Muevo mis dedos por la pantalla del celular, scrolleo y scrolleo por las redes sociales pasando de un posteo a otro sobre el conflicto entre Israel y el grupo terrorista Hamas, pero no logro detenerme. Cuando me detengo, me atraganto con lo que veo. Me quedan trancadas las imágenes de una madre gazatí llorando a sus hijos muertos o mutilados. Me resuenan los gritos de las familias israelíes pidiendo que liberen a sus hijos secuestrados desde hace más de tres meses por el grupo terrorista Hamas. Y, por si esto no fuera suficiente, me revuelve las tripas la competencia del dolor.
Hace unos días leí una entrevista publicada por el diario El País a Milka Chesler, odontóloga forense uruguaya que identifica a las víctimas que quedaron irreconocibles debido al atentado del 7 de octubre en el sur de Israel, cuando el grupo terrorista Hamas asesinó a más de 1.200 personas y secuestró a unas 250. Como voluntaria de la Unidad de Identificación Criminal de la Policía de Israel, Chesler dice que lo que vive “es innombrable”. “Son innombrables las atrocidades que cometieron. [Cuerpos] violados, mutilados, incinerados, atados, quemados de más de a uno, abrasados, desfigurados totalmente con una maldad que nos tiene que abrir los ojos. Un grado de maldad que nadie de nosotros conocía”. Si uno lee esta nota y otras que salieron en medios uruguayos, se da cuenta de que Milka sigue profundamente angustiada, pero la mayoría de las 102 personas que comentaron el reportaje en la cuenta de Instagram del diario creen que su sufrimiento no es legítimo, fundado u otra palabra que no se me ocurre. Para que entiendan a qué me refiero, cito una de las respuestas que aparecen en los comentarios: “Qué cantidad de trabajo va a tener cuando le toque identificar familias enteras en Gaza. No le va a dar la vida. Ah, no. Cierto que ahí no importan las vidas, ni quiénes son”, dice AmelieRamos.
Las redes y los discursos se transformaron en una guerra dialéctica donde se deslegitima el dolor ajeno.
¿Quién tiene derecho a que le duela más lo que está pasando? ¿Los israelíes, los gazatíes, los judíos, los musulmanes, los proyanquis, los árabes…? ¿Me puede doler más la muerte de alguien cercano o todas me deben doler por igual?
¿Si soy judía y/o sionista puedo seguir de duelo por el 7/10, la masacre más cruel realizada contra el pueblo judío después del Holocausto, o debo dar vuelta la página por la respuesta del Ejército israelí, que conllevó la muerte de 25.000 palestinos según el Ministerio de Salud palestino? ¿Puedo abrazar dos dolores al mismo tiempo, o está prohibido por las autoridades morales del bien y el mal?
La respuesta de una militante feminista a una compañera cuando le preguntó por qué marchaban sólo en apoyo de las mujeres palestinas y no lo hacían también por las israelíes violadas y torturadas, fue contundente: “La lucha es selectiva”.
Supongo que es más fácil elegir un bando y abonar la lucha que la paz (aún más en época preelectoral, en la que las simplificaciones ganan más aplausos).
Supongo que es más fácil pintar una pared de un comité de base con la frase “Palestina libre” y al lado escribir “desde el río hasta el mar”. Estoy ampliamente de acuerdo con la idea de una Palestina libre de Israel, Irán y, sobre todo, de Hamas, pero duele el eslogan “desde el río hasta el mar” (desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo), es decir, borrar a Israel del mapa. ¿Y si apoyamos que haya dos estados que convivan en paz?
Supongo que es más fácil acusar de antisemitas o antisionistas a todos los que condenan los bombardeos israelíes en Gaza o critican al gobierno de Benjamin Netanyahu, cuya aprobación está cayendo en picada (32% de los israelíes), según una encuesta del instituto Lazar. ¿Y si pedimos el fin de la incursión militar israelí pero no somos antisemitas ni antisionistas?
Supongo que es más fácil disfrazar a Hamas como un grupo de resistencia contra la opresión imperialista, sionista y capitalista, en lugar de calificarlo como una dictadura terrorista, apoyada por la teocracia antiderechos iraní. ¿Y si apoyamos la creación de un Estado palestino y también condenamos con todas las letras a los grupos terroristas?
