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Ilustración: Yamandú Cardozo

La nave de los locos

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En su obra titulada Historia de la locura, Michel Foucault narra cómo en la Edad Media europea existía una “nave” encargada de expulsar de las ciudades a los locos, con el objetivo de llevarlos tan lejos como fuera posible, pues interpelaban la razón y los valores impuestos encarnados en la cotidianidad. Así, lo más común es a la vez lo más cargado de imposición; tal era el cometido de las naves, que en su viaje suponía ser una curación, como también significaba una exclusión. Es decir que en esa travesía se pretendía apartar a los llamados “locos”, pretendiendo que así pudieran encontrar la razón perdida.

En definitiva, se trataba de una suerte de exilio ritual, de una expulsión radical de individuos cuya presencia se volvía inaceptable e intolerable y que debían por lo tanto ser expulsados del grupo humano al que pertenecían.

¿Y por nuestra nave cómo andamos?

La prensa nacional recogió el 23 de julio de 2022 la noticia de un joven que se trasladaba en un ómnibus interdepartamental y que, debido a incidentes de los que fue protagonista dentro del rodado, fue bajado de este y dejado en el medio de la carretera. Minutos después, el joven fue atropellado por un automóvil y debió ser internado, presentando heridas de gravedad.

Posteriormente se viralizó un video en el que se evidenciaba cómo habían sucedido los hechos. Allí se ve al joven gritando. Acto seguido, el chofer del vehículo y una agente policial que también viajaba en este sujetan al joven, lo empujan y lo bajan del ómnibus entre quejas y enfadados. Apenas es dejado al costado del camino, el joven sale corriendo hacia una alambrada que se encuentra a unos 30 metros del vehículo detenido. Al saltar sobre ella, cae y regresa corriendo hacia la ruta. Se aprecia también en el video que el joven, oriundo de la ciudad de Las Piedras, mientras retornaba a su hogar luego de haber trabajado en el campo, gritaba y cantaba que los amaba a todos y que además parecía “no encontrarse bien”. Hay voces que pueden apreciarse en el video que recuerdan que en el ómnibus había quedado la mochila del joven. Todo esto ocurre ante la total indiferencia del resto de los viajeros. Nadie interviene. Hasta se puede ver cómo algún pasajero, incluso, sonríe. Alguien filma sin inmutarse todo el acontecimiento, y nadie, absolutamente nadie, interviene para mediar ni detener al chofer ni a la policía. Tampoco se ofrece en ningún momento algo distinto como alternativa; sólo la opción de dejarlo al costado del camino, aún en el evidente estado de alteración en el que se encontraba el muchacho.

Y hay algo peor: el joven es encontrado un rato después, herido al costado de la carretera, luego de que una mujer se presentara ante la Policía afirmando haber chocado “algo”, no sabía exactamente qué.

La gravedad del hecho, creemos, merece algunos comentarios.

Dejemos a un lado si quienes intervienen en la cuestión tienen alguna clase de responsabilidad legal, pues el fetichismo penal en el que vivimos hace pensar que la verdad última es la que establece la intervención judicial o que las cosas se arreglan culpabilizando y castigando, como tanto hemos naturalizado en este último tiempo. Sin desmerecer su importancia, no es el punto que nos interesa analizar.

El video revela claramente la insensibilidad total de un grupo de personas que no se inmuta ante el trato inhumano que recibe un joven que a todas luces se encuentra en gran estado de desestabilización.

Lo que se pretende situar es cómo, aún en el momento civilizatorio en el que nos encontramos, “la locura” sigue siendo considerada socialmente desde las coordenadas que le impuso la psiquiatría a finales del siglo XIX: miedo, burla, sordera, peligro, exclusión, sometimiento y deslegitimación total.

El video revela claramente la insensibilidad total de un grupo de personas que no se inmuta ante el trato inhumano que recibe un joven que a todas luces se encuentra en gran estado de desestabilización, nadie es capaz de intervenir en su defensa. La escena es entonces puramente represiva, encabezada por una agente policial que la dirige gritando y forcejeando. Se impone por sobre cualquier otra medida el bajarlo del ómnibus lo más rápido posible, para poder así proseguir con el viaje, sin considerar en ningún momento que tales decisiones exponían al joven a un considerable riesgo, librándolo a su suerte, cosa que al final efectivamente aconteció de la peor manera posible.

Allí resulta el primer mensaje de las imágenes, en tanto que el ómnibus denota su dimensión simbólica que alcanza a la sociedad toda: “Fuera de aquí, no puedes viajar con nosotros, tú no debes estar en nuestro viaje”.

El “loco” es alguien que ante todo y principalmente debe irse del “nosotros”. No debe estar junto a los demás, no siendo un otro cargado de humanidad.

Los discursos en las redes sociales evidentemente se multiplicaron y la cháchara psiquiatrizada rápidamente hace interpretar el hecho en términos simples de “salud mental”. Sin embargo, esto último evita interrogar el lugar que ocupa la “locura” en nuestras sociedades, que en la actualidad es totalmente asumida en términos de psicopatología psiquiátrica y permitiendo una descalificación y discriminación total ante aquellos que caen en ese rótulo.

Como enseñó Foucault, no hay sociedad sin locura y no hay locura sin sociedad. La antropología desde hace cien años, bajo el influjo de la obra de Marcel Mauss, reflexionó sobre los fenómenos de la locura en las distintas sociedades, advirtiendo a la psiquiatría que lo que ellos identificaban como enfermedades, la antropología lo encontraba fácilmente dentro de experiencias humanas posibles. Claude Lévi-Strauss, en la misma línea, afirmó que los alienados en realidad son aquellos que se creen cuerdos en tanto viven subsumidos en el campo y las obligaciones de los otros, y que los llamados “enfermos mentales” son, en primer término, “nuestros hermanos”.

Desde el psicoanálisis, autores como Jacques Lacan y Jean Allouch han insistido en situar en un lugar muy distinto al de la psiquiatría a la llamada “locura”, incluso ubicándola como algo consustancial al ser humano mismo.

Más allá de todas las reflexiones y discusiones teóricas sobre qué es la locura y cómo se debe intervenir sobre ella, o qué lugar deben tener los llamados “enfermos mentales”, el suceso del ómnibus revela la insensibilidad que es expresada por quienes viajan en él y que bajo ningún concepto deben ser vistos o valorados exclusivamente desde el punto de vista meramente individual. Más bien son el efecto cultural de decenas de años de exclusión y discriminación y de la imposición dominante de una forma psiquiatrizada de entender al ser humano y de responder a toda forma de disidencia, ante un orden que no admite cuestionamientos ni alteraciones. Sumemos la cuota de ideología neoliberal dominante en la actualidad, cada uno en lo suyo, lema burgués radicalizado que retiene a cada viajero en su butaca, presurosos por llegar a sus cosas, cada uno ocupándose de sí mismo.

El tratamiento a los llamados “enfermos mentales” seguirá siendo un problema de enorme gravedad en nuestras culturas, agravado en la actualidad con abuso de la farmacología, pero debe llegar un tiempo en el que al llamado “loco” podamos entenderlo en su dimensión humana total, como un ser humano pleno y con totales derechos y no como alguien a quien le falta algo, que debe ser considerado peligroso, excluido, no escuchado, o un simple objeto de burla.

Aunque parezca lo contrario, la locura en el ómnibus no estaba donde parecía estar. El ómnibus en cuestión parecía efectivamente una nave de los locos, pero debemos entender que en ella viajamos todos.

Nicolás Mederos es profesor de Filosofía y escritor. Fabricio Vomero es licenciado en Psicología, magíster y doctor en Antropología.

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