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Ilustración: Ramiro Alonso

¿Otra vez los militares en las calles?

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Desde filas oficialistas algunos precandidatos insisten con el empleo de militares para resolver problemas de seguridad pública. Las propuestas son varias. Una es la creación de una especie de superministerio discepoliano. En su seno, instituciones militares y policiales, bajo una autoridad única, cumplirían tareas de orden público. Otros quieren replicar, en las ciudades, los despliegues de los militares en zonas despobladas de la franja fronteriza.

Es difícil establecer el verdadero carácter de tales propuestas. ¿Son planteos serios o meros intentos de ganar notoriedad ante esmirriados números en las encuestas de intención de voto? Cualquiera sea su motivación, se trata de un asunto muy delicado. Conviene evitar su banalización o normalización, por la vía del acostumbramiento.

Resulta insólito que estas propuestas aparezcan poco después de la despedida de los restos de Amelia Sanjurjo, identificados gracias a un increíble esfuerzo de búsqueda e investigación que logró superar 46 años de ocultamientos y trabas de los responsables de su secuestro, asesinato y entierro clandestino.

Hay que detenerse para ubicar la significación y las posibles consecuencias de la iniciativa de emplear las Fuerzas Armadas (FFAA) en funciones de seguridad interior.

En primer lugar, es inevitable recordar que la razón de existencia y la vocación de las fuerzas militares es (Ley 18.650) “la defensa de la soberanía, la independencia e integridad territorial, la salvaguarda de los recursos estratégicos del país que determine el Poder Ejecutivo y contribuir a preservar la paz de la República en el marco de la Constitución y las leyes”. Como consecuencia, las FFAA se organizan, equipan, entrenan y preparan para cumplir funciones muy diferentes a las de las fuerzas policiales.

Casualmente, el 18 de mayo, el comandante en jefe del Ejército, al referirse a “la voluntad o no [del Ejército] de participar en tareas de seguridad interna”, describió cuáles son las características del armamento de la institución y en clara advertencia convocó a que “se visualice el efecto de esos medios y que después no sea el soldado, el teniente o el capitán quien sea acusado o increpado”. La preocupación del general Mario Stevenazzi es comprensible, pero muy limitada: refiere a la seguridad jurídica de sus subordinados. En el plano institucional, también señaló que el Ejército cumplirá cualquier orden de las autoridades legalmente habilitadas para ello. Correcto. Aunque ello evoque una situación que vivimos en nuestra historia reciente.

Para la ciudadanía la preocupación debiera referirse no sólo a la disposición militar de acatar a sus mandos constitucionales, sino, muy especialmente, a las potenciales consecuencias para la institucionalidad democrática de sacar a las tropas militares a la calle. Así, corresponde analizar los argumentos de quienes proponen apelar a las FFAA para atender problemas de seguridad pública y en particular el microtráfico de drogas.

Obviamente, el primer argumento es el reclamo de mayor seguridad de los vecinos ante la realidad que sufren algunos barrios. Sin embargo, el atajo de llamar a los militares parece reflejar, al menos, pereza mental. En lugar de pensar en mejorar la conducción y el empleo de las muy numerosas y bien equipadas fuerzas policiales que posee el país, se opta por una medida de efecto.

En lugar de encarar seriamente la problemática de un sistema carcelario superpoblado, con graves problemas de gestión y corrupción interna, donde miles de jóvenes de bajos recursos sufren situaciones de verdadero horror cotidiano, se prefieren propuestas dirigidas a los titulares de prensa. Y dicho sea de paso: desde hace ya mucho tiempo, se destinó a los militares a la custodia del perímetro de las principales cárceles. Las fugas dejaron de producirse. Ahora, los presos mueren dentro de los establecimientos carcelarios.

En lugar de convertir los barrios en verdaderos semilleros de mano de obra barata para el narcotráfico, retaceando el presupuesto de las políticas sociales, promoviendo el consumo desenfrenado, el culto al individualismo y la idea de que triunfar en la vida es poseer y ostentar artículos lujosos, se podrían proponer medidas que garanticen un mejor futuro a los niños que, mayoritariamente, nacen y crecen en los barrios donde el microtráfico florece.

Al proponer que los militares salgan a la calles, se argumenta que las FFAA, y en particular el Ejército, no han cometido atropellos contra los derechos de las personas en las zonas de fronteras. Ello es cierto. También lo es que la ley prohíbe a los militares actuar dentro de los centros poblados y que sus despliegues han adoptado la forma de puestos fijos de control en rutas y caminos. No es raro que la gente exprese su acuerdo. Pero debe señalarse que el despliegue no se ha caracterizado ni por su movilidad ni por su sorpresa.

A lo anterior se ha agregado la afirmación de que la actividad de los militares en las zonas fronterizas ha evitado muchos delitos. En particular se ha dicho que, entre marzo de 2020 y agosto de 2022, los militares evitaron 166 delitos flagrantes, abigeatos, incautación de armas, gran contrabando, incautación de sustancias, etcétera. Luego de 2022 no se han reportado nuevas cifras. Una recorrida por la página web del Ministerio de Defensa o por los titulares de las exhaustivas crónicas rojas de los canales de televisión no permite acceder a datos concretos respecto a las anunciadas grandes incautaciones o delitos significativos evitados.

