Quizás porque las mujeres somos quienes siempre estamos en la calle corriendo de un lado para el otro, llevando a los gurises a la escuela, al control en la policlínica, a la práctica de fútbol, a alcanzar a nuestras hijas a la parada, cuando ya es de noche, para protegerlas.
Quizás porque somos las que tenemos que recorrer el barrio en busca de alimentos para parar la olla, en busca de una changa para pagar las cuentas, en busca de un par de championes prestados para que el pibe pueda ir a estudiar o para participar en una jornada en el centro juvenil del barrio.
Quizás sea porque las mujeres, las niñeces y las adolescencias que mueren o son víctimas directas de la violencia que se expresa en las comunidades son personas pobres. Porque esto claramente no sucede en los barrios cajetillas o medianamente “seguros”. Quizás sea porque estas mujeres están condenadas a su barrio, donde nacieron y se criaron, pero que hoy “ya no es lo que era”. Y de ese barrio no se quieren ir porque esa insignia quizás sea la única identidad que portan y portarán cuando sus cuerpos sean sólo hueso y carne. Esa relación cargada de doble sentido: de donde vengo también es donde me matan, y con eso cargan.
Quizás sea porque los cuidados siempre recaen en nosotras, no importa si hay que cuidar hijes, personas mayores o personas codependientes. Esta deuda histórica atraviesa todas las clases sociales, pero siempre las que terminan barriendo las miserias más profundas son las mujeres pobres.
Quizás sea porque estas jefas de familia cuentan únicamente con la voluntad de “hacer las cosas bien” y salir adelante. Y con suerte y viento a favor, logran acarrear a sus hijes, sin que ninguno se le descarrile y se le dé por arrancar para “los malos pasos”.
Estas mujeres lo único que tienen es a ellas mismas al final del día, cuando el ruido de las obligaciones se acabó, comienzan los estruendos de las balas en la soledad más profunda de la noche, pero también a veces a plena luz del día. Libradas al único amparo del azar y la suerte de que a alguna de esas balas no se le dé por atravesar la pared de chapa y se incruste en el cráneo de algune de sus hijes o de ella misma.
También en ese mismo barrio están esas mujeres que fueron procesadas por entrar un poco de porro a la cárcel, cuando su pareja o expareja se lo pide, o muchas veces las obligan para saldar una cuenta “allá adentro” o para hacer un favor a cambio de un poco de tranquilidad o protección en la estadía de esas personas, en alguna unidad del sistema penitenciario. Esas mujeres que, por mandatos culturales y favores, pierden. Y no sólo ellas, sino también sus gurises, que posiblemente marchen para un centro de protección integral, quién sabe si juntos al mismo centro o todos separados. Desarmando el puzle de los vínculos filiales y afectivos y armando el puzle de la vulneración de derechos, en una intervención cargada de burocracia y premura que rara vez se corresponde con las necesidades y urgencias de esas niñeces y adolescencias que al “entrar al sistema” demandan.
Hoy nos culpan a nosotras las madres de no cuidar a nuestros hijes. No solo vamos a tener que cargar con el dolor de su muerte sino que también con el escarnio en los medios públicos y con la sentencia social.
Ustedes dirán qué tiene que ver una mujer humilde con “buenos valores” y una mujer que se relaciona ocasionalmente con el ámbito delictivo. Ambas son personas que por su condición de género y su condición de vulnerabilidad socioeconómica tienen que desafiar y sortear situaciones de riesgo presentes en su vida, en su cotidiano, más de lo que cualquier jerarca u operador judicial pueda ser capaz de imaginar. Situaciones de riesgo que resuelven como pueden, si es que pueden. Situaciones que como una gota de agua caen aparentemente sin hacer daño, pero que de forma constante y sin respiro son capaces de hacer un pozo, un agujero negro que las absorbe hacia la muerte fisica o la muerte en vida, matando sus sueños y los de sus hijes, quitando cualquier tipo de esperanza que haga alusión a que las cosas pueden cambiar, pueden mejorar.
Este es el eslabón más pequeño de la gran cadena del crimen organizado, pero el más grande en la cadena de las desigualdades.
Mujeres, niñes y adolescentes mueren en las calles de los barrios pobres y parece que a nadie le importa, porque no afecta el paisaje del espacio público, porque están sumides en la periferia y en la miseria, en la miseria humana y en la miseria de los gobiernos.
Hoy nos culpan a nosotras, las madres, de no cuidar a nuestres hijes. No sólo vamos a tener que cargar con el dolor de su muerte, sino también con el escarnio en los medios públicos y con la sentencia social.
Ser mujer, madre y pobre no es negocio, mucho menos tener hijes que reproduzcan la figura de la barbarie. Lo que sí es negocio es el delito de cuello blanco, el lavado de activos, los narcoempresarios, la trata de personas, porque eso sí es rentable.
La culpa la tenemos nosotras, las madres, como siempre; somos y seremos las responsables de los asesinatos de nuestros hijos, de su vínculo con el crimen organizado, de su vínculo con el sistema penal juvenil, de su vínculo con el sistema de protección.
Siempre es más fácil cortar la cuerda por el tramo más fino, siempre garpa más criminalizar a las mujeres, niñeces y adolescencias, cuestionar sus deberes sin reconocer sus derechos, y mucho más no asumir que sus derechos son vulnerados sistemáticamente por un Estado ausente y carente de políticas públicas efectivas, que garanticen su protección y promuevan un desarrollo integral, ampliando sus posibilidades y fortaleciendo sus habilidades. Un Estado históricamente carente de políticas públicas en seguridad y donde se ha tomado con total liviandad el asunto criminológico usando una única dirección, el punitivismo como sola respuesta a la diversidad de problemas presentes.
En estos tiempos resultan más efectivos los discursos facilistas que se quitan responsabilidades institucionales e individuales, antes que ir al meollo del asunto y preguntar: ¿cómo fueron esas vidas?; ¿qué recursos hay?; ¿qué herramientas hubo?; ¿qué hicieron las instituciones responsables de proteger y promover sus derechos?; ¿dónde están los padres de esos niñes?; ¿qué hizo la ciudadanía para colaborar ante las “desgracias del otre”, cuando la otredad ya es parte de una sociedad patologizada por el miedo al otro, a la otra?
Una vez más fallamos, y lamento decirles que mientras no nos involucremos, seguiremos fallando.
Ximena Giani pertenece al Círculo Feminista de Casa Grande, Frente Amplio.