El 22 de abril se cumplieron 300 años del nacimiento de Immanuel Kant, sin duda uno de los más grandes filósofos de la tradición occidental, referente ineludible no sólo para la propia filosofía, sino para un número muy importante de otras disciplinas.
La vasta obra de Kant, que inicia a comienzos de la década de 1740 y se extiende ininterrumpidamente (salvo por el período que va desde 1770 a 1781, la llamada “década silenciosa”, en la que madura el proyecto de la Crítica de la razón pura) hasta su muerte, en 1804, incluye tratados sobre cosmología, física, matemáticas, religión, derecho natural, política, historia, geografía, pedagogía y filosofía en todas sus áreas.
Esta profusa producción intelectual, que por sí misma habla de una persona dedicada al cultivo del espíritu y al avance del conocimiento, ha forjado, junto a un conjunto de anécdotas –algunas más fundadas que otras–, la imagen de Kant como la de un intelectual ensimismado, metódico, aislado de su mundo circundante inmediato. Sin embargo, es menos sabido –salvo por los estudiosos de la vida y obra de Kant–, que además de un investigador Kant fue un profesor universitario y un intelectual preocupado por las condiciones históricas en las que vivió. Su labor docente, que inició en 1755 y se extendió por 41 años, hasta 1796, incluyó cursos sobre lógica, metafísica, geografía física, pedagogía, filosofía moral, antropología y derecho natural. Por otro lado, los tratados sobre sus propias condiciones históricas, si bien menores en número, no sólo tuvieron profundas repercusiones en su momento, sino que se convirtieron posteriormente en la clave para entender una de las épocas más turbulentas de la historia de Occidente, a saber, el siglo XVIII y su expresión cultural, social y política más importante, la Ilustración.
En esta contribución deseo compartir algunas observaciones sobre aspectos menos conocidos de la obra de Kant, pero que considero de enorme actualidad y vigencia: las observaciones sobre su propio tiempo, específicamente sobre la Ilustración, y sus ideas sobre la educación. Para ello me referiré, en primer lugar, al famoso opúsculo de 1784 “Contestación a la pregunta ¿qué es Ilustración?”, y, en segundo lugar, a los cursos sobre pedagogía, compilados por T Rink y publicados con la anuencia de Kant con el título Sobre pedagogía, en 1803.
Aquellos que tengan alguna familiaridad con la obra de Kant saben de la exigencia de su prosa, de su frecuente oscuridad, de los tecnicismos y distinciones que complican su lectura. El caso del ensayo sobre la Ilustración, sin embargo, difiere de esa impresión.
Publicado en la Revista Mensual de Berlín como respuesta al desafío lanzado poco tiempo antes en el mismo medio por JF Zöllner, el texto sobre la Ilustración exhibe una fluidez y claridad poco habitual en los escritos del autor de la Crítica de la razón pura.
Como es bien sabido, en esta obra, la primera de tres correspondientes al llamado “período crítico” (las otras dos fueron Crítica de la razón práctica y Crítica de la facultad de juzgar), Kant había dejado claro que el destino de la metafísica, como ciencia de los primeros principios del entendimiento humano, sólo podía ser encauzado si estos no se buscaban y se hacían reposar en ninguna otra autoridad más que en la propia razón humana. En pocas palabras, la investigación filosófica nos revela que el ser humano es la fuente última de toda legislación, tanto en el terreno teórico como en el práctico.1
Esta idea, como veremos a continuación, es la clave del modo en que Kant entendió la Ilustración.
Dice al inicio mismo del tratado, en un pasaje ciertamente famoso: “Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro” (Kant, 2004: 87).
El pasaje es elocuente por sí mismo. La cuestión, según Kant, no concierne a nuestra carencia de capacidades, sino a nuestra propia renuncia a ejercerlas. El lema de la Ilustración, Sapere aude (“atrévete a saber”), es el llamado a un hombre que por cobardía y pereza ha entregado a otros su bien más preciado: la capacidad de valerse por sí mismo. Hemos preferido, dice Kant, “tener un libro que supla mi entendimiento, alguien que vele por mi alma y haga las veces de mi conciencia moral, a un médico que me prescriba la dieta, etcétera, para que yo no tenga que tomarme tales molestias” (ibídem: 88).2
Como se aprecia fácilmente, Kant define “Ilustración” desde un punto de vista general como la posibilidad que poseen los seres humanos para romper con el sometimiento en el uso de sus facultades. En este sentido, “Ilustración” no es algo que refiera únicamente a una época, sino más bien al conjunto de disposiciones y acciones por medio de las cuales los seres humanos pueden recuperar su mayoría de edad, es decir, su capacidad para valerse por sí mismos.
