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Hacia un modelo sistémico de protección social que promueva la movilidad educativa

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Este año se conmemoran los 30 años del Fondo de Solidaridad, instrumento de política diseñado para sostener un sistema de becas destinado a jóvenes que requieren apoyo financiero para hacer efectivo su derecho a la educación superior. Más allá de los necesarios debates sobre su diseño –en particular, su financiamiento a través de una contribución de los egresados de la educación terciaria pública sin discriminar según su nivel de ingresos– y las modificaciones que, potencialmente, sería pertinente incorporar en la herramienta para reconocer cambios en la cantidad, composición y características de los estudiantes de la educación terciaria y superior, el Fondo de Solidaridad ha cumplido un papel importante en estas tres décadas y la evidencia muestra un impacto significativo sobre las posibilidades de continuar y culminar un ciclo de formación terciaria de estudiantes en situación de mayor vulnerabilidad.

Las becas del Fondo de Solidaridad conviven con otros esquemas de apoyo en recursos a los que pueden postular los estudiantes que ingresan a la educación terciaria. El más relevante es el conjunto de becas otorgadas por la Universidad de la República (Udelar) por intermedio de su Servicio de Inclusión y Bienestar Universitario. El sistema de becas Udelar cuenta con prestaciones variadas, desde becas de alimentación –provistas en los comedores tradicionales de la universidad o en cantinas en las facultades desconcentradas– a transferencias de ingresos, pasando por becas de transporte, alojamiento, materiales de estudios y cuidados.

Existe un espacio de coordinación entre la Udelar y el Fondo de Solidaridad que permite el trasiego de información sobre estudiantes que no se presentaron a uno de los instrumentos pero podrían ser beneficiarios de becas hasta la definición de criterios de complementariedad. Por ejemplo, los becarios del Fondo de Solidaridad no pueden ser beneficiarios de las becas económicas de la Udelar, pero sí de las otras prestaciones, como son las becas de alimentación.

Estos esquemas de políticas –Fondo de Solidaridad, becas de Bienestar Universitario y el régimen de Asignaciones Familiares– deben ser objeto de cambios en su diseño que mejoren su impacto y alcance considerados en sí mismos. El foco de este artículo se encuentra en un problema concreto, tangible y relevante: la completa ausencia de complementación y continuidad entre las políticas que protegen a los niños y adolescentes y aquellas que apoyan la continuidad de estudios a nivel terciario de los adultos jóvenes.

Asignaciones Familiares y apoyo económico a la formación terciaria: dos mundos desconectados

Los regímenes de Asignaciones Familiares consisten en transferencias de recursos a los hogares cuya vocación es sostener el bienestar de los niños y adolescentes desde los 0 a los 17 años. Una vez que cumplen la mayoría de edad, la prestación se discontinúa. Un componente importante de un sistema de protección social capaz de proteger contra riesgos de privación presentes o contingentes y fomentar el desarrollo humano es contar con instrumentos diferenciados que acompañen a las personas a lo largo del ciclo de vida y reconozcan situaciones heterogéneas.1 Quienes alcanzan los 18 años con una participación activa en el sistema educativo y permanecen en situación de vulnerabilidad dejan de ser sujetos de una prestación –Asignaciones Familiares–, lo que afecta su nivel de ingresos, y carecen de opciones de política que les brinden continuidad inmediata al apoyo que requieren para continuar privilegiando su formación.

En este escenario, es posible identificar dos situaciones distintas. Por un lado, jóvenes que al cumplir 18 años se encuentran cursando educación secundaria. Primera paradoja: alcanzar la mayoría de edad presupone un “castigo” para la persona y su familia. En lugar de apuntalar al estudiante en su esfuerzo por culminar la educación secundaria, la política pública le retira el apoyo que recibía. Es probable que sus trayectorias educativas previas fueran más frágiles y fragmentadas, pero el Estado, en lugar de fortalecer los instrumentos de apoyo para que logre culminar su ciclo formativo, retira la transferencia y agrega incentivos a la desvinculación del sistema educativo y la búsqueda de ingresos en el mercado de trabajo.

