Para muchos ciudadanos españoles, el día después de las elecciones amaneció con una sensación de alivio. Las portadas de muchos periódicos europeos señalaban que España contenía el avance de la ultraderecha. El águila fascista proyectando su sombra sobre la bandera constitucional, ilustración de Fede Yankelevich para The Guardian, ofrecía el mejor resumen de la amenaza que se cernía sobre la democracia española.
Pero los resultados electorales son engañosos. Los militantes socialistas celebraban la derrota más dulce y proclamaban: “No pasarán”. Como las alertas antifascistas, la arenga era un ejercicio de catarsis colectiva, de escasa utilidad para entender lo que había ocurrido.
El 23 de julio el Partido Popular (PP) había sumado 48 escaños adicionales en relación con las elecciones anteriores, pasando de 89 a 137, 33% del voto, con más de 8 millones de sufragios. Vox, por su parte, había perdido 19 escaños, pasando de 52 a 33, con 12,3% del voto, habiendo recibido más de 3 millones de votos. Ambas fuerzas combinadas contaban con 170 escaños en total, casi al borde de la mayoría absoluta. Salvo en el País Vasco, Navarra y Cataluña, el PP había ganado en todas las comunidades autónomas, así como en las ciudades de Ceuta y Melilla. En el Senado, el PP había obtenido una mayoría absoluta.
Pero el triunfalismo y la euforia son malos consejeros. En un sistema parlamentario, gana las elecciones quien forma gobierno, y el PP, junto con Vox, no alcanzaba los 176 escaños necesarios. El PP había sido la lista más votada, pero había perdido. Victoria pírrica. Los primeros días fue un partido aturdido, no entendió qué había pasado. Fue saltando de ocurrencia en ocurrencia. Pidió al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), al que ahora llama Partido de Estado, que le permita gobernar por ser la lista más votada. Incluso lanzó un globo sonda con la consistencia de un helado en verano, mostrando que estaba dispuesto a hablar con los independentistas de Junts per Catalunya “dentro del marco constitucional”. La derrota y su pariente, la necesidad, siempre traen un aire de humildad a la mesa.
La única alternativa posible es una reedición de la coalición progresista, PSOE y Sumar, que deberá buscar apoyos en los partidos nacionalistas e independentistas del País Vasco, Cataluña y Galicia. El mandato de las urnas es doble: no a un gobierno que incluya a la extrema derecha, sí a un gobierno que represente la mayoría progresista de un país plurinacional.
Existen incentivos muy poderosos para el acuerdo. En un contexto político muy ajustado, de alta volatilidad y elevada polarización emocional, la repetición electoral sería una ruleta rusa. La dificultad principal es el necesario voto afirmativo del expresidente Puigdemont, requerido por la justicia española y exiliado en Bélgica. Las condiciones planteadas son amnistía para los condenados por el proceso independentista y convocatoria de un referéndum de autodeterminación para Cataluña. No ocurrirá. Sin valorar la justicia de estas demandas, su coste político resulta inaceptable para el PSOE y supondría su suicidio político.
Algunas reflexiones sobre el resultado electoral. La gran mayoría de los medios, propiedad de bancos, fondos de inversión y grandes grupos de comunicación, llevan tiempo normalizando la presencia de la ultraderecha y lo que es más grave, su agenda política. La campaña ha sido un recordatorio de la importancia de una prensa libre que sólo dependa de sus lectores, sin servidumbres con ningún tipo de poder. Son necesarios nuevos marcos regulatorios que garanticen a los ciudadanos el derecho a una información veraz y que establezcan sanciones disuasorias a aquellos medios y plataformas que propaguen noticias falsas o inciten al odio.
