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Contra el simulacro del “diálogo político”

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Cometeré en este artículo por lo menos dos “sacrilegios” al señalar las imposibilidades que envuelve la actividad partidaria y lo que habitualmente se entiende como “diálogo político”. Claro que “sacrilegios” desde el punto de vista de aquellos acostumbrados a sacralizar nuestro actual sistema político representativo y darlo como el único posible. Al transferir propiedades míticas a un conjunto de normas que regulan la convivencia siempre perfectibles y muy variadas según la época o el lugar, se impide –la mayor parte de las veces, sin quererlo– el desarrollo propio de la verdadera política que implica, en primer lugar, justamente eso: cambiar las reglas del juego. Hace un par de años escribí un artículo1 en ocasión de la victoria de la derecha en el balotaje en el que desestimaba algunas formas de diálogo y priorizaba otras.

Intentaré aquí –en una ocasión, si se quiere, bastante similar– explicar mejor los fundamentos de las opiniones vertidas y reafirmarlas hoy contra un reclamo casi frenético de algunos opositores para establecer un “verdadero diálogo nacional” con el gobierno, supuestamente parados dentro de la mitad del país que rechazó la ley de urgente consideración (“¿Cómo es que no nos escuchan si somos la otra mitad?”). Tal cosa resulta –desde mi punto de vista– no sólo poco realista (basta ver la reacción de Luis Lacalle Pou en la noche misma del referéndum), sino estratégicamente adversa a los intereses de los sectores populares. Descentra el verdadero diálogo que nos merecemos y lo sustituye por un simulacro que avanza hacia un mayor desprestigio de los actores y del propio diálogo.

Toda disputa política se realiza de cara a la opinión pública de forma agonística (y, por lo tanto, frente a frente cada actor como antagonista de por lo menos algún otro). Esta forma de comprender lo político va contra el discurso único y liberal que tiende a negar el conflicto y creer que la legitimidad política se obtiene aplanando las diferencias en un centro que obliga a que todo siga igual (o más o menos igual). La idea que aquí defendemos va en la dirección de Chantal Mouffe, que nos dice: “El pensamiento liberal tiene que ser necesariamente ciego a lo político debido a que su individualismo le hace incapaz de entender la formación de identidades colectivas. Sin embargo, lo político está desde el primer momento imbricado con formas de identificación colectivas, por cuanto en este campo siempre estamos tratando de la formación de un ‘nosotros’ por oposición a un ‘ellos’. Lo político tiene que ver con el conflicto y el antagonismo. No tiene nada de extraño, pues, que el racionalismo liberal no sea capaz de aprehender su naturaleza”.2

De todas maneras, y contradiciendo deseos fuertemente acuerdistas con la derecha, las construcciones históricas colectivas en Uruguay (el movimiento obrero, la cultura letrada, el movimiento estudiantil), y sobre todo ahora el feminismo, definen los espacios políticos más allá de las intenciones falsamente “dialoguistas”.

Entonces nos encontramos ante el siguiente panorama: quienes opinan A gobiernan o ejercen cuotas de poder con la oposición de los partidarios de B. Ambos exponen sus ideas en pos de lograr mayor adhesión popular, pero, cumpliendo con un a priori cultural largamente establecido para lograr éxito, deben cumplir con la premisa de asumir algunos atributos suficientes y necesarios para “hacer política”: demostrar diálogo y racionalidad argumentativa. Hasta ahí podríamos estar todos de acuerdo. Sin embargo, el antagonismo político y la función escénica que exige su representación tienden a desvirtuar por completo la matriz dialógica mínima para lograr acuerdos. El error consiste en no saber qué es eso que llamamos “diálogo” o intercambio de ideas. Estamos presos de una creencia casi mágica que otorga al diálogo la potestad de ser fructífero para cualquier conjunto de interlocutores y en cualquier situación contextual. Todos intuimos que no es así: la mayor parte de los diálogos que entablamos de acuerdo a esa percepción idealista terminan siendo “diálogos de sordos”.

En primer lugar, tengamos claro que no es precisamente diálogo avanzar hacia acuerdos de medianería entre posturas opuestas. Eso significa, lógicamente, que tanto A como B renunciaran a buena parte de sus aspiraciones. Claro que eso puede pasar y la historia es rica demostrando esa posibilidad (pensemos, por ejemplo, en los acuerdos del Club Naval). Sin embargo, aquí no ha habido diálogo en sentido estricto, sino una medición de fuerzas que obliga a cada parte a cierta renuncia de lo que propone.

El verdadero diálogo es algo tan común como el que practican amigos cuando se juntan en un bar y se ponen de acuerdo sobre lo que harán esa noche, pero también pudiera ser que el acuerdo fuera muchísimo más profundo y avanzara hacia el sentido último que dan a sus vidas. Parecen condiciones mínimas pero son, a la vez, máximas: nivel de acercamiento y compromiso, cuidado del otro, comprensión mutua, etcétera (si se quiere profundizar en las “situaciones ideales del habla” conviene leer a Jürgen Habermas, pero creo que el ejemplo es bastante ilustrativo). Ahora vayamos a lo que pasa cuando eso se intenta hacer desde la función de representación y la necesaria oposición entre posturas antagónicas.

