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El mono con metralleta y las derechas reaccionarias

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Hollywood nos acostumbró a escenas en las que un solitario héroe rescata a una indefensa víctima de las garras de un grupo de villanos, generalmente armados hasta los dientes y más numerosos. Habitualmente, el rescate se realiza de forma abrupta, con el héroe ingresando en escena a los tiros, disparando hacia todos lados, como mono con metralleta. Me viene a la mente Rambo, en la que un solitario soldado estadounidense se enfrentaba al ejército vietnamita, armado solo de un cuchillo –a lo sumo una metralleta– y una cinta roja pegada a su frente.

Pero la realidad fue diferente a la fantasía creada por la cinematografía estadounidense para calmar los traumas y ansiedades de su pueblo. En el mundo real el poderoso era el ejército estadounidense, que invadió a un pueblo más débil, y la cuestión no terminó con la victoria del “héroe” norteño, sino con su salida humillante de Vietnam. Rambo fue parte de un discurso, fue un relato, una representación que buscaba formatear la memoria del pueblo estadounidense, que no debía percibirse y aceptarse como un invasor derrotado, un Goliat, sino todo lo contrario: la cultura estadounidense necesitaba de la otrora representación del american way of life, la del modelo a seguir, la del heroico líder del mundo libre que se enfrenta a un poderoso enemigo.

Las representaciones configuran ideas e imágenes de uno mismo y de “los otros”, crean percepciones, sentidos comunes y emociones que construyen “verdades”, que no necesariamente se condicen con la realidad, en definitiva, imaginarios.

La estrategia del “mono con metralleta” se ha vuelto útil en otros ámbitos: nos hemos habituado a la verborragia y explosivas afirmaciones de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Viktor Orbán, José Antonio Katz, Marine Le Pen, Matteo Salvini, Rodolfo Hernández, o a las de los difuntos Eduard Limonov y Jörg Haider. ¿Qué ganan “disparando” afirmaciones explosivas, mentiras flagrantes o agresiones escandalosas? Pongamos sobre la mesa tres aspectos para pensar una posible respuesta.

Primero, la incorrección política rinde, capta adeptos y –a veces– favorece y se retroalimenta de la aparición o autopercepción de los outsiders, quienes a su vez cuestionan las leyes de la tolerancia mutua,1 entendida como la aceptación colectiva de acordar la posibilidad de no acordar, aspecto indispensable en todo sistema democrático. La propia figura del outsider es también otra representación.

Segundo, la mentira juega un rol sustancial en los discursos fascistas, reaccionarios y populistas, al apuntar sus objetivos hacia la conformación de un mensaje emocional, que no necesita ser confirmado o contrastado, sino todo lo contrario, y que logra alimentar y apuntalar una idea preconcebida, una política en la que no salimos al encuentro y al debate con el otro, en la que solo consumimos medios y mensajes compatibles con nuestros parámetros referenciales, no interactuando o intercambiando mediante la circulación de mensajes y concepciones diversas; en definitiva, lo que Google hace en internet al preestablecer las preferencias de nuestro motor de búsqueda, o lo que Julián Kanarek denomina política algorítmica,2 en la que los individuos consumen y circulan mensajes políticos restringidos a su burbuja, donde sólo se escucha, se lee y se dialoga entre quienes piensan igual. Una realidad agravada por el control de los motores e historiales de búsqueda, el robo y manejo de bases de datos, la utilización de la inteligencia artificial y la expansión del uso de “las redes”, que tan caras han salido gracias al boom de las fake news.

Las mentiras (hoy actualizadas como fakes) permiten elaborar representaciones y mitos, y desde allí generar miedos, y estos aspectos son esenciales a la hora de manejar una política de las emociones (o de un tipo de emociones) que deteriore las posibilidades de la política misma, pues ¿no es acaso esta el arte de aceptar la existencia del otro, de negociar, de ceder para ganar?

