Este domingo 5 de noviembre estaba sentado en una confitería porteña y en uno de los televisores del local se transmitía un noticiero. Cuando el periodista comenzó a referirse a Uruguay, dejé a un lado mi concentración en los correos del celular y presté atención al sonido y las imágenes que venían de la pantalla grande. Porque, como es bien sabido, es una costumbre muy arraigada de los uruguayos que cuando se hace referencia a nuestro país en un programa de televisión en el exterior inmediatamente tal circunstancia despierta nuestra atención y curiosidad.
El conductor del programa televisivo que se refería a nuestro país es muy conocido en el ambiente periodístico argentino. Con gesto compungido y mirada atónita decía que lo que estaba sucediendo en Uruguay podría perfectamente mimetizarse con las noticias argentinas como una perla más del extenso collar de escándalos, donde se entremezclan pedidos de juicios a la Corte de Justicia, lujosos yates en balnearios europeos de multimillonarios con modernas Mata Haris que despluman en forma inmisericorde indolentes servidores públicos representantes de barriadas humildes del conurbano bonaerense, todo bien mezclado con motosierras furiosas que cortan de raíz ministerios de educación, de salud y proclaman la libre venta de órganos, la ruptura de relaciones con el Vaticano y otros mensajes apocalípticos que despiertan la furia y el desconcierto de los ciudadanos.
Volvamos al noticiero y a nuestras propias miserias. El periodista en cuestión, habitualmente acostumbrado a usar a Uruguay como ejemplo de país democrático, desapareció de pronto de la pantalla y en su lugar quedó congelada la foto del exministro Bustillo, mientras unos audios en off hacían de conocimiento público el escandaloso diálogo del ministro con su viceministra, la señora Ache.
Y luego reapareció el atildado conductor para anunciar que los dos personajes de los audios en off, el ministro y su vicecanciller, renunciaron acompañados por el ministro del Interior, Luis Alberto Heber, el viceministro Guillermo Maciel y el asesor presidencial Roberto Lafluf.
La primera sensación que provocó todo esto es que el gobierno de Uruguay quedó expuesto al mundo, de buenas a primeras, como un gobierno inmensamente desprolijo. Pero ¿desprolijo es el término? ¿Acaso no estamos en presencia de un narcoescándalo con todas las de la ley, en el que el más conocido y hasta ahora más famoso narcotraficante uruguayo, a quien se acusa de haber sido el cerebro del asesinato durante su luna de miel de un fiscal paraguayo, y de ser el artífice de transportar inmensos cargamentos de estupefacientes con destino a Europa, recibe estando en prisión en un país extranjero el beneficio, por intermedio de la embajada de Uruguay, de un pasaporte en el que quedan involucrados con pelos y señales altísimos funcionarios del gobierno?
¿Es esto, como se ha pretendido explicar, un problema técnico de comunicaciones entre funcionarios?
Es absolutamente ridículo y torpe quedar atrapado en el episodio y desconocer los inmensos problemas que de manera creciente se han instalado en Uruguay en materia de violencia y narcotráfico.
Es absolutamente ridículo y torpe quedar atrapado en el episodio y desconocer los inmensos problemas que de manera creciente se han instalado en Uruguay en materia de violencia y narcotráfico.
¿O acaso el incremento sostenido de la tasa de homicidios atribuibles a la mayor presencia de narcobandas que se disputan territorios no había sido reconocido por el propio exministro del Interior?
Que las cárceles hayan superado los 15.000 presos y Uruguay carezca de un sistema de rehabilitación que de manera consistente entienda que el artículo 26 de la Constitución no es un adorno jurídico sino una obligación, que como sociedad el país se está dando el triste lujo de incumplir. Que la tasa de reincidencia de nuestros presos se ubique en el entorno del 70%, ¿no es una clara señal de que malgastamos los recursos en un sistema penitenciario sumamente ineficiente?
Que el Banco Mundial haya señalado a Uruguay como uno de los países con más alto consumo per cápita de cocaína a nivel mundial ¿es acaso casual?
Que el país carezca de un sistema que le dé transparencia al financiamiento de los partidos políticos ¿no representa un inmenso absurdo a la luz de los hechos que hoy son tan evidentes?
Sin lugar a dudas, este aspecto del control del financiamiento de la política es determinante, pues el narcotráfico no sólo soborna autoridades policiales y eventualmente funcionarios de la Justicia, sino que con el enorme poder que acumula a través de su inmenso negocio local, regional e internacional es capaz de llegar a los más altos niveles de la administración pública, tal como quedó flotando en este desafortunado episodio, que, lejos de ser un caso aislado, pone de manifiesto profundos problemas estructurales que deben necesariamente abordarse de manera responsable por la sociedad uruguaya. Y es un problema de la sociedad uruguaya, porque trasciende a los partidos políticos en particular y golpea al conjunto de las instituciones.
Es necesario que después de un escándalo tan grosero que desnuda los enormes desafíos que nuestro país tiene por delante vuelvan a aflorar las virtudes históricas que nos distinguieron como pueblo y que seamos capaces de reemplazar la soberbia que hoy campea, por el esfuerzo de un proyecto que encaremos de manera colectiva para restaurar nuestras mejores tradiciones de institucionalidad republicana decididamente comprometida con la justicia social de nuestro pueblo.
Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del Proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del PNUD (1984-1986), fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990), y director ejecutivo del Centro Único Coordinador para la gestión de la red de clínicas y sanatorios de la provincia de Buenos Aires (2003-2012).