Una característica que define a los burgueses es el valor supremo de buscar seguridad y confort en sus vidas. En lugar de ser individuos excepcionales que se dedican a grandes empresas, como Aquiles, cuyo objetivo es alcanzar el máximo éxito en sus emprendimientos, la gran mayoría de nosotros nos dedicamos a cultivar nuestra huerta, como Cándido, y evitar sobresaltos.
Así, al salir cerramos la puerta con llave, pero para más tranquilidad sacamos un seguro, nos dirigimos a nuestro trabajo, más por el sueldo que por vocación, mientras desde la anestesia de la comodidad se ahogan los sueños que tuvimos de adolescentes de vestir un “10” en la espalda, o de tocar ante un estadio en paroxismo, o casi cualquiera de las alternativas románticas que desaparecieron cuando, como bien cantaba la murga Agarrate Catalina, “pero al crecer, el chiquilín, se puso un traje y un maletín. A los dieciocho años todos quieren ser el Ché. Y después llegan las cuentas, los botijas, los cuarenta y se dejan de joder”.
El apetito por el riesgo
Por lo anterior, parece obvio que, si a lo que más aspiramos es a la certeza y la tranquilidad que aporta, su antónimo, la incertidumbre, es algo que nos aterra. No existe nada que perturbe más a un burgués que no tener más o menos claras las condiciones de juego, y eso llevó a popularizar ese lugar común que no por gastado ha perdido capacidad de explicar cosas, que es la “zona de confort”.
Por supuesto que todo lo desarrollado habla de actitudes y reacciones promedio, siempre habrá personas que disfruten tirándose de un paracaídas en vez de jugar al ludo, o que sí peleen por ese “10” o se dejen las uñas tocando la guitarra para llegar. O que busquen ser millonarios, que también es una manera de ser excepcionales (siempre que no provenga de un antepasado que tuvo la precaución de repartir su fortuna entre los desinteresados herederos, en ese caso no es meritorio), pero eso implica una ecuación de tres variables que a todos nos da resultados diferentes.
Esas variables1 son: apetencia por el riesgo, esfuerzo y talento.
Es claro que, maximizando las tres o alguna de ellas, nuestra probabilidad del tan ansiado “éxito”2 mejora. Pero a los burgueses del siglo XXI, más cercanos a Euristeo que a Heracles, las dos primeras nos dan miedo, y tendemos a no valorar con exactitud nuestra cantidad de la tercera, y esa combinación es fatal.
Muchas veces el problema es simplemente no saber muy bien el objetivo, así no hay forma de concentrar el esfuerzo; y otras veces, el problema es que nos empecinamos en emprendimientos para los que no tenemos talento, en vez de valorar aquellos en los que sí.3
Pero el riesgo siempre nos asusta. A todos, independientemente de la cantidad que estemos preparados para tolerar, no tener un mínimo de certezas (aunque sean relativas) nos genera preocupación.
Pero nuestro umbral de tolerancia, llamado “apetencia por el riesgo”, o el nivel máximo que podemos soportar sin paralizarnos, es muy diferente, y no cabe duda de que, cuanto más alto sea, sin caer en la temeridad, más chances de lograr los objetivos tendremos.
Hay una razón para lo anterior, y es que el riesgo es la consecuencia de nuestra ignorancia, si pudiéramos conocer (y controlar) todas las variables que pueden impactar en nuestro proyecto, no habría incertidumbre y por lo tanto, riesgo: estaríamos en la zona dorada de la certeza y el confort.
Pero no se puede: no solamente las variables son incontables, sino que además muchas son caóticas o manipulables por terceros. Lo único cierto es la incertidumbre, que parece una contradicción, pero no lo es.
El problema del riesgo
A estas alturas queda claro cuál es el problema: nuestra cultura está orientada a buscar la certeza y el confort,4 pero estos siempre son precarios, ya que el riesgo pesa como espada de Damocles sobre nuestra cabeza.
Para peor, como sociedad, somos bastante infantiles (y con una inteligencia colectiva más bien deficitaria) y por eso cuando el riesgo se materializa en una crisis endémica (local, como el problema de la sequía, o global como la pandemia de la covid-19), la respuesta al cambio de condiciones de certeza termina muchas veces en agitación social, cuando no en diferentes niveles de pánico.
Lo anterior es llamativo cuando se producen acciones como salir a acaparar papel higiénico, pero es problemático con otras acciones, como aumentar el acopio de combustible o alimentos que podría producir el efecto temido, es decir, crear artificialmente la escasez para la cual buscábamos la “certeza” de que no nos impactaría.
