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Un viento terco, ilusiones o necedades para un año electoral

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Isabelle Stengers, filósofa belga, realiza el ejercicio de imaginar cómo podemos resistir a la barbarie en lo que ella denomina “tiempos de catástrofes”, es decir el aquí y ahora, en donde se multiplican guerras internacionales y criminalidad interna, miseria y discriminación, colapsos ecológicos con epidemias y desastres climáticos en todos lados. Plantea algo que parecería muy obvio: la necesidad urgente de identificar y defender la capacidad común que tenemos de inventar, idear, ilusionarnos y transformar nuestro mundo en forma radical para hacer frente a estos fenómenos y cambiar de rumbo.

La reflexión es útil en tiempos de campaña electoral para 2024, visto que por el momento seguimos distrayendo la atención pública entre quienes serán los candidatos, mientras que la necesidad de colocarnos en esta coyuntura histórica y renovar el desafío por lograr cambios de fondo, por más que ya existan programas políticos circulando, tardan en definirse y debatirse abierta y públicamente. En Uruguay no escapamos a lo que Stengers identifica como un fenómeno global en el que la creación de alternativas que miran a futuros menos catastróficos para la humanidad y el planeta son cada vez más ridiculizadas. Ella utiliza la contraposición entre la ilusión, por una parte, que por su etimología recubre un carácter ambiguo, y la necedad u obstinación por otra, que está empecinada en defender un sistema destruyendo toda posibilidad utópica de transformación.

La ilusión es definida como un “concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, surgidos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”, pero al mismo tiempo capaz de despertar todos los componentes necesarios para movilizar a las personas hacia una transformación real. La ilusión mueve el deseo, la esperanza, el anhelo, la confianza, la fe, que pone a los sujetos en movimiento y se contrapone a la desilusión y la desesperanza. Se la ha relacionado con los ilusionistas, que creaban espejismos, burlería, fantasmagoría, fantasías, quimeras. Las ilusiones fueron históricamente combatidas como alucinaciones, delirios, que podían llevar a graves decepciones, aconsejando la alternativa de retomar un camino más seguro y menos aventurado. Pero al mismo tiempo la ilusión es la viva complacencia en una persona, una cosa, una tarea, es algo que da ironía viva y nos empuja a lo desconocido con sus señales satisfactorias.

Pero ¿qué programa de gobierno podemos decir hoy que se propone en las campañas electorales como una serie de temas para un futuro alternativo que tenga alguno de estos elementos? Al menos unos cuantos horizontes ilusorios en donde uno visualice una forma ideal de convivencia futura distinta, relacionamiento paritario con la naturaleza, equidad en las relaciones de trabajo, paz por sobre la violencia y una atención particular en los cuidados y en los vínculos afectivos con los otros seres humanos y el mundo que nos rodea.

Stengers señala que esta capacidad de construir ilusiones potentes hacia transformaciones reales ha sido abandonada; lo que mueve generalmente a aquellos que se creen responsables de nosotros es la necedad. La necedad se adueña de algunos, les impone como parte de la responsabilidad la atención a lo posible, la desconfianza para aquellos que imaginan algo que no existe. Uno se enfrenta no con alguien cuyas razones deben de ser oídas, sino con un ser capturado, bajo un dominio respecto del cual la transformación utópica no tiene tiempo hoy, vendrá después. Puede existir un reconocimiento en las causas justas, la mayoría de las veces incluso declararse, en el modo de “es bien sabido que… pero de todos modos lo prioritario ahora es otra cosa…”. Lo urgente es enemigo de lo importante, decía la urbanista norteamericana Susan Fainstein, luego de décadas de trabajar con las administraciones públicas de su país que respondían exclusivamente a este llamado y continuaban depredando los ecosistemas para mantenerse como una de las economías más importantes del mundo.

La necedad es activa, se alimenta de sus efectos de la manera en que despedaza una situación concreta y en que destruye la capacidad de pensar, de imaginar de aquellos y aquellas que encaraban maneras de hacer las cosas de otro modo. Stengers nos advierte que este desconocimiento a formas genuinas de participación cívica es la base de la violencia de Estado. En la actualidad vemos gobiernos latinoamericanos que califican muchas veces a los grupos que proponen alternativas como estúpidos o rabiosos (lo cual confirmará una reacción necia: ya ven, con esa gente hay que emplear la violencia o la indiferencia). El capitalismo necesita estas figuras responsables para mantener el orden público, pero nos preguntamos si los políticos son conscientes de que la falta de escucha real puede destruir todo atisbo de ilusión y movimiento social, incluso para acompañar sus propuestas moderadas.

