La “transformación educativa” pretende, a través de las modificaciones curriculares que quiere llevar y que ya está llevando a cabo, la eliminación de esa particular relación del sujeto con los libros (con la cultura letrada, con la lectura y la escritura, con la forma de hacer entrar lo ajeno a lo propio, lo extranjero a lo doméstico), relación estética y, por ello, política, que ocurre por, en y a través de la lengua; una relación, en suma, cuyo punto más significativo –aquel que debemos defender a toda costa, por ejemplo, rechazando la modalidad de enseñanza virtual que se ampara en el demagógico argumento de la democratización educativa– se encuentra en la posibilidad que nos ofrece de pensar la enseñanza como amor a la lengua, como una “forma” de afectación del sujeto por la palabra. De este modo, las disciplinas humanísticas, especialmente Lengua y Literatura, reciben una estocada en el centro mismo de su corazón: lo que ambas son capaces de hacer con las palabras, el tipo de afectación sensible que pueden causar.
En este contexto, la pregunta acerca de por qué hablar, como si se tratara de cierto retorno a los orígenes o a la esencia de las cosas, como si se descubriera el abecé de las cosas, de comunicación y sociedad para nombrar lo que desde hace tiempo se viene llamando –aunque sea discutible, aunque esta designación, por diferentes motivos, no termine de convencer a muchos– Idioma Español, encuentra su sentido y su justificación, en parte, precisamente en el punto planteado anteriormente. Así, ¿por qué introducir, de forma tan explícita, la noción de comunicación en el nuevo diseño curricular de enseñanza secundaria, justo cuando todo vira o desea virar hacia el llamado exasperantemente “enfoque competencial”? Porque ninguna noción se puede llevar mejor con el currículo por competencias que la de comunicación, apoteosis de una forma de concebir la enseñanza de la lengua que ha hecho estragos en la formación lingüística de los alumnos (escolares y liceales), consagración del tan conocido por todos “con tal que se entienda” por sobre la reflexión paciente, detenida y sistemática sobre la lengua, el discurso y los modos en que ambos se relacionan, reflexión en la que interviene la historia en la producción de los sentidos como un principio insoslayable de las prácticas discursivas.
Este asunto, aparentemente superficial, por cuanto parece tratarse únicamente de una cuestión terminológica, nos conduce, de forma directa, a la imposibilidad de la formación de un lector político en el marco de las coordenadas que instala la “transformación educativa”, aunque estas coordenadas no sean estrictamente actuales (ya los gobiernos anteriores, en particular los progresistas, venían trabajando en ellas). En efecto, la primera cuestión que quisiera señalar y que, para las clases de lengua en la escuela y en el liceo, concierne especialmente a la selección de los textos y de los temas con los que se trabaja en las aulas, es la siguiente: un lector político –punto de partida y objetivo superiores de la alfabetización en todos los niveles– se constituye como tal cuando el texto que lee, como efecto de la lectura, también lo lee a él, y cuando, al leer, practica una lectura “distorsionada”, oblicua, hasta podríamos decir “juguetona”, tensionando las palabras, recibiendo en su propio cuerpo la opacidad de la lengua con la que se han escrito los signos que tiene ante sí (recordemos aquí lo que decía Ricardo Piglia en El último lector: “Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (no sólo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física”). Hay algo más, entonces, que se juega en la lectura, que invierte los roles, digamos: el lector está siendo demandado por el texto que lee (el texto lo desea, le pide que se detenga en las palabras, que las sopese, que advierta cómo juegan en lo que se dice), respecto de lo cual la deslavada noción de comunicación que vuelve a aparecer y su producto más acabado, decía, el “con tal que se entienda”, destituyen de plano el carácter inherentemente político de la alfabetización, porque en la comunicación, tal como se la suele entender desde hace décadas en la escuela y el liceo, se diluye, sobre todo, la escritura (en esta dirección, y no en otra, va el nuevo Trayecto del plan de estudios de la Formación en Educación: los “lenguajes diversos”).
Menos Letras (la cosa no tiene que ver con el número de horas asignadas, por ejemplo, a Idioma Español) parece ser una de las consignas. El desprecio por la literatura –ampliamente configurado– que manifiesta la “transformación educativa” (véase lo que sucede especialmente en Formación en Educación) es el liso y llano desprecio por la lengua y por el inmenso juego de posibilidades expresivas que permite (recordemos el humorístico, burlesco y corrosivo “presupuestívoro” de Borges y Bioy Casares en “La fiesta del monstruo”, los efectos de sentido que es capaz de producir, lo que permite ver y comprender), esto es, el juego de las sensibilidades que pueden tener lugar (tiempo y lugar) por el efecto de la palabra poética, por la relación entre estética y política que aquella pone en funcionamiento (Jacques Rancière dice que somos animales políticos porque, antes, somos animales poéticos). Por lo tanto, la cuestión de fondo (aunque, para ser de fondo, está bastante expuesta, a los ojos de todo el mundo o, al menos, de aquellos que quieran verlo) tiene que ver con el claro propósito de anestesiar la lengua en el marco de la enseñanza, o sea, de insensibilizar a los alumnos.
De este modo, mal que nos pese (y sé que nos pesa considerablemente), si no hay estética como producción de nuevos órdenes sensibles (lo que se vuelve visible, pensable y decible, lo que adquiere otros sentidos y, al hacerlo, nos afecta, nos hace más sensibles a ciertas experiencias de la relación entre las palabras y las cosas, que es la relación entre la lengua y el mundo), no hay, en consecuencia, política. Esta es, en suma, una de las vías por las que la “transformación educativa” busca crear un efecto despolitizador de la enseñanza, un efecto cuyo precio más caro lo pagan la lectura y la escritura.
Se llega así, en Uruguay, a la consumación (nunca definitiva) de un proyecto de geografías y tiempos más amplios y que, ahora, asume la forma de una abierta obscenidad que ya no esconde lo que busca, que ya hasta lo puede declarar como el camino para revertir, se dice, la crisis educativa: la destrucción de las Humanidades, que siempre tiene que ver, en primer lugar, con empujar hasta las ruinas a la lectura y la escritura.
Santiago Cardozo es profesor en la Universidad de la República y en el Consejo de Formación en Educación