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Elecciones internas en Uruguay: el viejo experimento de los malos que reciclaron con éxito los buenos

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La reforma constitucional de 1997 fue una enmienda básicamente electoral. Hasta ese momento, los uruguayos elegíamos todos los cargos de gobierno en un único acto electoral. El último domingo de noviembre los ciudadanos escogían presidente y vice, 130 legisladores, 19 intendentes, 589 ediles de 19 juntas departamentales y 95 miembros de las juntas electorales departamentales. Este método era sumamente económico porque determinaba una campaña electoral muchísimo más breve, exigía menos recursos para la publicidad y suponía un único esfuerzo para las maquinarias nacionales de los partidos. También tenía la ventaja política de que el partido ganador de la presidencia se aseguraba la mayor bancada en el Parlamento y que las estructuras partidarias mantenían una cadena de mando sólida y legitimada.

Sin embargo, el sistema tenía dos grandes problemas que con el paso del tiempo se volvieron acuciantes. En primer lugar, se permitían las múltiples candidaturas por partido, por lo que no era seguro que el candidato más votado terminara siendo el presidente. Esto era posible gracias a la utilización del doble voto simultáneo por el cual el ciudadano escogía al mismo tiempo a un partido y a un candidato o lista de candidatos. Esta forma de elección debilitaba la legitimidad del ganador, pues en caso de que hubiese un candidato no ganador que hubiera sido el más votado podía, con toda razón, señalar que el sistema confundía a los electores y que era poco transparente (una especie de trampa electoral).

En segundo lugar, dado que el voto cruzado entre partidos estaba prohibido y todos los cargos se elegían el mismo día, las campañas electorales para los gobiernos departamentales quedaban sobredeterminadas por la lógica de la competencia nacional. Este efecto de arrastre conocido en la ciencia política como coattail effect, ahogaba el debate en torno a la agenda local favoreciendo a los partidos que mejor votación alcanzaban en la elección presidencial. Así se producían verdaderas olas nacionales, como lo muestran los ejemplos de la elección de 1942, en la que el país se tiñó de colorado (ganó las 19 intendencias) o la de 1958, en la que el país se tiñó de blanco (ganó 18 intendencias).

La reforma de 1997 procuró resolver ambos temas al modificar la forma de elección del presidente y separar las elecciones nacionales de las departamentales. No obstante, hay quienes sostienen con cierta razón que la reforma constitucional no sólo estuvo motivada por el deseo de resolver esos problemas, sino también por el cálculo egoísta de los partidos tradicionales que temían un probable triunfo del Frente Amplio en la elección siguiente.

Los reformadores1 propusieron el mecanismo de balotaje, método de elección popularizado por la constitución francesa de 1958 e introducido en América Latina por República Dominicana, Perú y Ecuador. La idea era recurrir a una segunda vuelta si ningún partido alcanzaba el 50% de los votos, en la que los electores de los partidos perdedores pudieran expresar su segunda preferencia. La familia ideológica liberal –a decir de Julio María Sanguinetti– podría votar unida contra el desafiante Frente Amplio inspirado en corrientes ideológicas socialistas. Pero para hacer esto se debía resolver antes un problema técnico. El balotaje establece que la competencia de segunda vuelta debe ser por fórmulas o, en todo caso, individuos y no entre partidos. Por esa razón, los reformadores debían encontrar un método para que cada partido presentara un único candidato y que ese mecanismo fuera el más democrático posible. Fue entonces cuando los reformadores echaron mano a un curioso experimento realizado por la dictadura cívico-militar en 1982.

Viajemos por un momento a la primera mitad de los años 80. Luego de la inesperada derrota en el plebiscito de noviembre de 1980, el gobierno liderado por el general Gregorio Álvarez presentó un cronograma de salida institucional que incluía el diálogo con los partidos políticos. A tales efectos, en junio de 1982 la dictadura aprobó la Ley Fundamental Nº 2 sobre partidos, en la que se establecían reglas para el funcionamiento de estas organizaciones.2 Una de ellas establecía que las autoridades y convenciones partidarias debían contar con la legitimidad del voto ciudadano, y para ello se establecía la realización de elecciones internas y simultáneas, con voto obligatorio, para todos los partidos legalizados por el régimen. En noviembre de ese año los uruguayos fueron a las urnas y expresaron un apoyo mayoritario a los sectores democráticos de los partidos tradicionales. Los votantes más fieles del proscripto Frente Amplio votaron en blanco.

Los reformadores de 1997 desempolvaron el mecanismo de internas diseñado por la propia dictadura (¡vaya paradoja!), para resolver el problema práctico que imponía el uso del balotaje como método de elección presidencial. La disposición transitoria W de la Constitución define con claridad las principales reglas de estas elecciones: i) obligatorias para todos los partidos; ii) simultáneas; iii) no obligatorias para los ciudadanos; iv) se eligen los candidatos presidenciales de cada partido; la convención nacional de cada partido (Órgano Deliberativo Nacional, ODN); y las convenciones departamentales de cada partido (Órgano Deliberativo Departamental, ODD).