Finalmente, el rol de las percepciones de los “indignados” se complementa con los dos aspectos anteriores: sin indignados la fertilidad del discurso reaccionario disminuye, mientras que en tiempos de indignación e ira florece. La sensación de indignación obstruye la tolerancia mutua, y si esta desaparece se favorece y alienta el auge de las posturas antisistema, de la antipolítica, que habitualmente exponen políticos que se presentan como outsiders. Pero la indignación y la ira también tienen raíces económicas y culturales que se vuelven políticas: si frente a las crisis económicas no me siento representado y protegido por el Estado, si frente a los procesos de la globalización siento desvanecer mi identidad, entonces podría ser más propenso a alejarme de las bases democráticas si siento que estas no funcionan; o a no aceptar la posibilidad de la tolerancia mutua, a refugiarme aún más en mis identidades amenazadas, a desconfiar de “los políticos” y “los gobernantes”, favoreciendo así una crisis representacional y, por tanto, una crisis democrática, precedida por la demonización de los políticos, los partidos y –por tanto– de la política misma.

El eterno retorno de la mente reaccionaria

En los años 20 y 30 Europa se sumergía en los fascismos y otras formas de autoritarismos y autocracias, mientras que en América Latina casi todas las democracias sucumbían al influjo autoritario. Las consecuencias de la Gran Guerra, la crisis del 29 y la sensación de amenaza generada por la existencia de un régimen comunista, despertaban la indignación y el descontento de algunos, así como el miedo de otros (más que nada de las jerarquías dominantes).

Los regímenes autoritarios o fascistas que se extendían por Europa alimentaban un clima y un contexto que favorecía el surgimiento de otros regímenes similares, e incluso fomentaban entre sí contactos e intentos de organización común, en pos de una Europa fascista (que preveía incluir al norte de África). Paradójicamente, los propios movimientos y regímenes de la época, con un fuerte componente nacionalista, tendieron sus propias redes, puentes y contactos. América Latina no escapó a esta realidad, y tampoco Uruguay: en 1933 los sectores conservadores y reaccionarios daban el golpe de Estado. Durante aquellos años, la palabra fascista aún no tenía “mala prensa” y más de un dirigente político mostraba respeto y hasta admiración por el régimen italiano primero, y el alemán después. El mundo de entreguerras vio la conformación de un contexto adecuado para estas ideas, pero también generó el efecto contagio para extenderlas. La indignación frente a la desigualdad y el sistema financiero, el miedo frente a la amenaza roja, la ira frente a la alteración de las identidades (generada como consecuencia de los efectos migratorios que trajo la Primera Guerra Mundial), así como una larga acumulación de nacionalismo, antisemitismo y xenofobia, son algunos elementos que fertilizaron a la posterior siembra fascista.

La sensación de indignación obstruye la tolerancia mutua, y si esta desaparece se favorece y alienta el auge de las posturas antisistema, de la antipolítica.

Hoy, si bien la pobreza ha disminuido, 1% de la población es notoriamente más rica que antes, extendiéndose la brecha de la desigualdad. La globalización ha puesto en jaque a las identidades nacionales, religiosas, culturales y étnicas. Los Estados se desgastan buscando respuestas a los efectos negativos de la globalización, erosionando su capacidad para dar soluciones. Hoy la batalla por la identidad pasa al centro del tablero: no es casual que la derecha reaccionaria se esté apropiando de un concepto bien gramsciano, el de hegemonía, cuando habla de dar la “batalla cultural” a la ideología de género y al llamado “marxismo cultural”.

Nuestra actualidad tiene puntos en común con el clima de época de los años 20 y 30, si bien también es verdad que hay diferencias notorias que, en definitiva, explican la complejidad del aggiornamiento de las derechas reaccionarias de hoy (posfascismo, neofascismo, extrema derecha, ultraderecha, populismo de derecha, entre otras posibles categorizaciones).

El napolitano Giambatista Vico (1668-1744), filósofo de la historia, afirmaba que esta era cíclica pero irrepetible, algo así como un espiral. Los puntos de contacto entre nuestra realidad actual con la crisis global de hace 100 años (crisis económicas, conflictos bélicos y étnicos, y pandemias de por medio) son, por lo menos, interesantes, y nos acercan a la hipótesis de Vico. Por ahora, es cuestión de esperar, o no, el eterno retorno de las derechas reaccionarias. Mientras tanto, un detalle: este año se cumplen 100 años del arribo del primer régimen fascista al poder.