La ultraderecha no ha sido derrotada. La progresión de Vox ha sido exponencial. En junio de 2016 obtuvo 47.182 votos (0,2%). Su importancia era residual. En abril de 2019, en buena medida como reacción al proceso independentista en Cataluña, pasaron a obtener 2.688.092 sufragios (10,26%). Con la repetición electoral de noviembre de 2019 incrementaron su apoyo, convirtiéndose en el tercer partido con 3.656.979 votos (15,08%) y 52 escaños. Ahí siguen. Continúan siendo la tercera fuerza, con 12,3% y más de 3.000.000 de sufragios. Su pérdida de votos se debe más a las transferencias de voto útil al PP que a un rechazo de sus ideas políticas. Ha disminuido su apoyo, pero ha aumentado considerablemente su poder institucional. Ahora gobiernan en coalición con el PP en importantes ciudades y comunidades autónomas. Una repetición electoral puede llevar a Vox al gobierno central.
En realidad, las ideas reaccionarias llevan tiempo atravesando las supuestas líneas rojas. Los cordones sanitarios están llenos de los agujeros de nuestros miedos. Han anidado en el corazón de las democracias occidentales, primero como una mancha diminuta, ahora como un cáncer descontrolado, con metástasis que infectan los valores fundacionales del proyecto europeo.
La polarización política ha resucitado temporalmente un cadáver, el bipartidismo. PSOE y PP han recibido transferencias de voto útil de Sumar y Vox, respectivamente. Los primeros estudios muestran que las mujeres han votado mayoritariamente por opciones de izquierda. Los partidos independentistas catalanes, Esquerra Republicana, Junts y la CUP han perdido 700.000 votos. Ahora representan 27%. La volatilidad, otro rasgo de la nueva realidad política.
El mundo de la cultura ha liderado la revuelta contra los episodios de censura impulsados por Vox con la complicidad de los conservadores. Algunos ejemplos para este viaje por el túnel del tiempo. El ayuntamiento de Valdemorillo censura la representación de Orlando de Virginia Woolf, como ya hiciera el franquismo en 1948. Orlando es indistintamente hombre o mujer a lo largo de cinco siglos. En el ordenado mundo binario de la derecha, no hay lugar para los matices. Un hombre es un hombre y una mujer es una mujer. Se cancela una obra teatral sobre Santa Teresa de Jesús, “por dañina y esperpéntica”. Se censura una obra de teatro que trata sobre trastornos alimentarios. Se exige la retirada de La villana de Getafe, una obra de Lope de Vega, por las "insinuaciones sexuales" que contiene. En un pueblo de Cantabria, el PP y Vox impiden la proyección de la película infantil Lightyear, producida por Pixar, donde dos mujeres se saludan con un beso de monja. Un torero, antes militante del PP, ahora en las filas de Vox, se convierte en vicepresidente del gobierno valenciano, asumiendo las competencias de cultura, a punto de convertirse en rancio folklore. Objetivo, la reconquista de las esencias, el retorno de la España del “cierra España”, la de Santiago Matamoros, martillo de herejes.
La gran mayoría de los medios, propiedad de bancos, fondos de inversión y grandes grupos de comunicación, llevan tiempo normalizando la presencia de la ultraderecha, y lo que es más grave, de su agenda política.
Junto con la polarización, el desgaste electoral del independentismo catalán, la normalización de la ultraderecha y la reacción frente a la censura, ya mencionados, otros factores que explican el resultado son la indiferencia, sobre todo entre los más jóvenes, el desprestigio de la democracia, el abuso y banalización del discurso, que busca la hipérbole efectista y no el convencimiento, la reacción al crecimiento de la emigración, el pragmatismo cortoplacista, la tentación demoscópica, la ausencia de liderazgo, el resurgimiento de nuevos tribalismos.
Pero el principal elemento es el envejecimiento de la población. España, como Europa, se ha hecho mayor. Y como sucede frecuentemente con las personas mayores, no quiere que le muevan los muebles de sitio. Proteger su bienestar, al coste que sea, esa es su estrategia de supervivencia.
