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El libre mercado: una utopía reaccionaria

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A diferencia de lo que sostienen las nuevas derechas, los mercados libres no serían una “realidad natural” producto de un largo proceso evolutivo no planificado. En realidad todo lo contrario, fueron un producto del poder.

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Eduardo Galeano decía que la utopía era aquello hacia lo cual uno caminaba y cuando se creía cercana se volvía a alejar. Por lo tanto, más que un proyecto concreto, realizable en alguna circunstancia, era antes que nada lo que nos impulsaba a militar por nuestros sueños. Pero en el caso argentino, lo que se instala como proyecto de país es una idea muy concreta, utópica por impracticable, pero rastreable en un pasado remoto en el que supuestamente todo fue mucho mejor.

El liberalismo de los mercados libres se intentó practicar por primera vez en la historia en la Inglaterra de mediados del siglo XIX, como un experimento de ingeniería social de largo aliento. Su principal objetivo era liberar el funcionamiento de la economía de todo tipo de control social y político.

Karl Polanyi en su libro La gran transformación expone con meridiana claridad que los orígenes de esta catástrofe se remontan a los esfuerzos utópicos del liberalismo económico para establecer un mercado autorregulado.

Conviene aclarar que Polanyi era un economista, antropólogo y filósofo nacido en Viena en 1886, en ese momento capital del imperio austrohúngaro, y que el libro fue escrito en 1944. Todo esto para dejar bien claro que no era peronista y que tuvo que huir de Budapest cuando Béla Kun proclamó la república soviética de Hungría.

En una síntesis muy esquemática, lo que expone en su obra es que la utopía del libre mercado que se implantó en Inglaterra a mediados del siglo XIX se propuso mercantilizar el trabajo, el esfuerzo de las personas, la naturaleza y el dinero, instalando como un paradigma la especulación, el lucro y la libre competencia. Esto provocó un amplio proceso de destrucción comunitaria y, en última instancia, el despliegue de un conjunto de prácticas autoritarias que se propusieron “poner en orden la economía” mediante una reeducación desnaturalizante de los individuos que los convierte en seres incapaces de funcionar como miembros responsables de un cuerpo político.

Otra crítica al utopismo del libre mercado, y que considero relevante reseñar, la desarrolla un confeso liberal, John Gray, en su libro Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, cuya primera edición es de 1998. Comparte con Polanyi que la idea del laissez-faire de mediados de la era victoriana demostró que la estabilidad social y el libre mercado no son compatibles durante mucho tiempo.

Gray establece una diferencia entre economía de mercado y sociedad de mercado; Inglaterra tenía una economía de mercado antes y después del breve experimento del laissez-faire de mediados de la era victoriana. Los mercados se regulaban entonces de modo que sus efectos fueran menos dañinos para la estabilidad social. Es más, sólo durante este periodo en Inglaterra de mediados del siglo XIX y, en algunas partes del mundo en las décadas de los 80 y 90 de este siglo, el libre mercado ha sido la institución social dominante.

Pero a diferencia de lo que sostienen las nuevas derechas, los mercados libres no serían una “realidad natural” producto de un largo proceso evolutivo no planificado. En realidad, todo lo contrario, fueron un producto del poder y de la habilidad política.

A diferencia de lo que sostienen las nuevas derechas, los mercados libres no serían una “realidad natural” producto de un largo proceso evolutivo no planificado. En realidad todo lo contrario, fueron un producto del poder.

Por ejemplo, en Inglaterra una de las precondiciones del libre mercado a mediados del siglo XIX fue el uso del poder estatal para convertir tierras comunales en propiedad privada, mediante cercamientos (enclosures), aprobados por un Parlamento exclusivamente integrado por grandes propietarios.

A lo anterior hay que sumar otras dos leyes relevantes aprobadas por el Parlamento: la abrogación de la ley de cereales en 1846 y la ley de pobres de 1834. Por la primera se liberalizó el mercado de cereales y por la segunda se eliminó la protección que las comunidades ejercían con los desempleados, llevando a los pobres a tener que aceptar trabajos que no aseguraban ni la subsistencia.

Lo que se quería hacer creer que era un proceso natural, en realidad, no lo era; el libre mercado de la época victoriana fue producto de la coerción estatal, ejercida a lo largo de varias generaciones, mediante la cual los derechos de propiedad fueron creados y destruidos por el Parlamento.

Es más, Gray sostiene que es dudoso que el libre mercado hubiera podido establecerse con instituciones verdaderamente democráticas; es un hecho histórico que el libre mercado empezó a desvanecerse con la entrada de las masas a la vida política. Gray afirma que un mercado sin trabas es incompatible con el gobierno democrático. Esto, dicho por un liberal y no por un socialista, resulta bastante revelador para el debate que se procesa por estos días en Argentina y que comienza a asomar la cabeza en nuestro país.

También es importante establecer que la institución del libre mercado no surgió en ningún país fuera de Inglaterra. Los países de la Europa continental eran economías de mercado, pero no sociedades de mercado.