Pero ¿en qué consiste valerse por sí mismos? La respuesta de Kant: “El hacer uso público de la propia razón en todos los terrenos” (ídem: 90). En su opinión, en casi todos los órdenes de la existencia humana, se nos ha conminado simplemente a obedecer, esto es, se ha coartado nuestra libertad de razonar sobre los asuntos que directamente nos conciernen. En este sentido, “Ilustración” significa recuperar la libertad mediante el uso público de la razón.
De acuerdo con Kant, como integrantes de un orden social gobernado por normas que encarnan los intereses humanos colectivos (al menos de una forma que en principio se puede concebir artificialmente), cumplimos con ellas, o debemos hacerlo –siempre y cuando no queramos obstaculizar su consecución–, de una manera pasiva o ciertamente automática. No obstante, esto no significa que no seamos capaces de cuestionar el orden normativo mismo. Si elegimos simple e individualmente sustraernos al mandato de las normas, hacemos un uso privado de la razón. En cambio, si adoptamos la posición consistente en examinar nuestras instituciones sociales de manera crítica e informada, dirigiendo nuestro discurso a la comunidad que integramos, entonces hacemos un uso público de la razón. Lo primero difícilmente pueda constituir la base de un cambio en nuestras prácticas normativas; a lo sumo significaría una mera revuelta doméstica que probablemente sería acallada puniblemente. El segundo, en cambio, aunque probablemente más tortuoso y lento, debido a que involucra el diálogo y esfuerzo intersubjetivos, es el único seguro para afianzar el progreso de la humanidad.
Dije anteriormente que Kant había definido “Ilustración” de una manera general como el nombre para cualquier época que reclama para sí la libertad de servirse de sus propias facultades racionales con fines críticos. No obstante, llegado a un punto del tratado, Kant se pregunta si su propia época es una época ilustrada. La respuesta es que no, no es una época en la que se haya alcanzado la madurez o mayoría de edad. Sin embargo, a la pregunta de si es una época de ilustración responde afirmativamente. Esto es, considera que sus contemporáneos habían comenzado el esfuerzo por recuperar sus potencias racionales en todos los órdenes, en especial el religioso.
Debemos mantenernos en la firme convicción de valernos por nosotros mismos, esto es, de ejercer decidida y radicalmente el uso público de la razón para cuestionar las prácticas que se nos imponen.
De este modo, “Ilustración” caracteriza para Kant la puesta en marcha de la soberanía intelectual de los seres humanos en cualquier época y para todos los asuntos que conciernen a sus derechos epistémicos, morales, religiosos, políticos y sociales. Pero, llegados a este punto, y viendo la cuestión desde nuestra propia época de avasallamiento de las libertades, ¿cómo logramos poner en ejecución nuestras potencias críticas racionales?
Si bien en el ensayo que estoy considerando Kant no lo dice explícitamente, enfocándose más en la condición necesaria para el ejercicio de la crítica, a saber, la recuperación de la libertad, la educación (Bildung) es parte sustantiva del proceso de ilustración. Esta asociación, que fue parte del propio desarrollo de la ilustración alemana durante el siglo XVIII, se puede encontrar más claramente en los cursos sobre pedagogía que Kant impartió entre 1776 y 1787, y que constituyen el texto ya mencionado antes y publicado en 1803.
Al inicio mismo de la “Introducción” de la Pedagogía, Kant deja claro que el ser humano no puede llegar a ser lo que es mediante un mero despliegue de facultades naturales: lo que propiamente constituye su humanidad sólo es alcanzable –dado que no existe tal cosa como un “instinto humano”– mediante la educación, esto es, los cuidados, la disciplina, la instrucción y la formación. Esto, por supuesto, no puede obtenerse en solitario: “Se lo tienen que hacer los demás”, dice Kant, y agrega: “Una generación educa a la otra” (Kant, 2018: 30). Pero si bien no existe, en opinión de Kant, un instinto humano, sí tenemos ciertas disposiciones que es función de la educación descubrir y articular. Kant llama al conjunto de las disposiciones humanas, en la medida en que estas sean comprendidas bajo un concepto universal, la perfección de la humanidad.
Los animales desarrollan sus disposiciones de manera natural, o a lo sumo sobre la base de la imitación; los seres humanos, en cambio, observa Kant, tienen una disposición natural al bien, pero su desenvolvimiento, es decir, el bien moral propiamente dicho, requiere un concepto de la perfección que la naturaleza humana puede alcanzar. Y la educación, que Kant define como un “arte”, cuya práctica ha de ser mejorada por generaciones sucesivas, es precisamente la encargada de “definir” o “conducir” la disposición natural del hombre hacia el bien. Por ello, dice Kant, “la educación es el problema más grande y difícil que pueda ser propuesto al hombre” (ibídem: 34).