Entre tanto, la hoguera del odio crece. Jóvenes muertos, madres destrozadas, soldados traumatizados, niños amputados, dos pueblos que no confían en sus vecinos.
Sigo negándome a atrincherarme en un compartimento estanco, sin permitirme dudar de mis convicciones y entender las del otro. Como judía y sionista, me sigue doliendo el 7 de octubre, que no se denuncie con fuerza a Hamas y no se pida por la devolución de los rehenes secuestrados. Tengo parientes en las comunidades agrícolas afectadas y conocidos que sobrevivieron a la fiesta de la paz donde se cometió la masacre; tengo hijos de amigos traumatizados porque todos los días corren a los refugios ante la caída continua de cohetes lanzados hacia Israel; tengo conocidos que tienen parientes secuestrados, y –sobre todo– tengo mis raíces quebradas.
Estoy cansada de que me digan “ya pasó, ya pasó, hay gente que la está pasando peor” o “es algo del pasado”. Disculpen, pero el dolor se me sale por los poros y no lo quiero tapar. Estoy cansada de tener que fundamentar por qué me sigue doliendo.
Al mismo tiempo, como humanista y pacifista, me dan vergüenza las declaraciones de varios ministros de ultraderecha israelíes que proponen ocupar militarmente Gaza o alientan la emigración voluntaria de palestinos. La muerte de cada persona en Gaza me da muchísima tristeza y, también, vergüenza. Aunque voy a spoilearles algo: ni yo ni el pueblo israelí, ni el palestino, ni siquiera los soldados tomamos las decisiones sobre el conflicto.
Entiendo que Israel tiene derecho a defenderse de un enemigo que quiere borrarlo del mapa y que el gobierno de Netanyahu –que no goza de mi más mínima simpatía– no se compara con la crueldad absoluta que ostenta Hamas, que a modo de ejemplo divulgó un video desgarrador en el que le anuncian al rehén Yarden Bibas que sus hijos y esposa fueron asesinados mientras estaban secuestrados, algo que no se sabe si es verdad o parte de una guerra psicológica. Entiendo que no se pueda confiar en las cifras sobre las muertes palestinas porque el grupo Hamas es la fuente del Ministerio de Salud palestino, que considera mártires a quienes dan su vida por la causa. Entiendo que es casi imposible creer en la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos (UNRWA), que tuvo que rescindir los contratos de empleados por su participación en los ataques contra Israel. Entiendo que enoje que todos opinen de esta guerra cuando hay muchísimos conflictos de los que nadie dice ni mu, como el de Rusia, Ucrania, Irán, Siria, Guatemala, Ecuador, Nicaragua o Venezuela.
Pero, sobre todo, entiendo que no hay ninguna diferencia en la muerte de un hijo. Entiendo que la guerra no sirve para absolutamente nada.
Y aunque muchos creen que no hay salida a este conflicto, prefiero aferrarme a las palabras de la historiadora y escritora israelí Fania Oz en la red social X: “Todavía creo que es necesario alcanzar un acuerdo con determinación de fronteras con la Autoridad Palestina, que conduzca a una solución de dos estados. Evacuar los asentamientos judíos de Cisjordania. Defender de forma poderosa e inteligente la soberanía de Israel reconocida por las leyes internacionales. Luchar por la igualdad de derechos entre ciudadanos judíos y árabes, invertir en justicia social y establecer una democracia liberal, moderada y orientada a los valores sociales aquí”.
Entre tanto, la hoguera del odio crece. Jóvenes muertos, madres destrozadas, soldados traumatizados, niños amputados, dos pueblos que no confían en sus vecinos. Y acá nosotros, a miles de kilómetros de distancia, tirándole combustible al fuego, interpretando un pronunciamiento de una corte internacional como un partido de fútbol, sin poder abrazar a nuestros amigos que sufren, a quienes duelan en Gaza y también en Israel. Sin ver que detrás de todos estos conflictos de poder hay millones de personas que lloran a diario. Sin abrazarnos por miedo a ser tibios, blanditos, humanos.
Hago un llamado a pensar, a dialogar entre nos/otros. Que haya paz.
Elisa Lieber es periodista.