Opinión Ingresá
Opinión

Cintura política o cambio de paradigma: violencia simbólica y liderazgo femenino

4 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

Las palabras no son inocuas: reconocen autoridad o la socavan. Cuando se trata de mujeres jóvenes en política, se repiten expresiones como “arrogante”, “sin experiencia” o “sin cintura política”. Estas no son críticas técnicas ni debates sobre ideas; son mecanismos de silenciamiento que reflejan la incomodidad de un sistema ante liderazgos que no se ajustan a sus reglas preexistentes.

En el debate político uruguayo circulan frases que cuestionan la legitimidad de las mujeres jóvenes para ocupar espacios de decisión. Se alude a la “flacura del currículum”, se ironiza sobre la “falta de calle” y se sugiere que “el tiempo pondrá las cosas en su sitio”. Estas expresiones no examinan la calidad de las propuestas ni los resultados concretos. Funcionan, en cambio, como recordatorios de que la legitimidad sigue midiéndose con criterios distintos para mujeres y hombres, y de que la juventud femenina se tolera en forma condicional.

Cintura política: un código heredado

El concepto de “cintura política” caracteriza una supuesta habilidad para moverse entre jerarquías, negociar en pasillos, evitar conflictos públicos y preservar redes de poder sin incomodar a nadie. Se trata de un código construido durante décadas de política dominada por hombres mayores, en el cual lo no dicho y los pactos informales pesan más que los acuerdos transparentes y la coherencia entre discurso y acción.

Desde esta lógica, quienes defienden principios, marcan límites o exigen claridad en la negociación son catalogados como “sin cintura”. El juicio no se basa en la capacidad política, sino en la negativa a adaptarse a un juego marcado por pactos tácitos y jerarquías impuestas. La autoridad se mide por la obediencia, no por la solidez ética ni por los resultados.

Sin embargo, la investigación sobre liderazgo ha demostrado que no existe un único modelo válido. Eagly y Johannesen-Schmidt (Transformational, transactional, and laissez‑faire leadership styles: A meta‑analysis comparing women and men, 2003) concluyeron que las mujeres tienden a estilos transformacionales, centrados en motivar a sus equipos, generar consensos participativos y fomentar la rendición de cuentas. En contextos democráticos estos estilos suelen concitar mayor confianza pública y mejor desempeño colectivo. No obstante, chocan con sistemas en los que la “cintura” se asocia con la capacidad de negociar en la sombra, lejos del escrutinio social.

Liderazgos jóvenes: otras reglas de juego

Las mujeres jóvenes que acceden a cargos de responsabilidad política suelen encarnar otro paradigma de liderazgo apoyado en conocimientos técnicos, en evidencia rigurosa y en un compromiso ético con los derechos humanos y la justicia. Su ejercicio de la autoridad se articula mediante acuerdos transparentes y rendición de cuentas visibles, no favores implícitos ni arreglos informales. Desde esa postura, generan agendas nuevas y reformulan las prácticas tradicionales del poder.

El caso de Alexandria Ocasio-Cortez, en Estados Unidos, permite ilustrar esta tensión. Su perfil –claramente identificado con reformas estructurales y estrategias discursivas elaboradas– ha sido sistemáticamente etiquetado como “arrogante”, “radical” o “inmaduro”, incluso cuando su apoyo ciudadano y su respaldo argumental son sólidos. Esa experiencia no es aislada: responde a una lógica global que penaliza a quienes no se ajustan a los moldes preestablecidos.

Es imprescindible desmontar las narrativas que buscan disciplinar y silenciar voces jóvenes y femeninas. No son críticas legítimas, sino mecanismos de poder que restauran privilegios y cierran puertas.

