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Acerca de las afirmaciones de Gustavo Pereira sobre el “carácter corrupto” del gobierno

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Es un orgullo poder estar suscrito a la diaria y acceder a la entrevista de Natalia Uval al profesor Gustavo Pereira. Ante tanta papilla seudoperiodística de desinformación tenaz, es un remanso de sensatez e inteligencia, tanto por lo que allí se enuncia como por la reflexión que promueve. Estas líneas intentan construir un contrapunto antes que una polémica, ya que me parece compartir totalmente los objetivos ético-reflexivos tanto del entrevistado como de la entrevistadora, así como de muchos lectores. Pero considero que, en honor al asentado talante de la filosofía, es adecuado matizar argumentos.

La ética es, por una parte, un conocimiento y también es una práctica, que no encajan en perfecta congruencia. Por ello, la ética es una problemática forma de conducir la acción. En este sentido, no parece muy correcto el tópico corriente que equipara la ética con una brújula, porque se indicaría con ello un rumbo necesario e incuestionablemente correcto hacia el bien concebido en términos universales, unitarios y perennes. En estos tiempos de modernidad crepuscular, domina el cinismo, la hipocresía y el relativismo. Mientras tanto, a lo que efectivamente accedemos es al ejercicio moral de la acción, y el camino a la ética es la senda que conduce a modalidades reflexivas que dependen mucho de la escolarización académica.

La afirmación de que la ética es una problemática forma de conducir la acción se funda en que el bien o la corrección no constituyen tanto valores sino valencias, como las que distinguen la aguja de la brújula, el positivo del negativo. En realidad, los que sí son valores son la felicidad, la justicia, la eficacia y otros tantos por el estilo. Pero cuando se entiende esto, la correcta manera de conseguir la felicidad se vuelve más compleja al necesitar especificarse como una pública felicidad o ya como un estado particular de algún sujeto o conjunto de ellos. Es por esto por lo que una ética de una hipotética o utópica pública felicidad universal se distingue de unas éticas concebidas y desarrolladas en la práctica por diversos sujetos que apuntan a su consecución particular y privada. En estos tiempos ni siquiera hay consenso acerca de si la felicidad es asunto público. Lo que no quiere decir que esto no constituya un problema que deba debatirse y discutirse del modo más riguroso, hasta forjar, en la conciencia social, algún elemento de relativa convicción suficiente.

La proposición de que la ética no constituiría un rumbo necesario e incuestionablemente correcto hacia el bien concebido en términos universales, unitarios y perennes se funda en que ya no se puede apelar al mandato moral de una entidad sobrehumana, sino al ejercicio de la reflexión humana y nunca demasiado humana. Es problemático concebir, ante hoc, un bien universal en un mundo en lucha crónica y atroz. También es problemático suponer un bien aspirado por todos por igual en los marcos de unas sociedades y unas economías estratificadas en clases. Y en esta historia fluida que nos inunda a todos en la intemperie del estupor, ¿cuál sería la forma fija del bien que pudiésemos acaso entrever en el horizonte?

El funcionario que atribuye falsamente un número absurdo de horas extras entre sus correligionarios, con el fin de financiar la militancia partidaria, sabe bien que hace las cosas mal, pero lo hace mediante su conciencia moral individual. Pero efectivamente lo hace porque su ética no es la propia de un administrador de los recursos públicos, sino la de un partidario convencido de que su facción merece conservar y seguir ejerciendo el poder. Y esto lo hace porque para que sus objetivos se cumplan de manera correcta, sabe bien que debe asegurarse contar con recursos para comprar voluntades que le exigirán más eficacia que probidad. Se trata de una ética cínica, pero es una ética. Es tanto una forma escandalosa y delictiva de corrupción administrativa como un savoir faire político. Al mismo tiempo.

¿De qué igualdad ciudadana se habla cuando la cárcel es el destino de sujetos como Alejandro Astesiano, mientras que sus superiores ni merecieron el más mínimo requerimiento ni interpelación legal?

Vivimos en un mundo más que problemático, porque habitamos una arena de antagonismos. Por ello es mejor que acordemos, por escrito, en códigos de ética que estemos en condiciones de exigir y de autoexigirnos. No por ello se fijarán, de una vez para siempre, los marcos de la actuación irreprochable, sino que quedarán en negro sobre blanco para ponerse en cuestión toda vez que sea necesario.

Por otra parte, la condición de ciudadanos nos iguala apenas de modo nominal. Existen hondas diferencias y asimetrías políticas en el ejercicio del poder. Los capitales económicos y simbólicos hacen ingentes diferencias. Mientras que a algunos les es esperable el acceso al poder político, a las amplias mayorías se les destina el convencimiento de un adecuado y sensato sojuzgamiento. Apelar a la ética de la igualdad, en este contexto, es un ejercicio de ingenuidad idealista. Cuando un representante de la élite del poder presiona a los fiscales para que traten con indulgencia a un correligionario, cierto sentido común político no ha tenido empacho alguno en confesar “que hizo lo que tenía que hacer”. Esto es porque saben bien que forman parte de un estamento destinado a detentar el poder y conservarlo por cualquier medio, mientras que sus obedientes seguidores se encogen de hombros. ¿De qué igualdad ciudadana se habla cuando la cárcel es el destino de sujetos como Alejandro Astesiano, mientras que sus superiores ni merecieron el más mínimo requerimiento ni interpelación legal?

“La virtud política refiere a comportamientos en términos de excelencia”, sostiene Pereira. Y pone como ejemplos a las figuras de Líber Seregni y Wilson Ferreira. Es del todo compartible, pero también es cierto que fueron virtudes ejercidas en el llano. Otra cosa es trajinar afanosamente por el barro de la historia, acceder a una porción de poder y ejercerlo sin ensuciarse demasiado las manos. Cabe preguntarse en qué términos estos dos señeros ejemplos de la historia política juzgarían nuestro presente. Sabemos, los que los hemos sobrevivido, que su memoria se agiganta enhiesta… en un pasado que no podemos recuperar y al que de ninguna manera queremos volver.

Me permito el atrevimiento de dudar que la corrupción constituida un hábito de la actual administración política sea un adecuado diagnóstico. Me parece, en cambio, que las prácticas de corrupción constituyen virtudes políticas en un marco ético que apunta, en todo momento, a la pervivencia del statu quo y el dominio de clase que, en la medida en que se va revelando en su estado declinante, muestra rasgos de pragmático despotismo desnudo de otra significación.

Vivimos una realidad política en la que el sentido común imperante les exige a los políticos de izquierda el ejercicio austero y hasta silencioso de una prístina honestidad, casi angelical, podría decirse. Esto porque el mismo sentido común de amo y esclavo entiende a estos políticos como unos advenedizos que apenas llegarán a ocupar sitiales de gobierno, pero difícilmente compitan por sustanciales cuotas de poder sustancial. Por esto, la menor metida de pata, la más nimia equivocación, la más trivial de las arbitrariedades pegará bajo la línea de flotación. Al mismo tiempo, y por imperio de la misma lógica, los políticos de la derecha siempre contarán con el capital autoatribuido de ser los personeros legítimos del poder, en donde los más escandalosos delitos sean cubiertos por el más indulgente de los olvidos y los soslayos. Esto es más que un reflejo de defensa tribal de los propios, es el ejercicio corriente del poder. Un poder que necesita tanto de los poderosos como de los sojuzgados.

Néstor Casanova es arquitecto.

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