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Ilustración: Ramiro Alonso

El fascismo del siglo XXI

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La definición del fascismo como práctica social, es decir, como la proyección de los odios como estrategia para destruir la organización popular, es la que mejor permite comprender las derechas actuales. La incapacidad de identificar sus manifestaciones en el presente nos impedirá aprovechar los aprendizajes del fascismo del siglo pasado.

Los conceptos son herramientas para acercarnos a la realidad. Buscan homologar elementos estructurales comunes en situaciones empíricas diferentes. Esto tiene una utilidad innegable, se trata de una categoría fundamental del pensamiento. Con el concepto de “mesa” somos capaces de comprender que objetos muy distintos (que difieren en sus materiales, su tamaño o su número de patas) pueden ser utilizados del mismo modo. Los conceptos de las ciencias sociales cuentan con más niveles, pero siguen la misma lógica. Utilizar el mismo concepto para un hecho del presente y otro del pasado no implica sostener que sean idénticos, sino juzgar que contienen semejanzas estructurales que permiten aprovechar los aprendizajes del pasado para enfrentar los desafíos del presente. ¿Pasa eso hoy con el concepto de fascismo?

A partir de su surgimiento en la Europa de la primera mitad del siglo XX, el término “fascismo” ha tenido tres tipos de definición:

1) En tanto ideología: se caracteriza por el monopolio de la representación por parte de un partido único de masas, la utilización de proyectos mesiánicos, el culto personalista del jefe, la verticalización autoritaria de la sociedad, la exaltación de la comunidad nacional y la estigmatización de quienes no pertenecerían a ella o resultarían un peligro para su conservación, el desprecio del individualismo liberal, articulado con un profundo y violento anticomunismo, la postulación de orígenes míticos de la identidad nacional y su vinculación con objetivos de expansión imperialista, la construcción de un aparato de propaganda centralizado y basado en la restricción o eliminación de los medios opositores, entre otros elementos.

2) En tanto régimen de gobierno: tiene un carácter corporativo y vinculado al cuestionamiento de la democracia representativa liberal desde un modelo de conciliación y articulación de clases a través de las “fuerzas vivas” de la sociedad: empresarios, sindicalistas afines al régimen o creados desde el aparato estatal, estructuras militares o religiosas.

3) En tanto práctica social: da cuenta de un tipo específico de utilización de la demonización de los grupos minoritarios, de la exacerbación y proyección de los odios de los sectores medios, proletarizados o excluidos y la movilización política activa de los mismos (movilización reaccionaria), en tanto estrategia para destruir la organización popular y, particularmente, su expresión sindical.

Esta tercera definición del fascismo (como práctica social) resulta la más relevante para comprender las diferencias entre las prácticas de las “nuevas derechas” que se observan en el siglo XXI y el resto de las fuerzas políticas de derecha (liberales, conservadoras, etcétera) que fueron dominantes a partir de la segunda posguerra.

Este conjunto de prácticas sociales fascistas se suele articular en el contexto de frustraciones socioeconómicas que se derivan de las recurrentes crisis del capitalismo y de una brutal redistribución regresiva del ingreso –mucho más pronunciada donde había existido cierta integración social mediante la creación de sectores medios significativos–. El fascismo busca saldar estas frustraciones y descontentos en modalidades de proyección hacia determinados grupos (migrantes, beneficiarios de planes sociales, miembros de distintas minorías culturales o de identidad sexual, pueblos originarios) a quienes se transforma en responsables de los sufrimientos de las “mayorías”.

Prácticas fascistas en Argentina

Entre las declaraciones punitivistas o xenófobas de la última década en Argentina encontramos un arco demasiado amplio, que incluye candidatos presidenciales o vicepresidenciales, secretarios de seguridad, gobernadores, legisladores. Figuras relevantes de la política o del periodismo utilizan cada vez más expresiones xenófobas, discriminatorias o punitivistas y buscan alentar reacciones sociales para dirigir el odio y las frustraciones económicas hacia los inmigrantes de países limítrofes, organismos de derechos humanos, sindicalistas, desocupados, receptores de planes sociales, militantes de partidos de izquierda o miembros de pueblos originarios.

El fascismo busca saldar estas frustraciones y descontentos en modalidades de proyección hacia determinados grupos a los que se transforma en responsables de los sufrimientos de las “mayorías”.

Para identificar un conjunto de prácticas sociales fascistas no alcanza, sin embargo, con la persistencia o profusión de declaraciones, sino que es necesario que el carácter simbólico de dichas expresiones asuma materialidad. Esto también ha comenzado a ocurrir en Argentina hace unos años. Campañas de delación y castigo (por ejemplo, contra docentes que plantearon en sus clases la preocupación por la desaparición de Santiago Maldonado), intervenciones patoteriles de organizaciones de padres o vecinos en establecimientos educativos para impedir la implementación de clases de educación sexual integral, ataques de distinta envergadura a movimientos sociales, organización de “movimientos antipiqueteros” o de patotas civiles “antiindígenas”, vandalización de monumentos conmemorativos a las víctimas del genocidio, instigación al ejercicio de “microviolencias” en la vida cotidiana (gatillo fácil, justicia por mano propia, linchamientos, escraches, etcétera), acrecentamiento del antisemitismo (aumento de ataques a sinagogas, cementerios o incluso a personas judías en la vía pública).