Por otro lado, quienes fueron beneficiarios de Asignaciones Familiares hasta los 17 años y culminan la educación secundaria con la intención de avanzar en su formación en la educación superior se encuentran sin un apoyo inmediato y ágil en políticas que le brinden continuidad natural a Asignaciones Familiares. Por supuesto, tienen el derecho de postularse como beneficiarios a las becas del Fondo de Solidaridad o a las provistas por el Sistema de Inclusión y Bienestar Universitario. Pero aquí radica la segunda paradoja: en lugar de contar con un sistema de protección social en el que se transite con facilidad desde un instrumento de protección social en una etapa a otro al iniciar un nuevo período vital –tránsito de la adolescencia a la adultez, de secundaria hacia la formación terciaria–, las políticas diseñadas para cada etapa no dialogan entre sí.

Esta ausencia de coordinación explícita tiene consecuencias importantes y no deseables. En primer lugar, los estudiantes atraviesan un período en el que no reciben recursos de ninguna naturaleza. Recién cuando cumplen 18 años, logran culminar la formación media e ingresan a la formación terciaria en alguna de sus modalidades pueden postularse a una beca (del Fondo de Solidaridad o Bienestar Universitario). Esta ausencia de apoyos, justo en el momento de la transición entre sistemas educativos, repercute sobre su bienestar y es un desincentivo a la continuidad educativa.

En segundo lugar, esta ausencia de coordinación incorpora una dimensión no despreciable de estigmatización. Acceder a una nueva prestación implica presentarse nuevamente al escrutinio de la política, transfiere la responsabilidad de demostrar la condición de vulnerable al joven, convirtiendo el derecho a continuar estudiando con un sostén mínimo –la beca– en un acto de exposición de su situación específica, vía encuestas y entrevistas donde plasmar y explicitar su contexto y existencia. El ser beneficiario de Asignaciones Familiares presupone que esas condiciones al acceso que intentan priorizar a los sectores con mayores niveles de privaciones ya fueron evaluadas y que el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) se ha encargado de darle el seguimiento y actualización pertinente hasta alcanzar los 18 años.

En tercer lugar, agrega costos de gestión a la protección social e implícitamente incorpora una dimensión de desconfianza interinstitucional. Si una vez egresados de educación media los jóvenes beneficiarios de Asignaciones Familiares transitan automáticamente hacia el sistema de becas del Fondo de Solidaridad o de Bienestar Universitario, se evitan los costos asociados a desplegar mecanismos de selección que insumen recursos financieros y profesionales, recursos que pueden direccionarse hacia el acompañamiento durante el tránsito educativo en lugar de centrarse en la selección.

Una mayor integración sistémica de Asignaciones Familiares con los sistemas de becas para la continuidad educativa a nivel terciario sólo puede traer aparejadas ventajas.

En algún sentido, presupone también algún grado de “desconfianza” –no necesariamente explícita o consciente– sobre los mecanismos de selección que utiliza el Mides. Recordemos que Asignaciones Familiares selecciona a sus beneficiarios a partir de criterios que buscan ordenar a los postulantes según su grado de privación. Por lo tanto, dentro del universo de los estudiantes del último año de educación media, quienes son o fueron sus beneficiarios constituirían el núcleo de mayor vulnerabilidad. No hay razones conceptuales, a priori, que expliquen por qué al terminar la educación media deberían aplicarse otros criterios –aquellos utilizados por Bienestar Universitario o el Fondo de Solidaridad– para identificar el mismo núcleo poblacional objetivo, agregando los criterios adicionales que el marco legal hubiera definido.