De acuerdo con Kant, el arte que llamamos “educación” puede ser mecánico o razonado. El primero tiene que ver con la repetición de las circunstancias en las que aprendemos que algo es útil o perjudicial para el ser humano. El segundo, en cambio, debe proceder conforme a un plan ordenado según principios, siendo el primero y principal la educación de los seres humanos no con vistas al presente, sino a la idea de un futuro mejor posible para la especie, es decir, “conforme a la idea de la humanidad y de su completo destino” (ídem: 36). La educación debe estar orientada, tanto a nivel individual como general, a la mejora del mundo y a la perfección de la humanidad. No hay tensión, según Kant, entre el bien particular y el universal, pues, aunque en un sentido el bien universal requiere un sacrificio de los bienes particulares, en otro, cada estadio en el desarrollo del perfeccionamiento humano, que siempre es gradual, redunda también en beneficio de los particulares.
Mediante la educación, entonces, dice Kant, el hombre ha de ser disciplinado, cultivado, civilizado y moralizado. Es decir, aparte de extraerlo de su estado de naturaleza, instruirlo en habilidades para alcanzar fines y formarlo en las buenas costumbres sociales, el ser humano no debe ser hábil para todos los fines, sino para que escoja sólo los buenos. Esta es la tarea de la educación moral: instruir al hombre en criterios que le permitan escoger aquellos fines que necesariamente aprueba cada uno y que al mismo tiempo pueden ser fines para todos.
De este modo, “atrévete a saber”, la frase de Horacio que Kant cita como lema de la Ilustración, se complementa con la tarea formativa de aprender a pensar. Para saber es necesario pensar, y para pensar, pensar por sí mismos, es necesario educarnos, formarnos. Esto, como ya se ha dicho, concierne a la prosecución de los fines de la humanidad, donde la felicidad universal está por encima de cualquier fin particular.
Llegados a este punto resulta inevitable evaluar el estado del mundo en el que vivimos respecto de aquel en que Kant se encontraba, y pensar si las pocas notas que he compartido sobre dos aspectos particulares de su pensamiento tienen algún valor para nosotros.
Tanto en el trabajo sobre la Ilustración como en la Pedagogía, que son los escritos que he considerado, se respira un espíritu de optimismo respecto del avance en la ilustración y el desarrollo de la perfección humana. Esta actitud no estaba exenta de justificación: Kant vivió en la época de los grandes avances científicos y culturales, y su propio contexto político, el llamado “siglo de Federico”, por Federico II de Prusia, fue abiertamente proclive al desarrollo de la Ilustración. Sin embargo, la propia historia europea posterior habría de cuestionar ese optimismo.
Después de haber atravesado un siglo XX repleto de atrocidades, y un cuarto del siglo XXI que parece querer superar con creces las del siglo que le precedió, cuando desde el poder se le dice a la gente que odiar está bien, que abandonar a su suerte a las personas vulnerables está bien, que la pérdida de derechos está bien, parece que no tenemos demasiadas razones para ser optimistas. Definitivamente no podemos, como hizo Kant, decir que vivimos en una época de ilustración; mucho menos decir que la humanidad es más feliz. Sin embargo, también creo que en la definición que da Kant de “Ilustración” hay un elemento perdurable y extremadamente valioso para nuestras circunstancias: debemos mantenernos en la firme convicción de valernos por nosotros mismos, esto es, de ejercer decidida y radicalmente el uso público de la razón para cuestionar, donde haya un asunto que nos concierna, las prácticas que se nos imponen tácita o explícitamente. Debemos, como dijo Kant, estar alertas, porque el temor o la pereza de hacernos responsables de nuestros propios asuntos es el caldo de cultivo para que proliferen “aquellos tutores que tan amablemente han echado sobre sí esa labor de superintendencia” (Kant, 2004: 88). Asimismo, la relación que este ejercicio del uso público de la razón tiene con el “arte” de la educación, como dice Kant, es también clave. Formar a las generaciones sucesivas en el ejercicio de habilidades críticas, con la vista siempre fija en la prosecución de la máxima felicidad para todos los seres humanos.
Álvaro Peláez es profesor de Filosofía Teórica en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Referencias
- Goethe, J (2008). Las pasiones del joven Werther. Madrid, Akal.
- Kant, I (2004). “Contestación a la pregunta ¿qué es la Ilustración?”. En ¿Qué es la Ilustración? y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia, Roberto Rodríguez Aramayo (ed.), Madrid, Alianza. — (2008). Pedagogía. Madrid, Akal.
- Peláez, A (2024). “La revolución copernicana en el modo de pensar”. Relaciones. Revista al Tema del Hombre, 481, junio de 2024.
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Remito al lector interesado a mi artículo “La revolución copernicana en el modo de pensar” (Peláez, 2024). ↩
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Es imposible no recordar el pasaje de Las pasiones del joven Werther (1784), donde Goethe (2008: 22) dice: “El género humano tiene algo uniforme. La mayoría dedica la mayor parte del tiempo a vivir, y la pizca de libertad que le resta le provoca tanto temor que procura librarse de ella por todos los medios. ¡Ay del destino humano!”. ↩