Los sistemas democráticos son por amplio margen y en base a abundante evidencia los regímenes políticos más aptos para gobernar las complejas sociedades contemporáneas. La democracia es imperfecta, pero indudablemente es el sistema de gobierno más acorde para articular políticas que privilegien la convivencia y el respeto de los derechos de todas las personas.
Lo afirmado anteriormente no obsta para que existan numerosas experiencias, a nivel regional y global, donde la práctica y la institucionalidad democrática se ponen en cuestión y tensión permanentes. Incluso esto ha sucedido en países de fuerte tradición democrática como Estados Unidos (dicho sea de paso, donde nuevamente Donald Trump asoma con posibilidades reales de ser elegido).
Uruguay suele definirse, por propios y ajenos, como una suerte de isla en estos temas. Allí aparecen reiteradas referencias a nuestra adhesión democrática, nuestro longevo y robusto sistema de partidos, la capacidad de diálogo y articulación interpartidaria, etcétera, pero por algo existe también el dicho “nunca digas nunca”. Hace apenas unos días, cuando se desencadenó la lamentable crisis política en Ecuador, aquí un senador de la República (con pasado de jerarca militar) no vaciló en aprovechar la oportunidad de comparar lo incomparable y justificar lo injustificable. Allí refirió con “pelos y señales” a situaciones que indudablemente son parte de las páginas más oscuras de nuestra historia institucional y política.
Interesa subrayar estos elementos porque no son cuestiones tan aisladas o menores. Hace apenas unos meses se conmemoraron los 40 años del Obelisco para reafirmar desde múltiples actores sociales y políticos la democracia que tanto dolió y costó recuperar. Allí también hubo ausencias injustificables de legisladores y agrupaciones que hoy tienen representatividad parlamentaria e incluso pesan fuerte y ocupan puestos ejecutivos de responsabilidad en el actual gobierno.
Retomando la idea del inicio de la columna, la democracia sigue siendo el régimen político más elegido por la inmensa mayoría de los países del mundo, pero enfrenta serios desafíos y cuestionamientos cada día. Podrían citarse varios ejemplos en esa perspectiva. Lo recientemente acontecido en Ecuador no necesariamente es tan distinto a otras situaciones críticas de funcionamiento institucional en otras latitudes de la región y el mundo. Lugares emblemáticos de la democracia como el propio capitolio de Estados Unidos han estado en riesgo y amenaza.
El análisis, como sucede con todos los temas complejos, es multifactorial: el papel de los medios de comunicación, las redes sociales, el inmenso peso del narcotráfico internacional, la propia democracia representativa que desencanta a diario a la ciudadanía, entre otros variados elementos. Cuando me refiero al desgaste de la representatividad, subrayo que eso no sólo refiere a la elección de representantes cada cinco años, sino que involucra aspectos concretos de gestión. No hay evidencia muy convincente con relación a la calidad de lo que debaten y legislan los y las “representantes”. ¿Qué tanto conectan esos debates y normas aprobadas con las demandas y las necesidades instaladas en la comunidad?
El párrafo anterior da cuenta de la gran complejidad que implica el abordaje de estos temas. Porque las amenazas a la institucionalidad democrática no solamente están instaladas en actores externos que la desestabilizan en función de intereses propios de distinto tipo, sino que también se producen dentro del sistema por fallas de sus integrantes. Pero además esos déficits pueden ser de distinto orden. Por un lado, pueden explicarse por una distancia de los y las representantes con los gobernados o por la magra calidad de los actos gubernamentales. Pero, por el otro, también pueden ser aspectos con una raíz aún más compleja, como puede ser el hecho de contar con representantes que, si bien están integrados a procesos y esquemas de funcionamiento democrático, no se sienten plenamente identificados con estos.
Las amenazas a la institucionalidad democrática no solamente están instaladas en actores externos que la desestabilizan en función de intereses propios de distinto tipo, sino que también se producen dentro del sistema.
En Argentina, Javier Milei quiere gobernar por decreto y presiona a los legisladores para que le otorguen superpoderes y le aprueben leyes ómnibus. En Uruguay, muchos dirían “estamos lejos de eso”. Sin embargo, también se han suscitado recientemente situaciones de erosión democrática preocupantes, como por ejemplo la constatación de presiones y filtraciones hacia y desde la Justicia.
Un referente insoslayable de la ciencia política como Norberto Bobbio ha alertado oportunamente acerca de los riesgos de los procesos democráticos en las sociedades modernas. Entre sus señalamientos ha referido a los posibles riesgos con la proliferación de las nuevas tecnologías de información y comunicación, la burocratización de los procedimientos que limitan la democracia y el posible colapso de un sistema que no logre adaptarse al incremento y la diversificación de las demandas ciudadanas.
Por todo lo anterior y mucho más, las barbas en remojo no estarían nada mal. Porque “nunca digas nunca”.
En reflexiones futuras se procurará colocar la discusión en términos de oportunidad, sobre la base de la convicción de la necesidad de avanzar en una noción de democracia participativa. Dicha premisa, como sustento central, propone abordar los problemas y los retos de la democracia con más democracia.
Martín Pardo es politólogo y magíster en desarrollo local y regional. Integra el equipo de dirección de Fundación La Plaza.