? Y expone dos explicaciones posibles: el propio fracaso de las personas que ocuparon el poder, a pesar de su buena voluntad, o la otra: el fracaso fue y es deliberado.

Exponer estas explicaciones y dejarlas “abiertas” es sugestivo: puede dar a entender que aquellos que gobernaron anteriormente fueron incapaces, o deshonestos y corruptos. Recordemos que Lust ocupa una banca de un nuevo partido político, sin participación en los gobiernos anteriores. Eso Lust lo sabe. ¿Qué deducciones se pueden realizar? Tal vez, que hay un solo partido con caudal electoral relevante que no ha estado involucrado en ese fracaso, el partido impoluto: el outsider. Los demás, ya sabemos: incapaces, clientelares y deshonestos. Por otro lado, el diputado evade otra explicación: que la pobreza en Uruguay es un constructo histórico, de décadas, de diversas coyunturas, y que durante ese tiempo transitaron una variedad de gobernantes, con éxitos y fracasos, de diferentes partidos, con personajes que posiblemente podrían haber tenido buenas intenciones y otros que no, algunos corruptos y otros, no.

Lo que no podemos hacer desde el análisis es plantear una dicotomía gigantesca: o incapaces o corruptos. Blanco o negro. La historia política de las últimas décadas ha tenido como protagonistas a diversos actores, partidos, legislaturas, ministerios, presidencias, etcétera. Restringir la explicación a la dicotomía más absoluta sepulta la complejidad de la historia y canoniza a un solo actor político: CA. Pero además, su respuesta tiene cierto aire a conspiración: hay una estrategia de control por parte de una casta, la política, para mantener “cautiva” a la ciudadanía mediante el clientelismo estatal.

Cuidar la democracia requiere insistir en la búsqueda de la equidad social, en la protección de los sectores más vulnerables (no en su criminalización), en ampliar la participación ciudadana (la democracia no radica exclusivamente en los partidos políticos, sino en el accionar completo y complejo de la ciudadanía) y en disminuir en el mayor grado posible el desarrollo del autoritarismo en sus diversas vertientes (estatal, intrafamiliar, intrasocial, en el mundo de las representaciones, etcétera). Significa, ante todo, construir diálogo, negociación, consenso.

En nuestro país las derechas no han tenido claros indicios populistas (más allá de excepciones) sino más bien conservadores. Pero en una época de retorno a los fascismos o de resurgimiento de populismos reaccionarios; cabría preguntarse qué ocurre en nuestro país con el arribo de CA. Por ahora identificamos las representaciones que genera su cúpula. Las representaciones construyen verdades absolutas, sentido común, emociones, prejuicios, etcétera, y, por ende, son herramientas políticas potentes; no las debemos descuidar al momento de realizar un análisis de discurso. Pero CA es más que su cúpula, tiene bases de diversas procedencias (ideológicas y partidarias), una interna en disputa entre militares y civiles, y diferencias entre sus dirigentes más importantes, que acercan al populismo más a unos que a otros.

¿Existen riesgos de erosionar nuestro sistema político? ¿Podemos erosionar nuestra democracia? El esencialismo pone a descubierto una excesiva confianza en nosotros mismos.

El populismo como concepto es una herramienta analítica compleja y hasta cuestionable: ha sido utilizado para denigrar y agredir políticamente, para analizar concienzudamente, y para hacerlo sin seriedad y honestidad intelectual; lo encontramos identificado con un abanico de realidades muy diversas, en épocas y espacios también diferentes. Esta flexibilidad conceptual se verifica cuando se identifica al populismo con realidades tan disímiles, de izquierda a derecha. La historicidad del propio término también es difícil, pues –como muestra el historiador Pierre Rosanvallon– no hay vínculos lineales en su construcción. Algo parecido sucede con la utilización del término “fascismo” y su confusión con el populismo: el filósofo Jason Stanley identifica el fascismo (o actitudes fascistas) donde otros analistas, como Finchelstein, identifican un populismo de derecha, o Traverso a derechas posfascistas.

Pero hay denominadores comunes en estas derechas populistas: preponderancia en presentarse como outsiders de la política, con un fuerte énfasis mesiánico en su discurso y de demonización de la política y sus actores, así como en la victimización y el conspiracionismo (todos elementos que acabamos de esbozar); la voluntad de impactar desde el discurso y la actitud desenfadada que se pretende honesta (Lust dice que no puede esgrimir más argumentos porque si no lo “expulsarían de la Cámara” por decir sus verdades, la verdad). Pero también hay antiliberalismo y anticomunismo; antintelectualismo; homofobia, xenofobia y racismo; nacionalismo chauvinista; planteo de realidades dicotómicas, al estilo de “estás conmigo o contra mí”, o local versus foráneo. Podemos identificar algunos de estos elementos en el discurso de la cúpula de CA.

