Recientemente, los países del G7 acordaron desandar el camino iniciado en 2021, en el Marco Inclusivo OCDE/G20 sobre la Erosión de la Base Imponible y Traslado de Beneficios, al aceptar que las empresas multinacionales de origen estadounidense no paguen el impuesto a la renta global, conocido como el Pilar II de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Uruguay va en una dirección contraria, ya que el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) ha anunciado que piensa seguir lo previsto por el Pilar II, al incluir en el proyecto de la Ley de Presupuesto dicho impuesto, con el objetivo de gravar las actividades empresariales que las multinacionales desarrollan efectivamente en el país (véase la entrevista realizada por este medio al subsecretario del MEF, Martín Vallcorba, el 14 de junio).
Este pilar suele ser considerado un avance para que las grandes empresas paguen un impuesto mínimo a su renta y, aunque su implementación experimentó restricciones y excepciones en muchos países, expertos han señalado que contribuyó a una mayor justicia y equidad tributaria, dado que las multinacionales son las empresas que concentran mayor riqueza y cuentan con mayor capacidad contributiva (véase nota de Jayati Ghosh, José Antonio Ocampo y Joseph E Stiglitz en la diaria del 7 de julio).
Toda esta discusión contribuye a replantear, una vez más, una cuestión más profunda sobre la justicia económica y las obligaciones que pesan sobre los estados de atender a las personas que se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad, si es que se considera que las tienen. Creo que vale la pena resaltar que, aun cuando los impuestos son un instrumento fundamental en la concepción de la justicia económica de un gobierno en particular, el eje de la discusión, o la pregunta que es necesario responder antes (desde el punto de vista moral y político) no deberían ser los impuestos a aplicar, sino los gastos que el gobierno debe financiar. La política que tenga cualquier gobierno en materia de impuestos dependerá de la concepción que adopte en materia de justicia económica y de qué tipo de gastos considere afrontar: si sólo en materia de seguridad, o también en salud, educación, vivienda y asistencia a los más vulnerables.
Sin perjuicio de lo anterior, un componente relevante de una determinada concepción de la justicia económica son los impuestos, ya que a través de ellos un Estado resuelve qué porcentaje de la riqueza o del producto de un país debe dejarse en manos de la administración de los particulares y qué porcentaje debe estar en manos del Estado.
Nozic,1 por ejemplo, concibe que los impuestos equivalen al trabajo forzado, y otros autores libertarios2 piensan que, aun cuando se sostenga la (dudosa) tesis de que haya un deber de las personas más ricas de ayudar a los más pobres, nunca puede justificarse, desde el punto de vista moral, que se les imponga (por parte de los gobiernos) la obligación de hacerlo. Por el contrario, quienes entienden que los estados tienen el deber moral de atender a las situaciones de vulnerabilidad de las personas conciben los impuestos y su capacidad redistributiva como un mecanismo fundamental para lograrlo. Sea cual sea la posición que se sostenga, todos están de acuerdo en que los impuestos son mucho más que un mero instrumento de pago. Los impuestos tienen la capacidad de incidir de manera significativa en la distribución de la riqueza de una sociedad determinada.
Como han señalado Murphi y Nagel,3 los impuestos cumplen dos funciones normativamente diferenciadas: la primera consiste en determinar qué porcentaje de los ingresos los individuos pueden disponer de forma discrecional y cuál usará el Estado para cumplir con sus fines (involucra la distinción entre lo público y lo privado); la segunda es distribuir los resultados del producto social mediante la asignación de recursos o la propiedad privada –esto es lo que se conoce como distribución–. También han enfatizado que, en numerosas ocasiones, existe un prejuicio libertario en contra de los impuestos porque se entiende que atentan contra la libertad individual de las personas para que hagan lo que quieran con su dinero y, en consecuencia, los argumentos a favor de los impuestos tienen que ser muy sólidos.
Sin embargo, como insisten estos autores, es erróneo considerar que los impuestos vienen después de la propiedad y de los ingresos. La propiedad no es una cuestión natural o no es un fenómeno descriptivo. No se regula por una relación de causa/efecto. Uno no tiene una aprehensión ni siquiera material con una criptomoneda, ni con muchos de los bienes que posee (que pueden estar a una gran distancia física o ni siquiera ser una entidad física). La propiedad privada es una convención legal definida por el propio sistema tributario. Por ende, el sistema tributario no debe ser analizado en virtud de su impacto en la propiedad privada como si fuera una cuestión con una validez independiente. Los impuestos deben valorarse junto con el sistema de propiedad que contribuyen a crear.