¿Qué programa político enumera explícitamente las alianzas con temas y actores que practican una transformación radical, aunque sea a largo plazo, y no objetivos de igualdad y justicia en un tenor un poco tímido y abstracto? Las resistencias en todo el mundo, pero también en Uruguay, están revelando verdades incómodas sobre las tendencias a promover las economías de lucro, producir alimentos tóxicos, privatizar el agua, destruir las formas comunitarias de tenencia y uso del suelo, precarizar el trabajo, aumentar la segregación sociorresidencial y alejar a las personas entre sí, sedándolas con redes sociales y psicofármacos, en particular a los jóvenes, que podrían ser los portadores de revolución y desafíos generacionales para transformar el mundo.

¿Qué partido político está poniendo en discusión estos temas? ¿Qué partido político los conecta y cuestiona los conceptos de crecimiento y desarrollo? Por un lado, los programas de gobierno 2025-2030 de todas las fuerzas políticas reconocen la pérdida de biodiversidad, el empeoramiento en la calidad de los suelos y el agua, el aumento de residuos, la prioridad de la temática ambiental. Pero por otro lado insisten en que se debe seguir creciendo para llegar a una transición ecológica… Basta ordenar y orientar el desarrollo con actuaciones territoriales estratégicas en el aprovechamiento ambientalmente sustentable y democrático de los recursos naturales y culturales. Parecería que quien escribe eso no está conectando una afirmación con la otra.

Pietro Elisei, presidente de la International Society of City and Regional Planners, en su última conferencia el mes pasado, cerrando la reunión regional asiática, plantea la urgencia de detener el desarrollo. Se hace eco de gobiernos de medianas localidades y regiones en colosos como India y China, e incluso introduce el concepto de reversing urbanization, basado en la evidencia de los impactos negativos actuales, es decir, la necesidad de revertir el crecimiento de las ciudades y la urbanización mundial como único destino del habitar común. Resalta que es imposible que se hagan bien las cosas con la aceleración que el crecimiento actual propone.

Nos preguntamos si los políticos son conscientes de que la falta de escucha real puede destruir todo atisbo de ilusión y movimiento social incluso para acompañar sus propuestas moderadas.

Debemos hablar de un mundo posdesarrollo, de frenar el crecimiento, de decrecer, resuena la frase que explica que no existe más de un planeta, no puede crecer su explotación, la extracción de materia prima, la producción y el consumo ilimitados. Tenemos que vivir con lo mismo o menos y además mejor distribuido. ¿Cómo hacemos eso? ¿Esa pregunta está en las campañas electorales uruguayas? O antes aún, ¿en el conocimiento y en la conciencia de los políticos? ¿Lo saben? ¿Lo entienden? ¿Creen en ello? ¿Cómo se comparten estos datos y preocupaciones con la sociedad?

Cuántas veces, en reuniones entre vecinas y vecinos, movimientos sociales, asociaciones, con las administraciones públicas, se ha explicitado que los políticos, los representantes, son los que “saben”, mientras que los primeros son los que “creen”. Cuántas veces, en nombre de ser “realistas” con los cambios posibles y urgentes, se ha perdido de vista los cambios necesarios de fondo. Como dice Stengers, los responsables han abandonado el sentido de la aventura, y lo hacen en nombre de “protegernos”, incluso de nosotros mismos y nuestras ideas revolucionarias que nada tienen que ver con el día a día.

Esta misión de garantizar el “progreso en orden” cierra la puerta a las aparentes turbulencias irracionales, genera un margen casi inexistente para imaginar futuros disruptivos que cambien el curso de las causas estructurales que nos están llevando al aumento de las crisis globales. Al fin y al cabo, las agendas políticas son dictadas por esas pocas personas que se autodefinen como “responsables”, con el claro peligro de que terminen narrando nuestras historias de otro modo, que en su necedad por no abrir espacios de construcción colectiva, de perfilar formas nuevas de gobernar e implementar los cambios en una democracia deliberativa real terminen cansando y “envenenando”, como señala la filósofa, el esfuerzo y la ilusión de los cientos de prácticas que trabajan día a día por un mundo mejor.

El desafío de 2024 es claro, ¿quienes serán las fuerzas políticas capaces de levantar los temas incómodos y de tomar definiciones ya no más ambiguas vista la urgencia de cambiar de dirección? Los programas de gobierno proponen estrategias para gestionar lo que ya existe, casi como una lista en la que cada uno va a ver si su tema está nombrado. No basta con decir que se implementarán medidas para promover la igualdad de oportunidades si no se define de qué modelo económico y social se está hablando. Dar oportunidades para que todos puedan “llegar”, sin definir a dónde se quiere llegar, solamente es decir que se reproducirá el modelo vigente, que por definición promueve la acumulación de unos por la desposesión y explotación de otros, y de que se tratará de que la miseria que genera en una gran parte de la población se compense para que no quede completamente desamparada. Las políticas paliativas no cambiarán el mundo, son necesarias, pero no tener un plan B de la economía para transformar estas realidades es condenar a las futuras generaciones a vivir en situaciones cada vez más precarias, en donde la violencia y la criminalidad crecerán entre las necesidades de supervivencia y la rabia social.