Para la ciudadanía la preocupación debiera referirse muy especialmente a las potenciales consecuencias para la institucionalidad democrática de sacar a las tropas militares a la calle.

Concurrentemente, se señala que las FFAA han desarrollado mucha experiencia a través de su actuación como cascos azules de Naciones Unidas. Se omite aclarar que su tarea principal en operaciones de paz no es la prevención y persecución de delitos. Por el contrario, ella es la protección de la población civil y sus derechos, principalmente el derecho a la vida, en países como Haití o República Democrática del Congo, donde el Estado ha colapsado. En cambio, en los Altos del Golán, frontera sirio-israelí, los cascos azules uruguayos nada tienen que ver con la población civil. Sólo observan el cumplimiento de los acuerdos de un alto el fuego.

Finalmente, también se ha afirmado que las FFAA han cambiado y hoy son muy diferentes a las de los años 70 y 80, época del terrorismo de Estado. En 1972, cuando la mayoría del Parlamento aprobó la declaración de guerra interna sacando a las FFAA a la calle otorgándoles todas las potestades, la mayor parte de los legisladores colorados y blancos que votaron dichas disposiciones no creían que sólo un año después el terrorismo de Estado estaría instalado en el país y que ellos mismos perderían sus derechos políticos. No es casual que muchos –Wilson Ferreira, entre ellos– hayan manifestado su arrepentimiento.

Pero también hay hechos más recientes que ponen en duda el pregonado cambio doctrinario de las FFAA. No es extraño. Desde la restauración democrática los mandos militares han gestionado autónomamente sus instituciones. Retornadas a sus cuarteles en 1985, las FFAA han continuado definiendo sus doctrinas.

Ello explica que este año el Ejército Nacional haya vuelto a rememorar la fecha que el dictador Juan María Bordaberry estableció como el “Día de los caídos en la lucha contra la sedición”, designado en 1985 como “Día de los caídos en la lucha por la defensa de las instituciones democráticas” por el presidente Julio María Sanguinetti, y que en 2006 el presidente Vázquez eliminó, sin que ningún otro gobierno la reinstaurara.

Es al menos llamativo que el comandante en jefe del Ejército haya encabezado un toque de silencio en la plaza de Armas del Comando General y también un acto con guardia del Batallón de Blandengues en el Centro Militar. Ambos eventos tuvieron como objetivo homenajear a los soldados caídos, a 52 años del 14 de abril de 1972, fecha en que ningún integrante del Ejército perdió la vida. La historia señala, en cambio, que ese día fueron abatidos por el MLN cuatro integrantes del Escuadrón de la Muerte, responsables de la desaparición de Abel Ayala, Héctor Castagnetto, del asesinato de Ibero Gutiérrez y de muchas decenas de atentados con explosivos cometidos durante 1971 y 1972.

Otra evidencia sobre la continuidad doctrinaria de las FFAA surge de la suspensión de las labores de búsqueda de enterramientos clandestinos en el Batallón 13 del Ejército. Las propias características de estas labores son, en sí mismas, una muestra de que el Ejército no ha modificado su doctrina. La búsqueda debe realizarse sin información y a pesar de la desinformación de parte del Ejército y sus integrantes.

La larga detención de los trabajos de búsqueda del Grupo de Investigación en Antropología Forense (GIAF) fue resultado de que la retroexcavadora se encontró con un cable de alta tensión de UTE. El accidente, que hubiera podido tener gravísimas consecuencias, ocurrió porque el Ejército no informó al GIAF de la existencia de dicho cable. Es absolutamente inverosímil que el Ejército no cuente con información sobre un cable de alta tensión de UTE enterrado en sus instalaciones.

Lo que sí conocemos es una posible explicación de la omisión del Ejército. Es el denominado “Protocolo Tobajaro”, manual de servicio secreto enviado a las unidades militares por el teniente general Ángel Bertolotti en 2005 y que ningún comandante en jefe modificó. De acuerdo a dichas instrucciones, el personal militar no debe prestar ningún tipo de colaboración al GIAF y además debe someterlo a cuidadosa vigilancia.

Si alguna duda queda, el lector podrá visitar el hall del Centro Militar, institución que agrupa a los oficiales en actividad o retiro del Ejército y de buena parte de la Fuerza Aérea. Allí encontrará el memorial dedicado a las “víctimas de la guerra sico-política desarrollada por el terrorismo internacional”, con la nómina de los oficiales militares fallecidos estando sometidos a la Justicia por delitos cometidos en el marco del terrorismo de Estado. Según parece, el Centro MiIitar considera que la Justicia uruguaya es un brazo ejecutor del terrorismo internacional.

Julián González Guyer es doctor en Ciencia Política.

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