Lo anterior no implica abandonar el monitoreo de la población beneficiaria por parte del Fondo de Solidaridad o la Udelar y tomar decisiones de ingreso o salida de sus programas en función de la evolución de las condiciones socioeconómicas de los becarios. En particular, hay estudiantes que, no habiendo sido beneficiarios de Asignaciones Familiares porque sus condiciones no lo ameritaban, entran en situaciones críticas durante el ciclo de formación terciaria, lo que debe habilitar el ingreso a los sistemas de becas. Las puertas de entrada y salida deben estar abiertas, así como la identificación de poblaciones con características específicas que requieran instrumentos de apoyos más personalizados. Pero este monitoreo se puede realizar una vez que el estudiante transite desde Asignaciones Familiares al nuevo programa, y no antes de que ingrese a él.

En cuarto lugar, incorpora una innecesaria incertidumbre en el horizonte de posibilidades de las y los jóvenes. Imaginémonos un estudiante ubicado en los últimos años de enseñanza media, que comienza a valorar la opción de continuar su formación a nivel terciario o buscar oportunidades para generar su propio ingreso en el mercado de trabajo. Parte del esfuerzo que debe hacer es culminar secundaria, previo al ingreso a la educación superior. ¿Qué sucedería si, con antelación y certeza, supiera que ni bien termine secundaria y se inscriba en una institución pública de educación terciaria, percibirá un ingreso mensual estable y previsible en los próximos cuatro años con el único requisito de demostrar avances en la carrera por la que haya optado? ¿Si tuviera la certeza de contar con una beca que cobrará directamente (a diferencia de Asignaciones Familiares, que es abonada al hogar vía los padres o responsables adultos)? ¿Si supiera, además, que dicha beca es sustantivamente más alta que la asignación familiar promedio? Un sistema de tránsito fluido e integrado constituye un incentivo más a la culminación de la educación secundaria y el inicio de la formación terciaria, en un país que muestra un atraso muy relevante en la finalización de la educación media y al que no le sobra un estudiante de educación terciaria o superior.

Una propuesta

La propuesta es concreta: dotar de una beca cuyo monto resulte equivalente a la beca del Fondo de Solidaridad o la beca del Servicio de Inclusión y Bienestar Universitario a todos los estudiantes que ingresen a una forma de educación terciaria pública y hayan sido beneficiarios de Asignaciones Familiares hasta sus 17 años.

Un cambio de estas características tiene las virtudes reseñadas antes. Sin embargo, es importante preguntarse cuáles son los costos asociados, tanto en términos financieros como de transición.

Inversión y tránsito en la protección social

Algunos datos son significativos. En 2023 el Fondo de Solidaridad otorgó 9.168 becas, 90 por ciento de las cuales estuvieron destinadas a estudiantes de la Udelar. El costo anual de estas becas asciende a unos 25 millones de dólares. Excluyendo las becas de alimentación, el Sistema de Bienestar Universitario invierte casi cuatro millones de dólares anuales en las distintas modalidades de becas. Entre ambas instituciones otorgaron cerca de 3.650 becas nuevas a la generación de ingreso 2023 (2.881 el Fondo de Solidaridad y 766 la Udelar).

¿Qué tanto cambiaría la composición de las becas otorgadas por el Fondo de Solidaridad y Bienestar Universitario? Una primera constatación es que en sexto año de bachillerato de educación secundaria pública y de la UTU en 2023, 14.874 estudiantes fueron beneficiarios entre los 16 y 17 años de Asignaciones Familiares. Como es sabido, uno de los dramas educativos del país continúa siendo el relativo bajo nivel de egreso de la educación media.2 Por lo tanto, no es de extrañar que en 2024, dentro de la generación de ingreso de la Udelar, 4.583 estudiantes se encuentren en esta categoría. Algunos centenares más de estudiantes beneficiarios de Asignaciones Familiares entre los 16 y 17 años ingresaron a otras instituciones públicas terciarias –UTU, Formación Docente, la UTEC,– pero dado que la Udelar constituye más del 85% del total de la matrícula pública en educación terciaria (y el 90% de los beneficiarios del Fondo de Solidaridad), ese número es una aproximación bastante razonable al total de estudiantes que, siendo beneficiarios del plan de equidad a través de Asignaciones Familiares, egresan de la educación media y transitan a la educación terciaria.