En España, una duda existencial desvela al PP: ¿cómo enfrentar la competencia electoral con Vox? ¿Deben mantener sus principios o acomodarse al espíritu de los nuevos tiempos e incorporar el estilo y las propuestas de la ultraderecha? Más preocupante que su crecimiento en votos es la centralidad que están alcanzado sus mensajes: racismo, xenofobia, anti-inmigración, odio a los pobres, a los diferentes, negación de la razón científica, sea el cambio climático o la efectividad de las vacunas.
La pandemia y la guerra han acelerado la derechización de la sociedad europea. Los partidos socialdemócratas, liberales y conservadores se acomodan al desplazamiento de las preferencias de sus votantes. Son ellos los que han construido campos de concentración para emigrantes y refugiados en las islas del Báltico. Los que siguen empeñados en construir la “Fortaleza Europa”, negociando acuerdos infames con gobiernos cipayos que violan los derechos humanos, torturan y encarcelan en nuestro nombre. Construyendo cárceles, cavando fosos, levantando muros, trazando fronteras. Los de dentro, confortables. Los de fuera, siempre los más vulnerables, los otros, los distintos, los amenazados, los emigrantes que llegan a Europa buscando una vida mejor para ellos y sus familias, como tantas generaciones de europeos hicieron en el pasado, los nadies de Galeano, los que, en sus palabras, valen menos que la bala que los mata.
Contemporizar con las ideas reaccionarias tiene consecuencias. Una alianza entre conservadores y la ultraderecha puede obtener una mayoría en las próximas elecciones al Parlamento Europeo en junio de 2024. Lo mismo puede ocurrir en las próximas elecciones generales en Alemania en 2025 y en las presidenciales francesas de 2027. La ultraderechista Alternativa por Alemania (AfD), con un líder regional imputado por la Fiscalía por utilizar un eslogan nazi, tiene una intención de voto de 19%. Deshilachado el cordón sanitario, casi roto, pueden acabar formando parte de un gobierno de coalición con la Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU). En Francia, el escenario más probable es que las dos fuerzas que se disputen el Elíseo sean Francia Insumisa, dirigida por Jean-Luc Mélenchon, y el Rassemblement National (RN, antiguo Frente Nacional), de Marine Le Pen, una elección entre dos partidos que comparten fuertes críticas a la globalización y al proyecto europeo.
La pregunta clave fundamental es qué hacer. En primer lugar, hay que reconocer que la deriva autoritaria es estructural. Tratar de entender las causas profundas que explican lo que está ocurriendo. Sin duda, hay que evitar la tentación de políticas gradualistas que esconden los problemas debajo de la alfombra y posponen su resolución para el futuro. Hoy nos votarán, mañana dejarán de hacerlo.
Como en el álbum de Manu Chao, próxima estación: Esperanza. Ahora son tiempos para actuar con audacia y determinación, asumiendo riesgos. Si el precio a pagar por ganar una elección es sintonizar el programa electoral con los miedos de la ciudadanía, habrá que atreverse a perder elecciones.
Ante todo, tenemos que evitar la tentación nihilista, recuperar la rebeldía y la indignación constructiva. Entrenar la espera y la duda como virtudes políticas. El filósofo israelí Avisahi Margalit lo resume de una forma simple: una sociedad decente es una sociedad que no humilla a sus semejantes. Un programa revolucionario.
Necesitamos líderes que se atrevan a liderar, a ir contracorriente de la opinión pública y su instinto conservador. Que quieran mejorar el mundo y despertar los mejores ángeles de nuestra naturaleza. Capaces de negociar con la verdad sin dogmatismos, pero con valores. Nunca cuanto peor mejor. El precio de algunas utopías ha sido demasiado elevado para disidentes y contrarios. Tal vez entonces tendremos ciudadanos que, como Julia Otero, una periodista española, voten por sus principios, en contra de sus intereses.
Joxean Fernández es un politólogo español.