Está bastante de moda hoy hablar de los múltiples y muy serios problemas que afectan a la democracia. Los entendidos en estos asuntos sostienen que las democracias tienen, como los seres humanos, muchas formas de morir y que algunas de esas diversas formas de morir son más o menos frecuentes dependiendo del momento histórico. En América Latina, los golpes de Estado, generalmente militares, dominaron la escena durante todo el siglo pasado. Acabadas las dictaduras, algunos expertos empezaron a estudiar el abuso del mecanismo del juicio político a los presidentes como un recurso utilizado recurrentemente por las élites políticas para resolver crisis severas de gobernabilidad. En los últimos tiempos se volvió trending topic hablar de los líderes populistas: personajes excéntricos pero carismáticos, con poco apego a las normas y los consensos y demasiado afectos a una suerte de demagogia incontinente que a la larga termina erosionando los contrapesos institucionales diseñados precisamente para limitar el abuso del poder presidencial. Existen también casos atípicos como el de Perú, donde la democracia parecería estar muriéndose (o ya haberse muerto) no por exceso de populismo presidencial, sino por la implosión generalizada y endémica de los partidos políticos, seguida de una incapacidad absoluta de los representantes de representar a los representados.
Hay, sin embargo, otras formas más sutiles de hacer morir a una democracia, quizás no tan rimbombantes para los expertos, pero no por ello menos relevantes para los ciudadanos. La muerte por inanición del debate político podría ser una de ellas.
Hace dos días, la Junta Departamental de Maldonado decidió entregarle un pedazo ambientalmente valioso de la franja costera ubicada muy cerca del exclusivo balneario de José Ignacio a un inversor para que construya allí un lujoso (y económicamente muy valioso) hotel de campo, llevándose puestas unas cuantas leyes vigentes en materia de ordenamiento territorial y regulación ambiental. No es mi interés aquí expedirme sobre el fondo del asunto. Me interesa en cambio llamar la atención sobre la calidad de los argumentos esgrimidos. Cito aquí un fragmento (largo) de la crónica de la diaria:
“La principal defensa del expediente fue asumida por el edil herrerista Darwin Correa (Unión y Cambio), quien se abocó a señalar que junto al padrón en debate hay otras construcciones (como la urbanización El Secreto o Bahía Vik) que invaden la faja de protección costera y que ‘fueron aprobadas durante los gobiernos departamentales y nacionales del FA’.
‘Acá se pide lo mismo, no hay ningún cuco’, sostuvo Correa para relatar la ‘maravillosa historia’ de cómo el exintendente Óscar de los Santos avaló esos proyectos y cómo tuvieron también la autorización del arquitecto Mariano Arana y de Eneida de León, cuando estaban al frente del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente.
No obstante, los ediles Garlo y Juan Urdangaray desactivaron la ‘maravillosa historia’, al puntualizar que dos de los proyectos mencionados por Correa fueron aprobados en 2004 y 2005, bajo la gestión departamental del PN. Añadieron que luego se sancionó la Ley de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible, en 2008, con instrumentos que profundizaron en la protección de la faja costera.
Por otro lado, Garlo sentenció que algunos de los proyectos aprobados después de 2008 en esa zona tuvieron trámite porque los predios están categorizados como ‘suburbanos’, a diferencia del de Filkenstein, que es un predio ‘rural natural’. ‘Esas disposiciones son las que ahora omiten el informe de la IDM y el informe en mayoría del PN’, sentenció Garlo.
Hay formas más sutiles de hacer morir a una democracia, quizás no tan rimbombantes para los expertos, pero no por ello menos relevantes para los ciudadanos. La muerte por inanición del debate político podría ser una de ellas.
Al fundamentar su voto favorable a la viabilidad, el edil blanco Adolfo Varela dijo que lo hacía porque ‘cree’ en sus correligionarios de la Comisión de Obras Públicas. También señaló que, ‘como en otras oportunidades’, la argumentación de la oposición ‘es la opinión particular de ediles que han demostrado un afán negacionista con respecto a los proyectos del intendente’”.
Para que una democracia goce de buena salud, el ejercicio efectivo de la soberanía popular –ese mito sobre el que se funda la democracia– debe necesariamente apoyarse en un componente deliberativo. La contraposición de argumentos sustentados en preferencias ideológicas y principios morales juega un rol central a la hora de representar las distintas visiones e intereses de los ciudadanos.
Los ediles del Partido Nacional podrían haber fundamentado la entrega de la playa en razones sustantivas. Por ejemplo, podrían haber alegado que el proyecto permitirá dinamizar el empleo, la inversión y el turismo, y que todo ese “desarrollo” económico redundará en mayores ingresos para el municipio y el Estado, recursos que, a su vez, podrán ser utilizados para financiar ayudas sociales, escuelas u hospitales. Los defensores del proyecto podrían habernos explicado a los ciudadanos de a pie que siempre hay un trade off, una ecuación de costos y beneficios, entre proteger el medioambiente e impulsar el desarrollo económico, y que en este caso, para ellos, los beneficios superan los costos. En fin, podrían habernos dicho que, de última, en el sistema capitalista que habitamos, la torta siempre tiene que crecer para que todos estemos mejor y que para que la torta crezca hay que fomentar la inversión privada, por ejemplo cediéndole tremenda playa a un inversor y sacrificando, si es necesario, el frágil ecosistema costero. Por algo aceptamos tener plantas de celulosa y medio pastizal plantado con pinos y eucaliptus. Pero no, en vez de decirnos todo esto, en vez de defender sus ideas, a uno se le ocurre justificar la inversión en el mero hecho de que los frenteamplistas que estaban antes se mandaron cagadas similares. Y al otro le alcanza con creer en su correligionario para convencerse de que tiene razón, sobre todo teniendo en cuenta que el argumento contrario viene de gente negacionista que rechazaría cualquier cosa que viniera del intendente sólo porque viene del intendente.
Los ediles frenteamplistas, por su parte, podrían haber aprovechado la oportunidad para hacer su mea culpa, reconociendo que muy probablemente las pasadas administraciones del Frente Amplio en Maldonado decidieron tramitar proyectos similares porque también querían beneficiarse del crecimiento económico asociado a estos emprendimientos, más allá de que existiera o no la normativa que hoy sí existe. Podrían haber señalado que ahora sí, con el diario del lunes, es necesario ser autocrítico y tomar conciencia del daño ambiental causado por decisiones tomadas cuando eran gobierno. Podrían, en definitiva, haber representado un poco mejor a los que creemos que no vale todo en nombre del desarrollo económico, a los que pensamos que es necesario contener la voracidad del capitalismo depredador y rentista, aunque nos haga a todos un poco más pobres. Pero no, la única contrarrespuesta esbozada, si bien formalmente correcta, resulta puramente legalista: dar curso a esos proyectos era en su momento completamente legal.
La campaña electoral está recién por empezar. Pero gane quien gane, si seguimos así, moriremos todos de inanición democrática.
Gabriel Chouhy es doctor en Sociología.