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El Antropoceno desde el Sur

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Como es sabido, la historia de la Tierra se encuentra dividida desde el punto de vista geológico en eones, eras, períodos, épocas y edades (en ese orden, desde lo más amplio hasta lo más ajustado temporalmente). Según esta clasificación, estamos cursando la época llamada Holoceno desde aproximadamente 11.000 años, cuando terminó el tiempo de las grandes glaciaciones. Desde diversos medios científicos se está proponiendo llamar Antropoceno al momento actual. Esta denominación, que nos colocaría en una nueva época iniciada a mediados del siglo XX, responde a la consideración de que actualmente el principal factor de modificación del paisaje planetario y de los seres vivos que lo habitan es la actividad humana.

La sugerencia de incorporar un nuevo nombre en la cronoestratigrafía de la Tierra podría verse como un simple capricho o un gesto de soberbia. En realidad responde a la necesidad de reconocer nuestro lugar en la naturaleza, no ya como producto más sofisticado de la evolución y, por lo tanto, su beneficiario incondicional, sino como responsables por el lugar que hemos llegado a ocupar. En el Génesis bíblico el ser humano recibe el mandato de multiplicarse y llenar la tierra, así como de nombrar a los animales. Nos hemos tomado demasiado en serio ese poder y parece ser el momento de asumir la responsabilidad que nos impone nuestra conciencia y capacidad de tomar decisiones sobre cómo organizarnos y tratar a los demás seres vivos y al entorno. Reconocer que somos parte de un sistema biológico y físico complejo y no los clientes del hotel que reclamamos atención y servicios es el desafío filosófico que debemos afrontar.

El espectacular aumento del consumo de energía por parte de la humanidad y su consecuente aumento de emisiones de gases de efecto invernadero, así como la extracción desmesurada de recursos y acumulación de residuos, están poniendo en riesgo el equilibrio climático y la existencia misma de la vida sobre la Tierra tal como la conocemos. Ese riesgo nos incluye como causantes pero también como posibles víctimas, arrastrando en el desastre a gran cantidad de seres vivos en lo que ya se considera una nueva, la sexta, gran extinción planetaria. Los organismos internacionales y los gobiernos (algunos sí y otros no tanto) reconocen la necesidad de limitar las emisiones, pero sus intenciones chocan contra la propia dinámica económica del capitalismo cuya condición esencial es el crecimiento. El propio Marx había advertido sobre el peligro de la “ruptura metabólica” entre el consumo humano y la naturaleza. Es así que surgen corrientes desde la izquierda que postulan la necesidad del “decrecimiento” para evitar el colapso. La mayoría de estas corrientes provienen de los países desarrollados y resultan difíciles de digerir para las izquierdas de los países del sur.

Las responsabilidades y las consecuencias están diversamente repartidas. Los países del norte con su desmesurado consumo energético son los responsables de la mayor cantidad de emisiones y los del sur, por su vulnerabilidad ambiental y social, los que sufren las mayores consecuencias. También es cierto que los llamados a la responsabilidad individual actúan como un liberador de conciencia –una especie de “opio de los pueblos”, al decir de Kohei Saito– cuando el problema está en el sistema económico del que formamos parte, que no puede vivir sin crecer. Las buenas acciones individuales: cerrar la canilla mientras nos cepillamos los dientes, hacer compost en el balcón, clasificar la basura y reutilizar o evitar los envases plásticos está muy bien, pero mueven poco los índices generales.

La idea del decrecimiento se asocia con un cambio en los estándares de consumo y en el reparto de la riqueza y del trabajo. Es difícil que esto se logre sin una profunda modificación en las estructuras productivas.

Los economistas neoclásicos y los políticos conformistas apelan al cambio tecnológico como solución: autos eléctricos en lugar de motores de combustión movidos por combustibles fósiles, cambios en la matriz energética, gestión más racional de los residuos, etcétera. Sin embargo, ninguna de estas opciones reduce el consumo de energía; ante cualquier cambio tecnológico el sistema se reacomoda para gastar más y aprovechar mejor, mientras el consumo energético y las emisiones no hacen más que aumentar.

La idea del decrecimiento se asocia con un cambio en los estándares de consumo y en el reparto de la riqueza y del trabajo. Es difícil que esto se logre sin una profunda modificación en las estructuras productivas: ¿se produce para cubrir las necesidades humanas o se produce para acrecentar el capital? Incluir estos principios en los programas de las izquierdas de los países dependientes resultaría perjudicial para sus compromisos con el crecimiento económico para mejorar el reparto. En nada se ve más claramente nuestra interdependencia planetaria que en estos asuntos.

Sin embargo, si todo sigue igual, son muchos los que advierten que nos espera un mundo de grandes catástrofes climáticas. Si a esa perspectiva le agregamos la presente onda guerrerista que parece invadir a los países del norte, con la consecuente cuota de sufrimiento humano y ambiental, los movimientos migratorios masivos y desesperados van a ser cada vez más frecuentes y conflictivos. La xenofobia, el racismo y la culpabilización de los migrantes pobres de los problemas de seguridad en los países ricos estarán cada vez más presentes en los discursos políticos.

La concentración de riqueza cada vez más desmesurada es también concentración de poder y cabe preguntarse cómo es posible presionar para producir un cambio en las estructuras productivas y distributivas.

La otra alternativa (si es que existe) es que un sector de la población mundial consiga resguardarse con gran apoyo militar mientras el resto sobrevive a duras penas o simplemente sucumbe en el intento; algo parecido a lo que sucedía en la serie brasileña Tres por ciento.

Los programas de gobierno de la izquierda en países como el nuestro no pueden prescindir de la idea de crecimiento para que su economía prospere y los planes de mejor reparto social puedan llevarse a cabo. Habría que aguzar mucho la imaginación, la ciencia, la tecnología y la creatividad para lograr superar esta paradoja. No me hago muchas ilusiones, nuestra dependencia y las “leyes” del sistema no dejan mucho margen, aunque no estaría mal que la izquierda vernácula, más allá de proclamar su impotencia, reconozca la problemática e intente pensar cómo posicionarse frente a ella.

Rafael Katzenstein es licenciado en Antropología Social y profesor de Literatura jubilado.

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