Los monos con metralleta

Escuchar a Bolsonaro, Milei o Trump –y a muchos otros– nos recuerda a los monos con metralleta, o a Rambo matando vietnamitas. Las balas de la incorrección política y el pensamiento reaccionario tienen diversos objetivos: el Estado de bienestar, la agenda de derechos, los colectivos y movimientos LGBT, los feminismos, los sindicatos, los inmigrantes, las izquierdas (tildadas de “soristas”), los familiares de desaparecidos, las comunidades indígenas y todo tipo de minorías.

Esta estrategia, que puede parecer caótica y agresiva discursivamente, no debe ser subestimada, ya que puede llegar a definir y condicionar la agenda política, a crear amenazas, a canalizar indignaciones y a encauzar estas hacia la identificación y el apoyo a movimientos, colectivos, partidos y líderes reaccionarios. Estas derechas reaccionarias se presentan como outsiders del sistema político, como luchadoras frente a la globalización y al statu quo dominado por los poderosos.

¿Cuáles son esos enemigos, esas amenazas?: la propia globalización, el islam, la izquierda internacional (supuestamente financiada por Soros), el movimiento feminista, los inmigrantes, el movimiento LGBT, la masonería, el complot judío internacional, y el marxismo cultural y su hegemonía (representada en el concepto de ideología de género), entre muchos otros posibles. Frente a ellos, el héroe reaccionario responde, acusa, grita, escandaliza y se escandaliza, dispara hacia todos lados. Sin embargo, ocurre lo mismo que con Rambo: la representación invierte la realidad, la victimización del victimario genera nuevos imaginarios. ¿Es el hombre una víctima de las demandas feministas? ¿Son los inmigrantes los que tienen la sartén por el mango? ¿Son los partidos de izquierda los que gobiernan? ¿Son los trabajadores quienes deciden en el sistema económico? ¿Son los sindicatos quienes están al mando cuando se reprimen a aquellos que reclaman mejores salarios y condiciones laborales? Si no es así, ¿cómo se logran instalar estas concepciones inversas? De la misma manera que lo hace Rambo: con los monos con metralleta, disparando diversas representaciones hacia diversos grupos, pero en todos los casos con un denominador común: potenciar las emociones, la sensación de amenaza, el miedo y la indignación.

Nos queda pendiente un planteo más extenso sobre la política de las emociones (tal vez para más adelante); sin embargo, no podemos negar que existen y se extienden, y que las nuevas realidades culturales, económicas, sociales y políticas del mundo actual son tierra fértil para germinarlas. El problema no son las políticas de las emociones, sino el tipo de emociones que estamos impulsando.

En nuestro país, un país que todo lo diluye acorde a su propio ritmo e idiosincrasia, se están comenzando a escuchar las metrallas, a veces desde representantes políticos, a veces en el propio Parlamento, en las redes, en los medios de comunicación o en los foros.

La incorrección política y la intolerancia circulan de forma cotidiana, la virulencia del enfrentamiento en Twitter comienza a suplantar el lugar del debate respetuoso, el número de diputados y senadores que protagonizan estas lógicas comienza a crecer. Si no queremos Rambos en nuestro sistema político entonces debemos hacer justamente lo contrario, contra la antipolítica no hay otro remedio que la propia política. Pero ojo, una cosa es un mono con metralleta y otra... uno, dos, tres monos con metralleta.

Recuerdo mis clases de química: cuando el soluto se encuentra en menor cantidad que el solvente no hay problema, pues la sustancia se sigue disolviendo, el problema es cuando este equilibrio se rompe y llegamos a la saturación. Por ahora nuestro sistema político sigue siendo un buen solvente... por ahora.

Juan Pablo Demaría es profesor de Historia y magíster en Historia Política por la Universidad de la República.


  1. El concepto alude a la idea de que todos los rivales políticos respeten las reglas constitucionales y acepten la posibilidad de que “el otro” tiene el mismo derecho a existir, competir por el acceso al poder y gobernar, no concibiendo al rival o competidor político como una amenaza que se debe extinguir. Ver Levitsky, S y Diblatt, D. (2018). Cómo mueren las democracias. Ariel, Buenos Aires. 

  2. Kanarek, J. (2021). Trascender el reactivo. Concentración discursiva, indignación y respuesta en la democracia contemporánea. Debate, Montevideo. 

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