También se puede constatar en la actual campaña electoral desde la existencia de una fuerza política que reivindica el negacionismo del genocidio argentino y demoniza la actividad política y, pese a ello, ha resultado la más votada en las PASO de 2023, hasta una candidata presidencial que se lanzó con un spot en el que, bajo el lema “si no es todo, es nada” se acompañaban imágenes en las que se homologaba como enemigos a adversarios políticos, dirigentes sindicales o manifestantes en acciones de protesta con acusados por causas de corrupción u operativos contra el crimen organizado (narcotráfico).

La interpelación de las “mayorías”

Este resurgimiento del fascismo en el mundo, la región y Argentina tiene causalidades profundas, entre las que se incluyen la desconexión de las izquierdas de su base social en los sectores populares y el abandono de un horizonte universalista, reemplazado por las “luchas de minorías” y una construcción identitaria victimizante. Esto deja fuera de su discurso a sectores significativos de la población. A ello se suma la desconexión de problemas cotidianos de esas mayorías, como la inseguridad, el narcotráfico o las crisis identitarias.

No son pocos los varones blancos que se sienten nacionales de su país, pero no miembros de ninguna “minoría”, sea que vivan en Estados Unidos, en España o en cualquiera de los países de América Latina. Estos grupos no conciben que el único rol que les corresponda en la vida sea el de pedir eternamente perdón por acciones cometidas una o cinco generaciones atrás por personas que en muchos casos ni siquiera fueron sus familiares directos y cuyos beneficios no necesariamente pueden disfrutar o nunca han disfrutado.

Este quiebre temporal entre un discurso que construye “víctimas” y “victimarios” con eje en el siglo XIX, y se encuentra con los efectos del neoliberalismo en el siglo XXI implica una simplificación en la cual el bien y el mal se encarnan en identidades esencializadas. El bien o el mal no radican en ser hombre o mujer, blanco, negro o marrón, ni en tener tal o cual identidad sexual o religiosa.

En este siglo XXI el fascismo se presenta de la mano del nihilismo, de la ironía, del desencanto y el desenfado.

Los estudios de opinión que intentan comprender el rápido crecimiento de estas nuevas derechas entre los jóvenes argentinos dan cuenta de este problema central: ofrecen alguna respuesta (aunque sea simplista y paranoica) a un sector mayoritario que no se encuentra interpelado por el resto de las fuerzas políticas al haberse desvanecido un planteo que haga lugar a estas realidades. Los nuevos conflictos, malestares y sufrimientos que vive la juventud contemporánea en modo alguno son los mismos de las juventudes de otros momentos históricos.

Hacerse la pregunta “¿por qué sufre un joven hoy?” y comprender la variedad de sus posibles respuestas requiere recuperar la capacidad de escucha. Haberse planteado esa pregunta constituye el mayor acierto de las derechas neofascistas. Por el contrario, el resto del arco político no les habla a los jóvenes reales de esta tercera década del siglo XXI, sino que parece estancado en la juventud rebelde de los años 60 y 70 del siglo XX. Y los sectores más lúcidos recuperan a la juventud que emergió en la crisis de 2001, de la que, sin embargo, ya se cumplieron más de 20 años.

El resto del arco político no les habla a los jóvenes reales de esta tercera década del siglo XXI.

Si tiene algún sentido observar los puntos en común entre las lógicas políticas de estas nuevas derechas contemporáneas y aquellas que dieron origen a las experiencias fascistas europeas es poder pensar tanto en sus consecuencias, como en los modos de confrontar con ellas. Porque su capacidad de interpelación es llamativamente parecida. Y también lo es el rol del fascismo como “realización de la victoria” de los sectores dominantes, cuyo objetivo es barrer por varias generaciones la capacidad organizativa de los sectores populares y facilitar una profundización en la distribución regresiva de la riqueza.

¿Por qué son útiles los conceptos?

Jamás en las ciencias sociales se trata dos veces de lo mismo. La historia no se desarrolla nunca de modos iguales, pero eso no quita la obligación ética y política de poder aprovechar el pasado para actuar en el presente.

Si creemos que para utilizar el concepto de fascismo en el siglo XXI necesitamos observar a una persona de bigotes que alza el brazo y grita en alemán, si necesitamos un partido único que se identifique con una cruz esvástica y exprese su odio sólo contra los judíos o los gitanos, poco habremos entendido acerca de la complejidad de las relaciones sociales y de la variabilidad de sus formas a través del tiempo. Es como si no pudiéramos identificar una mesa porque no vemos patas de madera talladas con esmero.

Es llamativo que sean dos humoristas argentinos (Pedro Saborido y Diego Capusotto) quienes hayan logrado, a través de la sátira, el registro más temprano y profundo del problema con la creación del personaje de Micky Vainilla, un fascista “cool, para divertirse”.

En este siglo XXI el fascismo se presenta de la mano del nihilismo, de la ironía, del desencanto y el desenfado. Se trata de un fascismo mucho menos serio que el del siglo XX (porque toda expresión política es hoy menos seria). Es así que puede aparecer en los eventos de música electrónica, sostener que una pandemia es una invención política para dominarnos, organizarse para quemar barbijos en las plazas públicas o atacar a epidemiólogos o sanitaristas. Eso no lo hace menos peligroso.

No ser capaces de identificar a una mesa como mesa sólo nos impide poder aprovecharla. Pero no ser capaces de identificar al fascismo como fascismo nos impedirá utilizar los dolorosos aprendizajes del siglo XX justo en el momento en que nos resultan más necesarios.

Daniel Feierstein es doctor en Ciencias Sociales, investigador del Conicet y profesor de la Universidad de Buenos Aires. Este artículo fue publicado originalmente en Le monde diplomatique edición Cono Sur.

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