Aunque es obvio que el sistema que regula la forma de adquirir, intercambiar y transmitir los bienes no es natural, los sistemas jurídicos tienen tal arraigo en las personas que esto es fácilmente olvidable. No puede haber propiedad privada sin la protección y el amparo que le dan los estados a través de los impuestos. Las convenciones legales no son leyes de la naturaleza, son acuerdos sociales.
Como ha señalado Searle,4 el derecho es un gran dotador de función de estatus. Permite crear hechos institucionales que funcionan mediante el acuerdo masivo, que ni siquiera tiene que ser de un tipo explícito. Esto implica, por ejemplo, que reconozcamos que Juan tiene el derecho a reclamar dividendos de una sociedad determinada, que un trabajador tiene derecho a su salario, que María tiene derecho a una indemnización producto de haber sufrido un accidente de tránsito, etcétera. Todo lo anterior sólo tiene sentido en el marco de una determinada sociedad, bajo determinadas convenciones sociales. Los eventos físicos no pueden ser cambiados en función de los acuerdos de las personas. La intención colectiva no puede cambiar la masa o el peso de un objeto, pero sí puede hacerlo con los llamados hechos sociales.
Para el poseedor del billete, destaca dicho autor, el dinero es un medio de cambio y porta valor; a nivel macro de la institución Banco Central, la oferta de dinero es un instrumento de control de la economía. El matrimonio es, para el contrayente común, la materialización del deseo de compartir su vida con otra persona y, para el obispo, una forma de glorificar la creación de Dios. Sin embargo, ni el obispo ni el presidente del Banco Central pueden asignar dichas funciones si no fuese por las intenciones y valoraciones del contrayente, el poseedor y la sociedad en su conjunto. Por ende, representa un error pensar en los impuestos como algo que deviene con posterioridad a la propiedad o los ingresos, como si estos formaran parte de la naturaleza de las cosas y los impuestos tuviesen un componente artificial y distorsivo.
Es posible conceptualizar un sistema tributario en particular como el producto de la decisión compartida de todos los agentes y no como una lesión a sus derechos adquiridos o como el resultado de una imposición.
El concepto de redistribución es también complejo y pueden concebirse distintos tipos de redistribución. Una primera cuestión es que la redistribución estaría impactando en alguna suerte de distribución previa de los recursos y de la propiedad. Esto podría estar dando la pauta de que la redistribución es una especie de toma5 por un agente que se lo quita a un sujeto para transferírselo a otro. Esta forma de entender la redistribución es muy problemática porque parte del mismo concepto de que la distribución original de bienes y recursos es una suerte de orden natural o tiene simplemente un componente descriptivo del estado del mundo, como quien describe el estado del tiempo. Como vengo de sostener, esta es una forma distorsionada de entender el fenómeno de la distribución de recursos en general, porque el efecto redistributivo de un impuesto no puede ser concebido como algo que acaece en forma posterior.
Es decir, un determinado estado de distribución tuvo su origen a partir de determinados acuerdos sociales que tuvieron un impacto normativo, es decir, una dirección de ajuste del mundo hacia determinado lugar que hizo que la realidad cambiara. Los bienes y la riqueza en general no pueden ser concebidos de una forma natural o neutral, son productos de estándares de conducta social y de la existencia de un aparato estatal (en las sociedades contemporáneas) que los protege y les da un marco legal.
La redistribución es mejor entendida cuando se piensa en la necesidad de explorar nuevas formas de consenso social, o en la necesidad de implementar acuerdos ya tomados (este parecería ser el caso de la implementación del impuesto a la renta global en Uruguay, ya presente en los acuerdos marco de la OCDE, lo que impacta en que su puesta en práctica no pueda calificarse de una innovación normativa).
Desde el punto de vista empírico es difícil conceptualizar el impacto de una redistribución, dado el necesario transcurso de un tiempo para su evaluación. Y una redistribución para ser tal requiere que haya una intención manifiesta de los actores involucrados en la generación de esos impactos redistributivos. Tampoco la redistribución puede lograrse sólo con la herramienta de los impuestos; se requiere de otras políticas públicas que la acompañen, específicamente que el resultado recaudatorio pueda volcarse en la población que se considera más vulnerable, lo que va a depender de una serie de variables que involucran la posibilidad de que ese incremento se concrete y no se vea erosionado por la manipulación de las bases imponibles de los sujetos obligados.
