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Aldeas de mar, resistencias y alternativas a la urbanización costera uruguaya

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Es verano, miles de uruguayos se vuelcan a las costas, tanto de los ríos, como de nuestras playas oceánicas. A pesar de este masivo movimiento, junto al de otros tantos brasileros, argentinos y extranjeros en general, la calma nos invade, la necesidad de naturaleza, baños y relax nos atrapa. A simple vista seguimos siendo el Uruguay estacional, con la casa de los familiares más cerca o más lejos de nuestro punto de origen, o realizando un balance del presupuesto para ver cuántos días se puede alquilar y en dónde. Está claro que esto corre para una parte de la población que puede permitirse vacacionar, la mayoría se volcará, con suerte, a las playas de la propia ciudad o localidad.

Pero volvamos a la estación veraniega. Esta llega indefectiblemente todos los años y la gradualidad y fugacidad con la que visitamos las zonas costeras muchas veces hace difícil darnos cuenta cabalmente de que estamos visitando áreas con enormes transformaciones territoriales, sociales y culturales. Mucho menos podemos intuir que un cierto número de población en Uruguay se identifica con algunas tendencias mundiales de habitar, en sintonía con la búsqueda de nuevos modelos no urbanos.

Gilles Clément, paisajista francés, se pregunta: “¿Qué dirán los libros de historia [...] sobre este período confuso en el que la humanidad abandonó un modelo de desarrollo devastador por otro que le parece menos agresivo y pretendidamente duradero?”.

Podría parecernos una declaración romántica y optimista, pero Clément es un viajero empecinado, además de renombrado paisajista, conocedor de varias culturas y de su relación con la naturaleza. Entonces, para los escépticos, basta observar los números del último censo de población de 2024, que hablan de más de 50.000 uruguayos que abandonan Montevideo, para preguntarnos si estamos frente a la posibilidad de una “huida” de la ciudad capital para construir nuevos ambientes de vida, menos agresivos y pretendidamente duraderos, como señala él.

¿Migrar hacia la costa es una elección para construir una forma nueva de habitar o es simplemente alejarse de la “gran” ciudad para construir nuevas pequeñas ciudades?

¿Será que en menos de un siglo transformaremos las aldeas de mar en ciudades? ¿Es eso lo que queremos para la costa uruguaya del futuro?

La urbanización creciente de Uruguay siempre fue tema de discusión a la interna de los estudios territoriales, es decir, la concentración de pobladores en ciudades pequeñas e intermedias, que la estructura de la colonia dejó en varios países latinoamericanos al concentrar las tierras en unos pocos latifundistas. Si tomamos uno de estos debates, encontramos una referencia directa a las aldeas, a partir de la provocación del arquitecto Mauricio Cravotto a inicios del siglo XX sobre la posibilidad de pensar otros modos de desarrollo para los pequeños poblados. “La aldea feliz” fue una teoría progresiva desarrollada desde los años treinta que tomó carácter público en 1955, al ser presentada en el diario Acción. Allí Cravotto explicó la propuesta en el artículo “La aldea feliz, una teoría para distribuir armónicamente la población en crecimiento del Uruguay”.

Según el grupo curatorial de la muestra sobre La Aldea Feliz para la Bienal de Venecia en 2014, coordinada por Emilio Nisivoscia, docente de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Udelar, estas ideas llegaron a su madurez con el plan para la ciudad de Mendoza (1942, Argentina) y la propuesta de Villa Humboldt (1949) frente a la laguna de la represa de Rincón del Bonete. La ideología de Cravotto rechazaba la metrópolis y se asentaba en la tradición de la ciudad jardín y en urbanistas como Leon Jaussely y Werner Hegemann. Higienismo y urbanismo científico, Kultur y medievalismo se cruzaban en este urbanismo, bajo cuya sombra se formaron los primeros “arquitectos urbanistas” uruguayos.

El tema de la escala y de la intimidad de la aldea es una metáfora que sirve para provocar reacciones, en su radicalidad frente a las megalópolis contemporáneas que engloban áreas metropolitanas con casi 40 millones de habitantes, como Tokio, en Japón. Defender el concepto de aldea es defender la centralidad de construir lazos cercanos, de avanzar gracias a la organización comunitaria, al interés y al cuidado los unos de los otros. El concepto de cuidados será central en este siglo, nos advierte el franciscano y filósofo brasilero Leonardo Boff. La violencia no sólo está en las guerras, que cuentan con más de 40 conflictos armados en el mundo y promueven la industria de armas, sino que la violencia letal se genera también en ambientes que son pensados para obtener ganancias y no para generar una vida en común. Construir nuevas formas de habitar hoy debe afrontar este tema que es tan importante como el del límite ecológico del tamaño de una población. Él nos recuerda que la guerra empieza cuando anulamos a los otros, la planificación de ciudades en donde prima la individualidad genera ambientes en donde no se practica la convivencia pacífica.

La urgencia que tiene adoptar la categoría de cuidado es la de trabajar para construir un mundo de paz, cuidar es ocuparse del otro, salir al encuentro del otro y sus necesidades, buscar la justicia social es una forma efectiva de superar las condiciones de violencia. Las grandes ciudades en todo el mundo son sinónimo de dispositivos de seguridad extrema; la separación entre quien se encierra en la riqueza y quien sobrevive en la miseria es el inicio de las guerras urbanas actuales.

El sistema de ciudades medianas y pequeñas en Uruguay en alguna medida conservó características comunitarias, sin embargo, se necesita seguir trabajando en ellas, como proponen los urbanistas Edgardo Martínez y Leonardo Altmann, o los geógrafos Marcel Achkar y Ana Domínguez, optimizando las políticas públicas territoriales, con conexiones y nuevos desarrollos autónomos regionales para ser menos dependientes de la economía global y que no pierdan población. Pero en lo costero tal vez no debamos agregar nuevas ciudades pequeñas o medianas a las formas de habitar en Uruguay; existen crecientes estudios sobre la conservación de los ecosistemas costeros en nuestro país gracias a iniciativas como la Maestría de Manejo Costero Integrado, grupo interdisciplinario de la Universidad, con cooperación canadiense, en la que se sugiere anticipar y manejar las transformaciones territoriales de lo que ya se delinea como un corredor que atraerá población entre la capital y las fronteras con Argentina y Brasil.

Sin embargo, estos debates no han superado la academia, no han logrado instalarse en la sociedad ni en la política, ni conectar el plano local, nacional, con los fenómenos internacionales y globales.

Existe aún una fuerte resistencia a aceptar que las ciudades son una de las causas principales de las crisis ecológicas y climáticas, así como del crecimiento de la pobreza y la violencia, ya que los intereses económicos que las hacen crecer son parte de un “paisaje operativo mundial”, como señala el geógrafo Neil Brenner. La ciudad es un dispositivo de depósito de población en exceso expulsada de las áreas rurales. La sustitución de la agricultura familiar por las grandes industrias agroalimentarias o extractivistas de materia prima vacía el territorio productivo de quien puede tutelarlo, o simplemente ser testigos molestos de la contaminación de los ecosistemas.

Existen muchos ejemplos en América Latina, el continente más urbanizado del mundo, pero también en otros continentes. En India, Arundati Roy, arquitecta y activista nacida en el estado del Kerala, acompaña a la población de las áreas rurales y es testigo de la violencia con la que paramilitares pagados por las empresas transnacionales los amenazan de muerte, obligándolos a dejar sus tierras y escapar. Van a Mumbái, en donde vivir en Darhavi, asentamiento precario de aproximadamente un millón de personas, no es una elección, con sólo un 20% de niños escolarizados según UNHabitat, y que constituye uno de los bolsones de miseria y de degradación humana más oscuros del mundo.

Hay que disputar significados profundos, ya que la expansión costera uruguaya está atrayendo devastadores proyectos de especulación inmobiliaria, pequeños o grandes, que arrasan con los ambientes naturales.

Si quedaban dudas al respecto, la pandemia de covid-19, como otras crisis económicas antes, demostró la verdadera cara de las ciudades contemporáneas: la imposibilidad de autoabastecimiento de alimentos, la necesidad de recurrir a aparatos militares y a medidas de restricción y represión para manejar a las masas como individuos inertes, meros espectadores de decisiones tomadas por políticos y expertos sobre sus vidas. Se verificó lo que advertían los movimientos internacionales por el derecho a la tierra, la soberanía alimentaria, los bienes comunes o el derecho a una vivienda y un hábitat dignos: la necesidad de revertir la creciente urbanización mundial que genera ambientes artificiales, enfermos, en los que la dependencia es total.

Entonces, ¿por qué repetir el formato de ciudad en donde no lo hay? Cómo apoyar la gran oportunidad que puede significar para un país de preeminencia urbana, en donde casi el 100% de la población habita en ciudades, la “fuga” y la refundación de nuevas formas de habitar en la costa. Es decir, cómo reforzar formas distribuidas, emergentes, que apoyen decididamente el “retorno a la naturaleza” y a la “tierra”, en clave de lo común. En la era de la más grande crisis ecológica ya no podemos pensar en haber encontrado un paraíso y vivir en él, sino que debemos trabajar para protegerlo, para garantizar la vida de sus especies, para generar refugios, ya que la explotación actual del planeta destruye sistemáticamente la biodiversidad.

La inmunoterapia tal vez sea la metáfora más importante de nuestro siglo: reforzar nuestro sistema inmunitario, lo que se regenera, lo sano, lo vivo, para luego curar las partes enfermas de nuestro planeta.

¿Podemos empezar a nombrar estas nuevas formas de habitar? ¿Cómo sería llamarlas en sentido contrario a un crecimiento urbano? ¿Cómo podemos denominarlas si ponemos al centro los ecosistemas costeros existentes y recién en segundo lugar el interés y la conveniencia humana? ¿“Aldeas marino costeras”? ¿“Bosques oceánicos habitados”? ¿Puede ser el inicio para luego nombrar a los pobladores de otros ecosistemas en Uruguay, de las quebradas, o de las riberas de una laguna o río?

Son definiciones necesarias frente a la impostergable transición socioecológica, hacia la que debemos encaminarnos como sociedad, pero para ello hay que disputar significados profundos, ya que la expansión costera uruguaya está atrayendo devastadores proyectos de especulación inmobiliaria, pequeños o grandes, que arrasan con los ambientes naturales. La falta de definiciones hace que hoy, con una estructura legislativa robusta, parezca que no podemos detener el desastre ecológico, ni orientar estas inversiones y formas de actuar privadas.

Mientras que en las épocas del loteamiento original de terrenos en nuestros balnearios, en el siglo XIX e inicios del XX, se pretendía la máxima ganancia, sin prever servicios, áreas de conservación, uso de los recursos esenciales como el agua, o los impactos ambientales sobre las playas, fauna y flora existente en los lugares, en la actualidad contamos con todas las normativas para regular estos aspectos. El Código de Aguas establece entre 1970 y 1980 la Faja de Defensa Costera; las playas son públicas y no se puede edificar en ellas. La Ley de Evaluación de Impacto Ambiental en los años 90 exige estudios técnicos de los impactos causados por los proyectos urbanizadores. La Ley de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible en los 2000 refuerza la necesidad de coordinar las intervenciones en un territorio determinado, pensándolas con anticipación en clave de equilibrio territorial, redistribución de cargas y beneficios, participación de la comunidad y distintos actores a su definición, así como la generación de planes de desarrollo para un manejo sustentable y normativas para su cumplimiento.

La novedad absoluta es que ahora existe población permanente para exigir que se cumplan las normas y colaborar con el cuidado de los territorios. Basta ver las noticias de estos días, detrás de cada evento que sucede en las localidades costeras hay un comité de vecinos, no de veraneantes, de vecinos organizados que viven allí, que reclaman más guardavidas, más transporte, infraestructuras y servicios. Las personas que se han trasladado a vivir en la costa uruguaya, con una pretensión de buscar naturaleza, calma, pero sobre todo realidades no urbanas, nos muestran su capacidad para crear comunidad y organización social entre viejos y nuevos habitantes. La revista Tekoporá, del Centro Universitario Regional Este, a través de varios artículos de antropólogos radicados en la región, analiza estas nuevas formas de ser y estar, así como el diálogo con las poblaciones de pescadores, trabajadores rurales y otros pobladores originales.

A quienes tengan la paciencia de salir del vértigo veraniego de los típicos lugares comerciales no les será difícil recorrer, observar y encontrar una variada oferta de productos locales, gastronomía, vestimenta, actividades culturales, permacultura y agricultura orgánica, o productos artesanales. Si miran atentamente, verán varios indicios que hablan de esa población que construye círculos sociales de apoyo, afectos y cuidados, movilizados por proteger los recursos naturales, que los llevaron a vivir allí con asociaciones y plataformas ambientalistas. Pero también están demostrando la potencialidad para otras economías, producir todos los alimentos que consumen los pobladores y tener reserva de agricultura para el verano. Se pueden generar cooperativas de servicios locales y clústeres de pequeños y medianos emprendedores.

El riesgo mayor es ignorar la importancia de este movimiento de personas, seguir repitiendo desde la política que debemos apuntar a grandes inversores económicos para generar puestos de trabajo porque no hay jóvenes que quieran cultivar o hacer emprendimientos locales. Pensar que se tendrá mayor respaldo electoral es desconocer, volviendo a Clément, “una militancia que valora la lentitud [...], la observación, el aumento del conocimiento, un cierto decrecimiento, y pone las bases de una nueva actitud para vivir juntos”.

Está más que laudado que a la sociedad uruguaya sí le importa el cuidado de la naturaleza, no nos da igual que se privaticen o contaminen nuestras aguas, que se destruyan nuestras playas o que perdamos biodiversidad. Los plebiscitos o los cientos de firmas para proteger Punta Ballena y otras batallas que lleva adelante la Red de Unión de Grupos de la Costa lo demuestran.

Se acerca un nuevo período de gobierno. ¿Qué sentido daremos a lo que sucede en la costa? ¿Renunciaremos a la posibilidad de defender ese retorno a la naturaleza?

¿Dejaremos al mercado el desarrollo de grandes proyectos privatizadores y urbanizadores? ¿O involucraremos a todas sus aldeas, humanas y no, para definir cómo debe ser esta transición ecológica hacia nuevas formas de habitar en Uruguay?

Adriana Goñi Mazzitelli es antropóloga cultural, doctora en políticas territoriales y urbanismo, profesora adjunta del Instituto de Estudios Territoriales y Urbanos de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República.

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