Como establece Polanyi, las sociedades de mercado no aparecen por azar o por simple evolución, sino mediante el artificio de una intervención política recurrente y sistemática. Ya en la década del 30 del siglo pasado, Inglaterra habrá abandonado esta ideología y se dedicará a consolidar un potente estado de bienestar.

Esta ideología de mercado libre resurgirá con fuerza en la década de los 80 del siglo XX de la mano del credo neoliberal instalado por el consenso de Washington, siendo este proceso y sus consecuencias mucho más conocido como para explayarnos sobre él. De todos modos, resulta conveniente reseñar muy brevemente cómo se aplicó una terapia de choque de la ideología del mercado libre en Rusia poscaída del modelo soviético. Gray define este proceso como la concreción de una especie de anarcocapitalismo dominado por las mafias.

Este proceso fue liderado por Yegor Timurovich Gaidar, militante del Partido Comunista desde 1980, y que luego pasó a ser uno de los líderes más cercanos de Boris Yeltsin y primer ministro entre el 15 de junio y el 14 de diciembre de 1992. El núcleo de su programa era la liberalización de los precios. El 2 de enero de 1992 se eliminaron los controles de precios para el 90% de los bienes comercializables, lo que llevó a que los precios subieran 250%, mientras que los salarios subieron sólo 50%, beneficiando al sector empresarial y perjudicando fundamentalmente a los trabajadores.

El segundo componente de su programa de terapia de choque fueron las privatizaciones. Las tres cuartas partes de las industrias medianas y grandes de Rusia fueron privatizadas. Si bien se emitieron bonos para ser repartidos entre todos los miembros de la sociedad, a los trabajadores y a los directivos se les permitió adquirir bonos en condiciones especiales, por lo que se terminaron convirtiendo en accionistas mayoritarios en el 70% de las empresas. Esta historia culminará con los trabajadores teniendo que vender sus acciones para cubrir sus necesidades básicas, y cerca de un millón y medio de exjerarcas de la nomenklatura adquiriendo la propiedad de empresas que antes pertenecían al Estado. O sea, sustituyendo una casta por otra peor.

El tercer componente de las políticas de esta terapia de choque tuvo como objetivo la estabilización de las finanzas del Estado. Siguiendo las recomendaciones del FMI, Gaidar se propuso equilibrar el presupuesto con la finalidad de que el dinero que se emitiera no fuera para financiar las actividades del gobierno. Para ello, los gastos militares se redujeron en dos tercios y los subsidios industriales disminuyeron de manera drástica. Esta severa reducción monetaria tuvo como resultado que a principios de 1996 la tasa de inflación había caído 40%; es así que en términos estrictamente antiinflacionarios la política fue exitosa.

Gray expone con claridad que esta terapia de choque contribuyó a empobrecer a la mayoría de la población de Rusia y criminalizó la economía a un grado sin precedentes. El colapso de la actividad económica y la desintegración de los servicios estatales hicieron caer el nivel de vida de la mayoría y llevó a la indigencia total a una parte relevante de la población.

Las tasas de nacimiento y de esperanza de vida cayeron de una manera más pronunciada que en ningún otro país en tiempo de paz. Al mismo tiempo, el debilitamiento del Estado dejó a los rusos expuestos a la explotación del crimen organizado.

En la misma dirección que el análisis de Gray, Eric Hobsbawm, en Entrevista sobre el siglo XXI, sostiene que el caso de Rusia es muy especial. Siempre hubo economistas que creyeron en teoría en el triunfo total de la ideología del mercado libre, pero en la práctica ningún país había experimentado en profundidad esta vía. “Rusia es, pues, en realidad, el único caso en que alguien decidió aplicar totalmente, de la noche a la mañana, la lógica del mercado libre capitalista; y los resultados han sido un desastre sin paliativos”, advirtió.

Después de cuatro años de la aplicación de estas recetas, alrededor del 50% de la población rusa sufrió severas privaciones y desnutrición, y alrededor de 40 millones de personas pasaron a una situación de pobreza. A su vez, la desigualdad creció exponencialmente, generando una clase de nuevos ricos (entre el 3% y el 5% de la población), que acumularon más dinero que el que nunca tuvo la vieja nomenklatura.

El proyecto que el nuevo gobierno argentino se ha propuesto desarrollar desde su asunción parece tener más que un “aroma” parecido a esta terapia de choque desplegada en la Rusia postsoviética. En todo caso, y salvando las diferencias entre países y de contexto histórico, resulta bastante claro que la inspiración ideológica del proyecto es la misma. Y apelando como siempre a la historia, no parece que los resultados puedan ser muy diferentes a lo que hemos estado describiendo.

En todo caso, la buena noticia sería que el actual presidente argentino abandonó una práctica política demasiado generalizada en la actualidad, de lugares comunes y superficialidad. Propone un debate de ideas que resulta reconfortante y que exigirá al campo popular argentino un esfuerzo por trascender la mera denuncia y la protesta, siempre necesaria.

Se torna imprescindible el desafío de coincidir en un proyecto radicalmente alternativo, pero fundamentalmente creíble y esperanzador. Porque la libertad, como decía Montesquieu, es antes que nada, hacer lo que debemos.

Marcos Otheguy es integrante de Rumbo de Izquierda. Frente Amplio.

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