Ninguna redistribución, por ende, es buena en sí misma si no cuenta con una valoración adecuada de la población objetivo, y para eso es necesario que se sustente en una determinada concepción de justicia económica previa, que va a depender de que responda a determinados estándares morales.
Lo que no parece adecuado es sostener, como hacen algunos autores igualitaristas partidarios de la redistribución,6 que lesiona derechos de propiedad adquiridos por los sujetos, pero que dicho sacrificio está justificado por el fin que se persigue. Esta concepción se asienta en defender la tesis de que los derechos de propiedad sobre los ingresos brutos son una suerte de derechos morales naturales.
En este sentido, un impuesto a la renta no debería ser concebido como un impuesto redistributivo, entendiendo por redistribución una toma, dado que un esquema de impuesto a la renta es normativo, en el sentido de determinar a qué ingresos el individuo tiene derecho para su uso personal. Las decisiones de un banco central en la regulación de la política monetaria frecuentemente impactan en los ingresos que las personas poseen y, como tal, en la medida en que es concebido como necesario para mantener una economía segura, no suele verse como una lesión a los derechos morales de los propietarios del dinero.
En definitiva, lo que es relevante desde el punto de vista moral, en materia de esquemas impositivos, es que una sociedad se comporte como una agencia compartida y tome las decisiones de qué gastos un Estado debe afrontar y qué porcentaje del dinero puede quedar en la esfera privada de los sujetos.
Un agente individual es aquel que toma sus decisiones motivado en razones normativas, que son razones que marcan lo que uno debe hacer, por oposición a razones motivacionales o explicativas que motivan la conducta y la explican en función únicamente del autointerés o de razones que no se encuentran justificadas. Trasladando lo anterior a una dimensión colectiva, es posible conceptualizar la agencia compartida. En materia de políticas públicas, el ideal de agencia compartida se vincula con el ideal de un rule of law (estado de derecho), donde los sujetos intercambian lo que consideran como sus razones normativas, hay transparencia de la información, cualquier ciudadano puede ser elegible como autoridad, hay separación efectiva de poderes, posibilidad de control ciudadano de las decisiones de las autoridades y donde los parlamentos funcionan representando las diversas opiniones de las personas, discutiendo los desacuerdos genuinos que se tengan en el seno de la sociedad, existe un Poder Judicial robusto que puede controlar al Poder Ejecutivo y hay rotación de autoridades.
En conclusión, aunque no todos los ciudadanos van a estar de acuerdo sobre la concepción de justicia económica y, por ende, sobre la política tributaria, en el marco del ideal de agencia compartida, es posible conceptualizar un sistema tributario en particular como el producto de la decisión compartida de todos los agentes y no como una lesión a sus derechos adquiridos o como el resultado de una imposición que sacrifique su libertad.
Serrana Delgado Manteiga es docente de Teoría del Derecho en la Facultad de Derecho (Udelar) y de la Maestría en Tributaria de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración (Udelar). Abogada, magíster en Derecho y Técnica Tributaria (UM) y magíster en Filosofía Contemporánea. Doctoranda en Filosofía. Encargada del Departamento Jurídico de la Dirección General Impositiva. Las opiniones vertidas en el presente artículo no representan a las de ninguna institución.
-
Nozick, R. (1988). Anarquía, Estado y utopía. FCE. ↩
-
Narveson, J. (2001). The Libertarian Idea. Broadview Press. ↩
-
Murphy, L., Nagel, T. (2003). The Myth of Ownership. Oxford University Press. ↩
-
Searle, J. (1997). La construcción de la realidad social. Paidós. ↩
-
Barry, C. (2018). “Redistribution”, The Stanford Encyclopedia of Philosophy, Edward N. Zalta (ed.), plato.stanford.edu/archives/spr2018/entries/redistribution/ ↩
-
Scanlon, T. “Nozick on Rights, Liberty, and Property”, en Jeffrey Paul (ed.), Reading Nozick: Essays on ‘Anarchy State and Utopia’, Oxford: Blackwell, pp. 206-231. ↩