La idea de conspiración se suma a una reiteración de afirmaciones infundadas, y genera una zona gris donde uno debe desglosar lo verdadero de lo falso; esto también se pudo apreciar cuando el senador cabildante Guillermo Domenech afirmó que “nos van a imponer una ley por la que la homosexualidad sea obligatoria”, o cuando la diputada cabildante Inés Monzillo afirmó que la causa del feminicidio “capaz que es un exceso de amor”. El ataque al movimiento LGTB y a los grupos feministas es obvio; no encontramos un diálogo, sino la homofobia, el conservadurismo patriarcal y la violencia autoritaria. Políticamente incorrecta, y por eso verdadera y honesta, diría un cabildante.

El conspiracionismo muchas veces se articula con la mentira, la acusación o la falta absoluta de fundamentos. Pensemos en el mensaje que lanzó Irene Moreira en campaña electoral: “Dentro de cinco años yo no tengo la certeza de que podamos votar nuevamente”. La afirmación da a entender una sola cosa: una voluntad golpista por parte del Frente Amplio. Discurso más irracional (apuntando al miedo) que racional.

Nacionalismo versus internacionalismo

Bolsonaro, Trump, Salvini, Orbán y Le Pen se abrazan al antinternacionalismo. A los organismos internacionales se los identifica con los intereses extranjeros, foráneos, etcétera. Las referencias de Guido Manini Ríos a una “izquierda sorista” dan cuenta de esto. Algo similar ocurre con el rechazo de Domenech frente a la actitud de un comité de la ONU que solicitó a Uruguay suspender los desalojos de un asentamiento. O con el accionar reiterado de Manini frente a los tratados sobre derechos humanos, cuando afirma que suscribirlos “es aceptar que se nos gobierne desde afuera. Ello es explicable en quienes [...] exhiben con orgullo su cipayismo apátrida”. Lo foráneo como amenaza, entrelazado con un confuso conspiracionismo. La misma lógica que utilizó Trump frente a la Organización Mundial de la Salud o al acuerdo climático de París, o Bolsonaro como respuesta a las críticas por la deforestación del Amazonas. El discurso nacionalista que presenta amenazas extranjerizantes y doctrinas foráneas e importadas –que bordea o genera la xenofobia– tampoco es nuevo, desde el herrerismo original y desde el riverismo se alimentaron estas nociones (más aún en la Guerra Fría), la novedad es que ahora se complementa con un contexto de saturación de medios, de mayor circulación y exposición de mensajes y representaciones.

La llegada del mesías

En octubre de 2019 Domenech lanzaba una afirmación sugestiva: “Dios nos mandó a Manini”, para luego afirmar que “la patria vuelve a tener un conductor”. Esta afirmación encierra varios de los elementos que fascismos y populismos comparten: la idea de un líder mesiánico, enviado divino que será salvador de un pueblo, un redentor. La lógica religiosa trasladada a la política.

La sacralización de la política no es algo nuevo, estudios de George Mosse y Emilio Gentile abundaron en esto, demostrando la directa relación entre la sacralización de la política, el culto al líder, la movilización de masas, el mesianismo y el autoritarismo. La idea de un líder proveniente del exterior del espectro político y no contaminado fue y es un recurso habitual, no sólo para presentar a un partido político, como hace Lust con CA, sino también al líder que lo guía. Ocurrió con Hitler en los años 30, y también con Trump.

El mesianismo no sólo alimenta el culto a la personalidad –y viceversa–, también marca la idea de un parteaguas entre el pasado y el futuro, entre la incapacidad o la mala actitud de los partidos que han gobernado y el recién llegado. Lo curioso es que en el caso uruguayo, este mesías, este supuesto outsider de la política es uno de los vástagos de una familia uruguaya que estuvo en el epicentro del poder político y económico, y que se posicionó como un baluarte del pensamiento conservador y reaccionario uruguayo: el riverismo.

¿Nos encontramos frente a un partido reaccionario con elementos del pensamiento fascista o de derecha populista? Todo indicaría que ese es el rumbo. Pero CA es un partido en construcción que se encuentra forjando su identidad, y este proceso significa la generación de tensiones internas, construcción de liderazgos y coyunturas específicas, en constante retroalimentación con las respuestas del sistema político y de la ciudadanía. Aún falta que las tensiones entre la interna militar y la no militar, y entre la cúpula y las bases, tomen un rumbo más claro. Mientras tanto, deberíamos seguir atentamente la construcción de representaciones que genera su cúpula.

Se suele presentar el pensamiento reaccionario populista o fascista como ajeno a nuestra realidad política, tal vez por un defecto: pensar la política no como constructo histórico, sino como una realidad genética, el mentado esencialismo democrático.

¿Existen riesgos de erosionar nuestro sistema político? ¿Podemos erosionar nuestra democracia? El esencialismo pone a descubierto una excesiva confianza en nosotros mismos. Para ello nuestro chauvinismo futbolístico podría sernos útil: cuando se peca de excesiva confianza, el partido habitualmente se pierde.

Juan Pablo Demaría es profesor de Historia y magíster en Historia Política por la Universidad de la República.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesan las opiniones?
None
Suscribite
¿Te interesan las opiniones?
Recibí la newsletter de Opinión en tu email todos los sábados.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura