Centroamérica está sumida en su peor crisis en las últimas cuatro décadas, tal como lo reflejan los principales informes que miden la calidad de las democracias a nivel global. Si bien todas las democracias latinoamericanas atraviesan una crisis, la región centroamericana presenta retrocesos democráticos significativos. Así, se aprecian dos fenómenos preocupantes: por un lado, la erosión y retroceso democrático en países como El Salvador, Honduras y Guatemala, y, por el otro, un avance y profundización del autoritarismo en Nicaragua.
El caso más agudo es el de Nicaragua, un régimen autoritario y patrimonializado por la familia Ortega-Murillo, que está inmersa en una práctica represiva y dispuesta a todo por permanecer en el poder. Este retroceso democrático se aprecia desde el regreso de Ortega a la presidencia en 2007, pero se fue acentuando de forma paulatina hasta explotar en 2018. El último golpe a la institucionalidad nicaragüense se dio en noviembre de 2023 cuando la vicepresidenta, primera dama y coordinadora de Comunicación Social, Rosario Murillo, se autoproclamó presidenta del Poder Judicial. A partir de ese momento Murillo llevó a cabo una gran purga en el Poder Judicial con el despido de más de 900 funcionarios, encabezados por la presidenta de la Corte Suprema de Justicia.
En este delirio represivo que se está llevando a cabo en Nicaragua contra cualquier tipo de oposición al régimen de Ortega destacan dos hechos: por un lado, la reciente captura del obispo Isidro Mora, en lo que constituye el último episodio de una constante embestida contra la iglesia católica en ese país; por otro, el affaire Miss Universo, cuya directora renunció tras acusaciones de traición por parte del gobierno de Ortega, lo que refleja el grado de intolerancia de la cúpula sandinista hacia cualquier atisbo de disidencia. A esto hay que sumarle el reciente abandono por parte del país de la Organización de los Estados Americanos tras rechazar las críticas realizadas por el organismo por las múltiples violaciones de los derechos humanos.
La situación también es preocupante en El Salvador desde la llegada de Nayib Bukele al poder. Desde el inicio de su mandato, Bukele está llevando adelante un desmantelamiento de las instituciones democráticas amparado en el elevado apoyo popular con el que cuenta. Sin duda, el mayor golpe a la institucionalidad se produjo en 2021 cuando la Asamblea Nacional destituyó a cinco magistraturas de la Sala de lo Constitucional y nombró a nuevos magistrados cercanos al presidente, hecho que le permitió que aprobaran la reelección presidencial, que está prohibida en la carta magna. Así, Bukele puso en evidencia sus intenciones de perpetuarse en el poder.
Por su parte, Honduras, a pesar del cambio de gobierno y sus promesas de regeneración democrática, continúa a la deriva por sus estrechos vínculos con el narcotráfico, los elevados niveles de corrupción, los problemas de gobernabilidad y la permanencia injustificada del estado de excepción que rige en este país desde hace más de un año.
Centroamérica afronta un escenario marcado por el ataque a las instituciones democráticas o la corrupción, así como por la continuidad de problemas de larga data como la pobreza, la violencia o la inmigración forzada.
Los problemas de gobernabilidad y la falta de consensos entre el Ejecutivo y el Legislativo se han puesto de manifiesto desde el inicio del mandato de Castro, en enero de 2022, luego de que, de forma paralela, se juramentaron dos juntas directivas para el período 2022-2026, una liderada por Luis Redondo y otra por el diputado del Partido Libertad y Refundación (Libre) Jorge Cálix. Si bien este conflicto logró resolverse en favor de Redondo, desde aquel entonces la legalidad de su nombramiento ha sido cuestionada por la oposición acentuando la polarización en este país.
En un reciente episodio de confrontación política, el 31 de octubre, el Congreso se fragmentó en dos facciones, similar a lo ocurrido en enero de 2022, tras el nombramiento del fiscal general interino Johel Zelaya –favorito del Partido Libre–. Este nombramiento se produjo en un proceso sin elección, por parte de una minoría oficialista, generando preocupación en la comunidad en general y gestando una vez más una situación de ingobernabilidad en el Congreso Nacional.
Asimismo, desde hace un año, el Poder Ejecutivo publica un nuevo decreto (PCM) cada mes para prolongar la figura del estado de excepción que rige en el país y que fue decretado por el gobierno para combatir el crimen organizado. No obstante, los datos publicados por el Ministerio Público sobre inseguridad vinculados al crimen organizado no parecen justificar el mantenimiento de esta medida.
Por su parte, los sucesos acaecidos en Guatemala a lo largo del último proceso electoral generan preocupación por el rumbo del país. En las elecciones celebradas en 2023, Guatemala dio un vuelco político al proclamar vencedor al Movimiento Semilla, liderado por Bernardo Arévalo. El control de las instituciones judiciales y electorales por parte de la élite política guatemalteca ha permitido la exclusión en las elecciones a los candidatos amenazantes para el sistema; sin embargo, no ha podido evitar el triunfo de Arévalo en la segunda vuelta electoral, celebrada en agosto. Desde ese momento, el Ministerio Público encabezó una cruzada para impedir la transición democrática y evitar que el presidente electo asumiera.
Si bien el Ministerio Público continúa alegando que Semilla ganó con un fraude y que cometió ilegalidades a la hora de formarse como partido, los distintos actores de la sociedad civil de Guatemala continúan defendiendo la legitimidad de los resultados electorales y evitando la deriva democrática de este país.
Así, por estos días, la región afronta un escenario marcado por el ataque a las instituciones democráticas o la corrupción, así como por la continuidad de problemas de larga data como la pobreza, la violencia o la inmigración forzada. Lamentablemente, no se observan vestigios de mejora a corto plazo, lo que anticipa otro año complejo y desafiante caracterizado por la alta incertidumbre política, por una desaceleración económica y por una creciente desafección de la ciudadanía con el sistema político.
Cecilia Graciela Rodríguez Balmaceda es investigadora del Instituto de Iberoamérica, Universidad de Salamanca, y profesora en el Área de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad de Burgos. Este artículo fue publicado originalmente en latinoamerica21.com.