En Uruguay estamos viviendo un caso bastante interesante por el tema de la escasez de agua, que motivó un descenso por debajo de los límites legales de potabilidad del agua de red (los límites actuales se han separado de los máximos en parámetros como cloro y sodio, y se está monitoreando el potencial problema de los clorometanos).
Aquí el problema no es lo poco probable de que los uruguayos salgamos a protestar de forma violenta, sino que es entera responsabilidad del gobierno actuar para paliar los problemas, pero también para brindar certezas.
Si bien la crisis no causó pánico, sí provocó el enojo por la pérdida de confort (primer deseo y aspiración de la sociedad, como ya dijéramos) y luego una ligera paranoia por los problemas (potenciales y por lo tanto inciertos) de salud o de integridad de aparatos como calefones o calentadores.
La pregunta es por qué no somos capaces de actuar como adultos serenos ante una crisis que es problemática pero no se acerca de ninguna manera a una catástrofe. Y eso tiene varias causas.
El problema de la gestión del riesgo
No hay nada peor que la falta de información para aniquilar las certezas y generar inquietud en una población, y el tema de la gestión de la información fue paupérrimo, porque por un lado, en vez de que comunicaran los técnicos y profesionales en el área, lo hicieron los políticos, mostrando lo obvio, que no entienden del tema al mismo nivel que los que realmente hacen andar el sistema, pero mandando un mensaje confuso: la gente interpretó esa obvia (y para nada preocupante) falta de conocimiento como una debilidad del sistema. Que salga un jerarca que no entiende la diferencia entre “potable” (una definición legal sobre parámetros técnicos) y “bebible” (un término carente de valor legal pero de uso coloquial como sinónimo de potable) comunicó confusión y sensación de que el problema estaba fuera de control, cuando obviamente no era así.
De hecho, lo que dijo no es equivocado, simplemente no era la manera en la que había que transmitirlo. Un profesional hubiera dicho que, si bien el agua no cumple con las especificaciones para ser potable, ninguno de los parámetros implicados puede afectar la salud de los consumidores, porque mayormente se alteraron las propiedades sensoriales.5
Lo que sí fue una aberración fue la recomendación de dejar de comprar un refresco para comprar agua, eso demostró ausencia de sensibilidad y no entender un principio de los gobiernos neoliberales (como este) y es que a un consumidor no se le puede decir en qué gastar su dinero. La libertad de consumo es un sagrado inviolable en este contexto. Por no mencionar la falta de respeto a la inteligencia de la gente que implica el comentario.
Lo anterior fue un problema serio, porque se le comunicó a la gente (efectivamente, no en la intención) una situación peor de la que se vive (y si sumamos a los conspiranoicos y otros actores sociales similares, esto se amplifica) y eso detona la respuesta a la incertidumbre y conecta con la parte irracional/emocional de la sociedad: un factor de seguridad relativa se vive como uno de inseguridad absoluta.
El resultado: miedo. La respuesta: inquietud y fastidio. En este caldo de cultivo las consecuencias son erráticas, pero por suerte los uruguayos somos mansos y la cosa no pasó de renegar cada vez que acarreamos bidones por las escaleras...
Lo obvio es que esta situación aumenta la tensión por parte de las personas menos favorecidas económicamente, y si no se encaran acciones compensatorias efectivas, existe un riesgo real (para los gobernantes) de pérdida de control.
Aquí el problema no es lo poco probable de que los uruguayos salgamos a protestar de forma violenta, sino que es entera responsabilidad del gobierno actuar para paliar los problemas, pero también para brindar certezas a la gente y desactivar la alarma general.
Y en lo segundo, ya vimos que no se hicieron los deberes; la falta de liderazgo en el manejo de la inquietud de la gente es muy obvia, con la ausencia notoria del presidente a la cabeza del mensaje, como siempre hizo, y un régimen de información claramente carente de un plan o estrategia de comunicacional profesional.
Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.
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Hay quien incluye una cuarta, la suerte, pero si bien influye, tiende a ser menos importante que las otras tres. ↩
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https://ladiaria.com.uy/opinion/articulo/2022/9/el-mandato-del-exito-y-la-condena-del-fracaso/ ↩
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Por cierto, no existe consejo más tóxico que “sigue tu sueño, dedícate a lo que te apasione”, esa es una carretera directa al fracaso. ↩
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Quizás por eso seamos la sociedad que necesitó inventar los superhéroes, personajes que conviven permanentemente con el riesgo, como alguna manera de sublimar. Sobre la diferencia de estos con los héroes clásicos habría que hacer otra nota... ↩
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El comunicado de Salud Pública respecto de embarazadas, hipertensos y otras situaciones es correcto, pero obedece a un principio diferente, el de control de daños y evitar el mal mayor. ↩