Además, Jennifer Piscopo (Democracy as gender balance: The shift from quotas to parity in Latin America. Politics, Groups, and Identities, 2016) ha documentado que en América Latina las mujeres jóvenes en política no sólo amplían la representación femenina, sino que transforman las formas mismas de hacer política. Prioridades como la transparencia, los derechos sociales y la participación ciudadana pasan a primer plano, desplazando prácticas clientelares y jerárquicas. A pesar del impacto positivo, este estilo de liderazgo enfrenta resistencias porque no encaja en un sistema construido para premiar la discreción y la sumisión. Es imprescindible desmontar las narrativas que buscan disciplinar y silenciar voces jóvenes y femeninas. No son críticas legítimas, sino mecanismos de poder que restauran privilegios y cierran puertas.

Violencia simbólica en política: un patrón global

Este fenómeno no es local ni anecdótico. De acuerdo con la Inter-Parliamentary Union (2023), más del 76% de las diputadas y 60% del personal parlamentario han sufrido violencia psicológica de género, y el 60% ha enfrentado discursos de odio y desinformación en línea. Lo más grave: más de la mitad de esas agresiones ocurren dentro de recintos legislativos y son perpetradas por colegas masculinos.

Mona Lena Krook (Violence Against Women in Politics, 2020) conceptualiza esta violencia mediática y simbólica como una estrategia disciplinaria destinada a mantener estructuras históricamente diseñadas para excluir a las mujeres. Se trata de frenar la participación efectiva, no por desacuerdos políticos, sino por la amenaza que representa romper con las reglas no escritas del poder.

La teoría del rol congruente (Eagly y Karau, Role congruity theory of prejudice toward female leaders, 2002) explica que los estereotipos de género esperan que las mujeres sean empáticas y agradables, mientras que el liderazgo político exige firmeza y autoridad. Cuando una mujer incorpora ambas cualidades, o simplemente ejerce autoridad desde principios firmes, se la percibe como incongruente y se la penaliza con mayor severidad que a un hombre en la misma posición. La etiqueta “arrogante” no describe un estilo: castiga la desviación de un guion de género que excluye voces distintas.

El choque generacional y de género en política

En los espacios de toma de decisiones, la juventud ya provoca suspicacias. Cuando se suma la condición de mujer, la exigencia de demostrar méritos se intensifica. Mientras hombres sin trayectoria consolidada acceden a legitimidad por el solo hecho de estar presentes en la política, las mujeres jóvenes ven sus credenciales relativizadas incluso cuando presentan formación académica sólida y resultados comprobados.

Las expresiones que circulan en el espacio público uruguayo dan cuenta de esta desigualdad. Se examina su experiencia académica, se descalifica la autoridad técnica por no provenir del campo o de prácticas políticas tradicionales, se sugiere que deben “esperar su turno” para intervenir. Estas frases no sólo atacan trayectorias individuales, sino que sustentan la idea de que el poder pertenece a otros y que el acceso de las mujeres debe ser gradual y limitado.

Auge de un nuevo paradigma

El liderazgo político del siglo XXI requiere nuevas bases. No puede evaluarse por la capacidad para sostener pactos informales ni por la habilidad para encajar en jerarquías opacas diseñadas para excluir. Debe fundamentarse en principios claros, evidencia, ética pública y acuerdos examinables abiertamente por la sociedad.

Las etiquetas de arrogancia, falta de experiencia o ausencia de cintura no describen déficits personales: son estrategias de un sistema que se resiste a transformarse. Las mujeres jóvenes en política son sometidas a evaluaciones más duras e incisivas que sus pares masculinos, no por su desempeño, sino por desafiar jerarquías invisibles.

El desafío es colectivo. No hace falta cambiar a las mujeres ni a los jóvenes para que encajen en un modelo obsoleto de liderazgo. Es el sistema el que debe cambiar para acoger estilos distintos, basados en ética, evidencia, formación y transparencia. Ese cambio no amenaza la democracia: la fortalece.

María Fernanda Souza es socióloga y máster en Ciencias del Ambiente Global, Política y Sociedad. Es directora nacional de Cambio Climático.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesan las opiniones?
None
Suscribite
¿Te interesan las opiniones?
Recibí la newsletter de Opinión en tu email todos los sábados.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura