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El liderazgo de los intendentes: mal acostumbrados

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Max Weber elaboró una de las clasificaciones más conocidas sobre el liderazgo. El alemán, considerado pionero de la sociología, distingue tres modalidades de dominación: carismática, tradicional, y racional-legal. En el primer caso, el liderazgo está basado en la personalidad del líder, a quien se lo sigue en virtud de una confianza personal en lo revelado, en lo heroico o en lo ejemplar dentro de un determinado ámbito. En la dominación tradicional, el liderazgo se transmite por mecanismos como la herencia y la estructura de organización es de tipo patriarcal o feudal, y en la racional-legal, el liderazgo se apoya en la legalidad de los órdenes establecidos y del derecho de manera impersonal.

Por otro lado, viniendo a Uruguay, el politólogo Antonio Cardarello se ha referido a la particular asimetría en el vínculo ejecutivo-legislativo departamental respecto al nacional, en el que se destaca “una profundización de los rasgos presidencialistas del sistema a nivel del gobierno si lo comparamos con su símil a nivel nacional y se refuerza, por tanto, una relación claramente asimétrica en favor del ejecutivo que hace posible que el régimen de gobierno pueda ser catalogado como hiperpresidencialista”. Siguiendo esas características, Aldo Guerrini y María Elena Laurnaga realizaron una investigación en 1994 en la que ya vislumbraban la aparición de la nueva figura y presencia de los intendentes, a quienes anteriormente se los consideraba “buenos vecinos” volcados básicamente a satisfacer y retribuir demandas particularistas, pasando en las últimas décadas a asumir nuevas funciones relacionadas con el área de las políticas sociales y la promoción de desarrollo económico, históricamente desempeñadas por el Estado a nivel nacional, teniendo en cuenta también la institucionalización de nuevas entidades creadas que fortalecen sus figuras (como el Congreso de Intendentes).

Señala Laurnaga que los cambios implementados a raíz de la reforma constitucional de 1997 fueron propicios para un efecto de personalización de las campañas, así como también de los estilos de gobierno departamental ligados sólidamente a la figura del intendente y/o caudillo local.

Por tanto, en nuestro país y en lo que al plano departamental concierne, históricamente han tenido notoria presencia los caudillos políticos, una modalidad de “hacer política” muy tradicional de nuestro sistema en la cual, según Aldo Solari (1964), encontramos una estructura burocrática –creada por blancos y colorados– en la que los partidos apelan a una práctica clientelística, siendo justamente la figura del caudillo el interlocutor entre la ciudadanía y el Estado.

Este estilo de liderazgo mantiene plena vigencia, lo que permite que se mantenga la estructura burocrática tradicional del Estado uruguayo con base en modalidades clientelistas-particularistas apoyadas en las actitudes carismáticas de muchos dirigentes políticos.

En términos weberianos, entonces, la dominación carismática y tradicional es frecuente en gran parte del territorio oriental. Estamos hablando de una situación que se remonta a tiempos lejanos, pero que aun en pleno siglo XXI, cuando en el mundo se pregona la gobernanza participativa, en Uruguay sigue firmemente arraigada.

En la medida en que el partido de gobierno (y sectores de distintos partidos que integran la coalición de gobierno) sigan siendo omisos a tantos hechos de corrupción propiciados por esta realidad, la cultura de la viveza criolla se seguirá naturalizando.

No se pueden tapar actos delictivos e inmorales apelando simplemente a las renuncias partidarias y a hacer pasar por tribunales de ética a personas que han sido procesadas por la Justicia, acusadas o que han renunciado a su cargo por promover a diestra y siniestra el clientelismo.

No se pueden tapar actos delictivos e inmorales apelando simplemente a las renuncias partidarias y a hacer pasar por tribunales de ética a personas que han sido procesadas por la justicia.

¿Cuál es el mensaje que se le da a la población? La omisión no hace más que confirmar la inmoralidad. Pero aún más grave es ver cómo se han ido haciendo moneda corriente esas prácticas tan deshonestas en la cultura de comunidades residentes en aquellos lugares donde estos caudillos siguen siendo (y pretenden seguir siendo) amos y señores. Si realmente hay compromiso por avanzar hacia un modelo de gestión honesta, los caminos deberían ser otros. No puede ser que Pablo Caram, condenado y obligado a renunciar como intendente, pueda cobrar igual 3 millones de pesos por subsidio. No puede ser que Carlos Albisu haya otorgado tantos cargos directos en la Comisión Técnica Mixta de Salto Grande, pero que igual siga haciendo campaña política pretendiendo ser intendente de Salto. No puede ser que un intendente acusado de acoso sexual y abuso de funciones renuncie por un corto tiempo para volver a ser electo intendente de Colonia.

Otra cuestión es el papel de los grandes medios en esta contienda, aspecto este más que interesante para seguir profundizando el análisis, porque el cuarto poder también es omiso en estos episodios y más en un contexto en el que son beneficiados por las leyes que promueve el gobierno de turno.

Más allá de algunas voces que desde el sistema político hablan de promover los concursos de ingreso a las intendencias, en varios puntos del país siguen existiendo los feudos como también sigue existiendo gente que avala liderazgos a los que aparentemente se los percibe como facilitadores y gobernantes de cercanía. Si no, ¿cómo puede explicarse que Caram haya obtenido el 75% de los votos del Partido Nacional en Artigas en la reciente elección interna?

Parafraseando a Max Weber, hasta que no se logre un compromiso firme de todo el sistema político para promover modelos de liderazgo de tipo racional-legal, difícilmente la cultura feudal arraigada en ciudades y pueblos deje de existir.

Juan Andrés Pardo es politólogo.

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