No está nada mal contar con una instancia que nos indique con meridiana claridad cuál es la capacidad real de los partidos de atraer a sus simpatizantes a una disputa interna. Esto obliga a los dirigentes a posicionarse con más humildad y responsabilidad ante el conjunto del electorado en octubre. Esto es muy relevante en un mundo plagado de fenómenos populistas.

También se establecieron otras reglas relevantes que vale la pena mencionar. La denominada “cláusula candado”, que establece que los candidatos de las internas no pueden cambiar de partido hasta el cierre del calendario (mayo del siguiente año), fortalece la coherencia de los partidos al imposibilitar que los perdedores de la primaria abandonen el partido en octubre. Se estableció que si ningún candidato de la interna supera el 50% ni obtiene una votación superior del 40% con diez puntos de ventaja, la convención nacional puede seleccionar al candidato del partido. Finalmente, se definió que las convenciones departamentales serían los organismos encargados de seleccionar a los dos candidatos a intendentes,3 por lo cual todos los interesados en competir en mayo por el sillón departamental deben participar activamente en la elección interna. Esto explica los niveles de movilización que algunos partidos logran en departamentos que no se destacan por el tamaño de su electorado. También se redactó una frase que dejó abierta la posibilidad de que los partidos hicieran un uso mínimo de esta estructura (es decir, confirmar candidatos) a los efectos de que el Frente Amplio no tuviera que modificar su estructura partidaria original.

Desde la aprobación de la reforma constitucional, Uruguay ha realizado cinco elecciones internas (1999, 2004, 2009, 2014 y 2019). Un balance mínimo nos obliga a señalar que este procedimiento ha cumplido en buena forma con sus cometidos. Los partidos seleccionan sus candidatos presidenciales, los perdedores aceptan la derrota y suelen integrar las fórmulas presidenciales con el ánimo de representar a todo el partido, y las convenciones departamentales proceden tiempo después a elegir legítimamente a los candidatos a la intendencia.

Tal vez el punto más polémico de este nuevo set de reglas ha sido el voto no obligatorio de los ciudadanos, que ha dejado expuesto con claridad el nivel de convocatoria y movilización que logran los partidos. Del 53% de participación de la primera edición se pasó al 46%, 45%, 38% y finalmente al 40% en 2019. Este fenómeno, que analizaré detenidamente en una futura columna, ha motivado que algunos –pocos– dirigentes sugirieran volverlas obligatorias, contrariando el precepto original de que son elecciones internas y en ellas participan aquellos que se sienten próximos a los partidos. Esta decisión sería incorrecta porque no está nada mal contar con una instancia que nos indique con meridiana claridad cuál es la capacidad real de los partidos de atraer a sus simpatizantes a una disputa interna. Esto obliga a los dirigentes a posicionarse con más humildad y responsabilidad ante el conjunto del electorado en octubre. Esto es muy relevante en un mundo plagado de fenómenos populistas originados casi siempre por la crisis y el derrumbe de los sistemas de partidos.

En suma, como colofón queda la paradoja de que una institución creada por gobernantes autoritarios pudo ser reciclada y ajustada para fortalecer la política democrática. Este hecho no es una simple anécdota, sino una prueba de que los partidos políticos pueden aprender cuando tienen un buen diagnóstico y una comprensión cabal sobre cómo funcionan las reglas de juego.

Daniel Chasquetti es politólogo.


  1. Utilizo el término reformadores por comodidad. La idea es expresar la existencia de una voluntad reformista encarnada en un conjunto de sujetos políticos que propusieron las enmiendas. La negociación y aprobación de la reforma fue ardua y compleja. Durante 20 meses fue discutida en una comisión interpartidaria y luego en ambas cámaras del Parlamento. Sus principales impulsores fueron el presidente, Julio María Sanguinetti, y el doctor Alberto Volonté, presidente del Directorio del Partido Nacional. El Nuevo Espacio de Rafael Michelini se sumó a la mayoría reformista. El Frente Amplio participó en las negociaciones, pero al cierre del proceso decidió no apoyarla. 

  2. La Ley Fundamental Nº 2, de junio de 1982, fue aprobada por el Consejo de Estado y funcionó como Estatuto de los Partidos Políticos. En su redacción tuvieron injerencia las dirigencias de los partidos. Quedaron habilitados a competir el Partido Colorado, el Partido Nacional y la Unión Cívica. El Frente Amplio permanecería proscripto hasta julio de 1984. 

  3. Más tarde, la Corte Electoral interpretaría que las convenciones departamentales podrían elegir hasta tres candidatos. 

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