Por ejemplo, se podría explicitar hacia qué tipo de modelo de transición agrícola se quiere apuntar. ¿Cuál debería ser el objetivo principal? El tema es primero que nada cómo aseguramos la soberanía alimentaria, cómo devolvemos la capacidad a las personas para producir, o para estar íntimamente relacionadas con los alimentos sabiendo que en el caso de una crisis podrán subsistir sin necesidad de contar con recursos monetarios, sino como derecho humano básico y fundamental. Cómo será la cadena consumidor-productor, con una agricultura y producción de alimentos que nos saquen de la vulnerabilidad de crisis globales, nos devuelvan la autonomía e independencia, que sean sanos y no contaminen el planeta. Entonces, la pregunta es: ¿qué modelo de agricultura?, y la respuesta debe ser explícita, aunque sea una respuesta que apunte a una transición de un modelo hacia otro.

¿A quiénes escuchamos? ¿Quiénes son conscientes y están construyendo este abordaje? La agricultura orgánica con pequeños y medianos productores, con cooperativas y federaciones de cooperativas de producción, con mercados de cercanía y puntos de venta directa nos vienen mostrando una alternativa real, tangible frente a las multinacionales con modelos de agricultura intensiva, utilización de agroquímicos que contaminan las aguas, empobrecen los suelos y envenenan todas las formas de vida, incluyendo la humana, y con cadenas de distribución y venta que monopolizan los precios aumentando el costo de vida y alejando los alimentos de calidad de las personas.

¿Existirán estos debates en la campaña electoral, tendrán una resonancia pública suficiente para que todas las personas accedan a datos reales y se hable por la calle sobre qué modelo es mejor para sostener la vida? ¿Se hablará de reforma agraria y se evaluará qué fue lo que no funcionó en el pasado? ¿Se propondrá mirar caso a caso la realidad de los pequeños productores probando siempre a impulsar a las jóvenes generaciones a tutelar y defender la tierra y todas sus formas de vida, al mismo tiempo que se recupera la autosuficiencia y se mueve una economía circular en temas de alimentación? Si existen en los partidos políticos propuestas que generen alianzas que identifiquen, valoricen y respeten los protagonismos de quienes ya están construyendo alternativas, no pueden quedar en un plano secundario.

Salimos de cinco años que han convulsionado al mundo, una pandemia, una crisis económica que dejó en evidencia la incapacidad de autoabastecernos y la crisis alimentaria latente que deberemos afrontar, una crisis hídrica sin precedentes para Uruguay, desde la falta hasta la contaminación creciente del agua, el aumento del narcotráfico, la corrupción y la guerra interna que se libra cada día en los barrios de la periferia de Montevideo, con números en aumento de víctimas cada vez más jóvenes, entre otras cosas. Por no nombrar la posición que deberemos tomar frente al aumento de las guerras y los despojos a nivel internacional que parecen lejanos pero que nos llevan a un mundo que normaliza los genocidios y destruye la naturaleza. No pueden ser debates encerrados en un programa, propuestas hechas por técnicos competentes pero que solos no podrán afrontar una transición cultural necesaria. Las reflexiones están lejos de estar cerradas; la pregunta de qué hacemos, cada uno, cada día, cómo colaboramos todas y todos desde nuestro lugar y en comunidad es indispensable.

En este sentido, la forma en como construir la escucha y el diálogo en un mundo cada vez más fragmentado tiene que ser la prioridad. Los programas están plagados de buenas intenciones en la participación, ¿pero estaremos dispuestos a abrir reales espacios deliberativos, con quienes piensan como yo y con mis antagonistas? ¿Cuánto protagonismo se ofrece a los otros en ese diálogo? ¿Cuántas verdades incómodas estamos dispuestos a escuchar? Y una vez escuchadas, ¿estamos dispuestos a reconocerlas y reconocer que no podemos cambiar el mundo sin los otros? ¿O seguiremos en la necedad y comodidad de retirarnos después de las elecciones a la responsabilidad que la democracia representativa nos otorga, pensando aún que sólo el accionar político-técnico podrá cambiar algo?

Esto no se puede hacer sin renunciar al propio poder, sin reconocer que si queda una semilla de transformación en la democracia es en la acción colectiva presente, y que desde allí –poniéndole conocimiento, acordando roles, y apoyando con la infraestructura común que debería ser el Estado– debemos construir ilusiones colectivas radicales que nos muevan eficazmente en un camino común para realizarlas.

Adriana Goñi es directora del Departamento de Resiliencia y Sostenibilidad Urbana del Instituto de Estudios Territoriales y Urbanos de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, Udelar.

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