Lo digo con una sonrisa, porque es una frase que nunca pensé que pronunciaría y que me da mucha satisfacción: a pocos días del 8 de marzo, miremos a Chile. En este país donde crecí, notable por su conservadurismo y neoliberalismo extremo, soplan vientos de esperanza, en gran parte gracias al movimiento feminista.
Los símbolos son evidentes: el 11 de marzo asume un nuevo gobierno en el que las mujeres son mayoría y estarán al frente de ministerios claves como el de Interior, Relaciones Exteriores y Justicia, algo nunca visto. Es un avance al que se llega después de una larga resistencia feminista, que tuvo como hitos la elección de la primera presidenta mujer, Michelle Bachelet, en 2006, y la articulación de movimientos sociales en torno a derechos sociales como la educación y la salud sexual y reproductiva, en la que las mujeres jóvenes jugaron un rol clave. Pero en lo que Chile puede realmente dar un paso adelante ‒y dar ejemplo‒ es en la redacción de su nueva Constitución.
Para dar respuesta a las grandes movilizaciones sociales, que emergieron en octubre de 2019 como protesta a las desigualdades y en demanda de una vida digna para todos, los dirigentes políticos aceptaron organizar un referéndum que iniciara la creación de una nueva Constitución. Se buscaba así poner fin al texto adoptado durante la dictadura del general Augusto Pinochet (1973-1990) que impuso un modelo económico y social que ha beneficiado a una élite. Desde entonces, ha sido una vorágine: se eligió una Convención Constitucional con paridad de género, que refleja la diversidad del país y muestra un cambio profundo en los perfiles de quienes suelen tomar decisiones en el país. Aunque su trabajo no ha estado exento de críticas, se ha dado lugar a una participación masiva de la sociedad civil, y en las normas que han sido discutidas hasta ahora, se aprecia que la Convención Constitucional pareciera ir bien en el objetivo de dar a luz la primera Constitución verde y feminista del mundo.
¿Qué es una Constitución feminista? ¿Qué se necesita para ganarse esa etiqueta? ¿Basta con incluir los principios de paridad y perspectiva de género? ¿Consagrar los derechos sexuales y reproductivos? ¿Incluir el derecho a una vida sin violencia? Todo lo anterior es sin duda necesario, pero no es suficiente para avanzar en la igualdad sustantiva. La nueva constitución debe sentar las bases para abordar la desigualdad de género de manera integral, esto incluye garantizar un financiamiento adecuado de los servicios públicos, infraestructura y protección social que tengan en cuenta las necesidades particulares de las mujeres. Asimismo, se requiere consagrar los principios para que los más ricos y las multinacionales contribuyan de manera justa en el pago de impuestos.
La pandemia de covid-19 ha hecho evidente que gran parte del trabajo que se dedica al mantenimiento de la salud y bienestar de los niños, las personas de edad y otros miembros de la familia es realizado por mujeres de manera no remunerada, incluso antes de la pandemia. Las mujeres dedican en promedio 3,2 veces más tiempo que los hombres a la prestación de cuidados no remunerada, a saber, cuatro horas y 25 minutos al día frente a una hora y 23 minutos en el caso de los hombres. Cuando se ha tratado de medir el valor monetario de estas contribuciones no remuneradas de las mujeres, la suma equivale a 11 billones de dólares al año, o 9% del PIB mundial.
A pocos días del 8 de marzo, miremos a Chile. En este país donde crecí, notable por su conservadurismo y neoliberalismo extremo, soplan vientos de esperanza, en gran parte gracias al movimiento feminista.
La crisis sanitaria no ha hecho más que agravar las desigualdades de género. En los dos últimos años, la pérdida de puestos de trabajo ha afectado especialmente a las mujeres, expulsándolas a menudo del mercado laboral. Las que trabajan en el sector informal, desde las trabajadoras domésticas hasta las jornaleras agrícolas, son las primeras afectadas. En América Latina, el número de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza extrema aumentó entre 2020 y 2021, pasando de 81 a 86 millones, la mayoría de las cuales son mujeres. Y no son sólo las consecuencias económicas. En la región, al menos 4.091 mujeres fueron víctimas de femicidio en 2020, mientras que el matrimonio y las uniones tempranas afectan ya a una de cada cuatro adolescentes menores de 18 años.
Después de dos años de una pandemia que aún no ha llegado a su fin, no se trata de volver a la “normalidad” que ha producido tanta desigualdad y pobreza. Urge ahora construir economías más sustentables, más inclusivas y verdes. Economías que ayuden a las mujeres y que prioricen las inversiones en cuidados.
Estos esfuerzos tienen un coste. Los estados, que han gastado mucho en respuesta a la pandemia, no sólo deben recuperar sus recursos sino aumentarlos para financiar este cambio de rumbo. Una de las vías fundamentales es plantear una tributación justa sobre las grandes fortunas y las rentas del capital y atacar la evasión fiscal y las prácticas de optimización impositiva de las multinacionales y los más ricos, que nunca han sido tan ricos como ahora. La riqueza combinada de todos los multimillonarios, estimada en cinco billones de dólares en vísperas de la pandemia, está ahora en su nivel más alto, 13,8 billones de dólares. Y es crucial poner fin a la carrera a la baja de los tipos impositivos nominales de las empresas, que han caído desde una media de 40% en los años 80 hasta 23% en 2018.
Está claro que hay que introducir una mayor progresividad en los sistemas fiscales de todo el mundo, lo que significa defender que la recaudación dependa en mayor medida de impuestos directos con mayor capacidad para reducir las desigualdades, y que los tipos impositivos deberían depender del nivel de renta o riqueza. En esencia, que los ciudadanos y las empresas más ricas contribuyan más, porque tienen mayor capacidad. Y también, en este caso, que Chile puede mostrarnos el camino, ya que una parte de la sociedad civil movilizada en la Red Ciudadana de Justicia Fiscal para Chile pide que la nueva Constitución recoja este principio de progresividad de los impuestos y sea una fuerza transformadora para redistribuir la riqueza, romper con la cultura de privilegios, garantizar la transparencia y, por primera vez, incluso considerar la responsabilidad de la solidaridad en la fiscalidad internacional.
Por supuesto, la adopción de una nueva Constitución no es suficiente. Sus principios deben traducirse en leyes y políticas públicas, que cuenten con el apoyo del gobierno y del Congreso. Pero un texto constitucional define los cimientos de la sociedad. En Chile, como en otros lugares, las desigualdades y las tensiones sociales se han vuelto insoportables, y se ven exacerbadas por la emergencia climática. Es urgente cambiar el modelo de desarrollo para avanzar hacia una sociedad solidaria e inclusiva, que sitúe a la igualdad de género en el centro y reconozca la interdependencia entre las personas y el medioambiente. La recuperación pospandemia será verde y feminista, o no será.
Magdalena Sepúlveda es directora ejecutiva del Global Initiative for Economic, Social and Cultural Rights y miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional. Entre 2008 y 2014 fue la relatora de Naciones Unidas sobre Extrema Pobreza y Derechos Humanos.