La palabra “representación” refiere cada vez mejor a lo escenográfico que a la posible sustitución de identidades representadas. Los políticos profesionales gastan mucho tiempo en representar diálogo (sobre todo con la prensa, su interlocutor preferido): actúan el papel de que son los únicos que saben de un tema, que tienen la solución adecuada, que siempre han actuado bien, etcétera. Obviamente, es muy fácil darse cuenta de que eso –por lo menos tal como se transmite desde la parcialidad a la que están obligados a obedecer– es sencillamente falso. Si contamos los minutos de sus intervenciones claramente gastan más del doble en decir entre líneas (y a veces no tanto) que son extraordinarios o que su partido lo es que en exponer soluciones para los problemas ciudadanos. Y nosotros gastamos demasiado tiempo (por suerte, cada vez menos) en creerles. En definitiva, el tiempo político se consume en la representación de lo político (y del diálogo político) y demasiado poco en la verdadera política (y el verdadero diálogo).

Toda disputa política se realiza de cara a la opinión pública de forma agonística. Esta forma de comprender lo político va contra el discurso único y liberal que tiende a negar el conflicto.

No es nada novedoso admitir que el objetivo habitual en la política de A no es convencer a B ni el de B convencer a A en tanto sean fieles a sus posiciones antagónicas, sino realizar una representación que haga creíbles sus puntos de vista para los demás, el público, las masas, el verdadero objetivo de la política. Es común que A llame a B a dialogar, abra las puertas de su despacho y diga que “siempre está abierto al diálogo”. Es común que B exija diálogo con A, concurra a encuentros para que todo quede debidamente registrado por la prensa (que seguramente comente la falsedad del “buen nivel de diálogo democrático entre adversarios”). ¿Qué ocurre en verdad? A oirá todo lo que B tiene para decir sin que de ese intercambio surjan efectos reales en su forma de percibir los problemas y dirá que todo lo recibido se estudiará debidamente pero –lo único importante– aprovechará la instancia para difundir más sus propias opiniones públicamente. B tampoco cree que nada de lo hablado haya sido realmente escuchado por A, pero activa la misma estrategia que su contendor usando el mismo acto para difundir sus propias opiniones. En el Parlamento ocurre básicamente lo mismo. No es difícil concluir que en esta puesta en escena (la representación) quienes consigan mejores críticas y mayor difusión de su actuación saldrán ganando. Los grandes medios de comunicación (y su casi simétrica réplica en las redes) definen la escena.

Resulta paradójico que ambas partes estén dispuestas a demostrar racionalidad y diálogo renovando este a priori de lo políticamente adecuado cuando el hecho en sí resulta una inmensa negación del diálogo y la racionalidad.

Ahora propongamos que B finalmente desestima representar un papel tan inútil como errático y anuncia que no dialogará de gusto, que el simulacro del diálogo no es diálogo, apostando al verdadero y posible diálogo, no con A sino con las masas a las que deberá convencer (o dejarse convencer por ellas de alguna otra posibilidad), y que A y las políticas que lleva adelante son especialmente nefastas y, por el contrario, las alternativas de B son inmensamente mejores.

Por lo tanto, para que B se convierta en un agente político verdaderamente cercano a los intereses populares deberá: - Sentirse tan lejano a A (más aún para los que sean políticos profesionales y tengan mucho en común) como cercano a las masas y no considerar a aquel relevante para establecer un verdadero diálogo en tanto A sostenga A y B sostenga B. Porque eso es la verdadera política: sustentar visiones opuestas sobre un problema y concertar el máximo acuerdo con las masas en que la propia vía es inmensamente mejor que otra. - Reafirmar ante la opinión pública que es verdaderamente dialoguista y, por lo tanto, contrario a la simulación del diálogo (que es lo único que puede sostener con A). Simulación que resulta ya bastante evidente para las masas y forma parte del desprestigio general del político profesional. - Estar verdaderamente dispuesto al intercambio de ideas y sentires de acuerdo a los márgenes –siempre limitados y relativos, nunca absolutos– en los que se habilita la racionalidad dialógica, es decir, en contacto con el pueblo, sus opiniones, sus problemas y vivencias compartidas. - El político profesional –paradójicamente– resulta en buena medida limitado para realizar esa tarea. Debería estar actualizando permanentemente una “reeducación política”, renunciando a buena parte de sus ideas construidas en sus gabinetes y espacios de poder, y estar mucho más en contacto con el pueblo y sus necesidades vitales, casi siempre demasiado lejanas a las suyas propias, y por eso la mayor parte de las veces negando constantemente la otra acepción posible de la “representación” (sustitución de identidades). - La verdadera política, entonces, es –antes que nada y mejor que cualquier representación– una condición del pueblo, militante, democrática y directa. Naturalmente, todos estamos capacitados para desarrollarla. Tal como lo hicimos en ocasión de la gesta del referéndum juntando firmas, conectando con colectivos, en las esquinas, en la calle. ¿Acaso sentimos en ese proceso, en el que fue tan difícil hablar y convencer a otres, la necesidad de visitar el despacho del presidente? Ninguna.

¿Es “necesario” ese diálogo nacional entre cúpulas políticas con función “representativa”? No sólo no es necesario, sino que es inútil proponerlo, a menos –claro está– que se vaya hacia una instancia en la que las posturas de unos y otros se sustituyan por un acuerdo que niegue la esencia de ambas, es decir, que ya no se considere necesario aumentar las propias fuerzas asumiendo que el empate exige ese acuerdo estratégico. Pero eso ya no puede nombrarse como “diálogo” ni “lucha política”, sino como acuerdo estratégico entre cuotas de poder.

José Stagnaro es magíster en Ciencias Humanas y docente en Formación Docente.


  1. “Al día siguiente: cruz de caminos” (la diaria, 27/11/2019). 

  2. Chantal Mouffe, “Política agonística en un mundo multipolar”, documentos Cidob, serie “Dinámicas interculturales”, Nº 15, Barcelona, 2010. 

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