La segunda pregunta debería ser: ¿cuál es la proporción entre los becarios del Fondo de Solidaridad y las becas de Bienestar Universitario cuyo hogar de pertenencia fue beneficiario de Asignaciones Familiares? La respuesta es auspiciosa. Más del 70% de los seleccionados para esas becas provienen de familias beneficiarias de Asignaciones Familiares. Si se instrumenta una propuesta en la que todos quienes se inscriben en alguna modalidad de educación terciaria fueran beneficiarios automáticos de las becas (respetando los requisitos legales), se ganaría tiempo, se ahorraría esfuerzo institucional que puede ser direccionado a acompañar a esos becarios en la transición hacia el mundo de la educación terciaria y se evitaría el proceso de selección con sus cargas de costo de transacción y estigmatización.

A la vez que se introduce una noción sistémica de la protección social y se brindan apoyos para hacer efectivo el derecho a la educación media y superior, este rediseño presenta costos acotados, manejables y escalables. Cubrir a los estudiantes beneficiarios de Asignaciones Familiares que ingresan a la educación superior que hoy no reciben becas cuesta cerca de ocho millones de dólares. Como un número significativo de estudiantes no solicita beca, posiblemente por desconocimiento (40% de quienes fueron beneficiarios de Asignaciones Familiares entre los 16 y 17 años), incluso los primeros años el costo puede ser menor. Cubrir a aquellos que no son aceptados en el sistema aun cuando se presentan –más de la mitad de estos casos son producto de exigencias burocráticas de la propia Udelar– tendría un costo cercano a los tres millones de dólares. En un futuro desgraciadamente lejano, cuando todos los estudiantes beneficiarios de Asignaciones Familiares culminen educación media e inicien educación superior, los costos adicionales podrán alcanzar los 35 millones de dólares y el país no sólo sería capaz de universalizar la finalización de la educación media, sino también el ingreso a la educación terciaria y superior.3

Los sistemas de becas quedarían abiertos para nuevos postulantes, no beneficiarios de Asignaciones Familiares, pero se construiría un puente mucho más natural entre distintos instrumentos de protección y promoción social, mientras que se introduce un fuerte incentivo para culminar la formación secundaria y transitar hacia la educación terciaria. En un país donde la culminación de educación media dista de ser universal y al que no le sobra ningún estudiante en la educación superior, un rediseño de esta naturaleza no es un aporte menor.

Hay desafíos logísticos y administrativos y se necesita una fuerte ampliación del espectro de coordinación efectiva entre la Administración Nacional de Educación Pública, el Mides, el Fondo de Solidaridad y las instituciones públicas responsables de la educación terciaria y superior. Se necesitan recursos incrementales, pero su costo es manejable y progresivamente escalable. Una mayor integración sistémica de Asignaciones Familiares con los sistemas de becas para la continuidad educativa a nivel terciario sólo puede traer aparejadas ventajas: incentivar la continuidad educativa y brindar un mínimo espacio de tranquilidad a los jóvenes en el siempre dificultoso tránsito de la educación media hacia la educación superior.

Rodrigo Arim es rector de la Universidad de la República.


  1. Otra área de reflexión son las políticas para jóvenes que alcanzan la mayoría de edad desvinculados del sistema educativo, cuyo desempeño en el mercado laboral y, por lo tanto, su capacidad de generar ingresos en forma autónoma se encuentra fuertemente restringida por la propia desvinculación del sistema educativo. 

  2. Toda la información estadística fue elaborada por la División Estadística de la Dirección General de Planificación de la Udelar, con base en el Sistema de Información Integrada del Área Social (SIIAS, Mides), a partir de información proveniente del Servicio de Inclusión y Bienestar Universitario, la ANEP y el Fondo de Solidaridad. 

  3. Estos cálculos primarios tienen en cuenta los diferentes universos no cubiertos en la actualidad en cada escenario y el valor actual de las becas económicas. 

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